Numerosos votantes en la Argentina suelen definirse como peronistas, radicales, liberales, conservadores, socialdemócratas, comunistas o trotskistas, entre otras identidades largamente afincadas en la cultura política local. Sin embargo, muy pocos parecen estar dispuestos a admitir que, más allá de adherir a cada una de estas etiquetas difusas, la única certeza que impera es que “los argentinos somos todos populistas”.

El término “populismo” forma parte de un discurso empleado para designar, siempre de una manera peyorativa, a los partidarios de ciertos gobiernos que, aunque surgidos de la legitimidad de los votos, muestran algún grado de desapego por la “normalidad” institucional, la libre iniciativa económica o la responsabilidad fiscal. Este uso discursivo –que no es neutro, tampoco ingenuo, sino que proviene desde raíces ideológicas bien precisas- suele, además, emparentar cualquier experiencia populista con prácticas demagógicas y autoritarias.

Sobre el populismo como fenómeno político se ha producido una abundante literatura de muy variada calidad, pero escasas obras lo han tratado con el rigor y la densidad teórica empleados por Ernesto Laclau en “La razón populista” (2005).

A lo largo de su texto, Laclau intenta explicar que –lejos de ser una forma corrupta de gobierno, una ideología o un régimen político autoritario- el populismo es una lógica de construcción de lo social basada en la existencia cadenas de demandas equivalenciales que se articulan y que, al mismo tiempo, fijan una frontera de exclusión que divide a la sociedad en dos campos. La tarea es explicar esta compleja idea de la manera más sencilla posible.

Frente al sistema político institucional, observa Laclau, los actores sociales formulan peticiones de variada naturaleza. Cuando el sistema, a través de políticas públicas generales o específicas, satisface la petición que se le formula, el problema se agota allí mismo. Sin embargo, las más de las veces existen muchas otras peticiones que no logran ser satisfechas a causa de la incapacidad de las instituciones para absorberlas, procesarlas y solucionarlas de una manera diferencial; esto es: resolviendo cada petición de manera individual y aislada de las restantes.

Cuando la situación que se describese prolonga durante largo tiempo, los actores sociales “desoídos” por las instituciones políticas van percibiendo que sus peticiones iniciales –que podían haberse resuelto en forma diferencial- se convierten paulatinamente en “demandas” que se acumulan junto con muchas otras que permanecen, igualmente, insatisfechas.

Todas estas demandas largamente acumuladas y que el sistema político institucional no ha logrado resolver se articulan entre sí formando cadenas equivalenciales: ninguna de ellas es más importante que las restantes y de allí que todas sean equivalentes entre sí. Por su parte, los actores sociales que reclaman por esas demandas también se articulan con otros actores hasta entonces aislados y van constituyendo, paulatinamente, una subjetividad social mucho más amplia y compleja que sus identidades particulares: esa nueva subjetividad es el “pueblo”.

La constitución del pueblo como un actor histórico potencial, señala Laclau, habrá de producir la división de la sociedad en dos campos irreductibles, cada cual estructurado en torno a dos diferentes cadenas de demandas equivalenciales: se constituye, así, un “nosotros” frente a “los otros” situados en espacios opuestos del discurso y la praxis política. Sin dudas, frente a la compleja elaboración de Laclau, el concepto de “grieta” creado desde los medios de comunicación, es demasiado pobre como para explicar la densidad y la complejidad del fenómeno analizado.

El antagonismo y la división del campo social a los que alude Laclau no son, por cierto, novedades: provienen del pasado político y se expresan en el presente a través de dos variantes de un mismo y único fenómeno populista: el nacional-populismo y, como su necesario antagonista, el liberal-populismo. Cada una de estas variantes populistas forma una cadena equivalencial de demandas que le es propia; demandas de naturaleza política, económica o social que les permite a los actores sociales articulados alrededor de ellas compartir una misma y común identidad.

Así, por ejemplo, en el plano económico o social, el discurso político del campo nacional-populista canaliza demandas en favor de la expansión del consumo popular, del salario real y del mercado interno, la defensa de la pequeña y mediana industria de capital nacional, del trabajo agremiado, la protección de los sectores sociales más vulnerables, la ampliación del gasto social –sobre todo en educación y salud-, la regulación sobre las tarifas y los “precios esenciales”, el control estatal sobre el mercado de cambios y capitales. Sin dudas, el sujeto político que reivindica el nacional-populismo es el “Pueblo”.

En oposición, el campo liberal-populista articula, a través de su propia cadena equivalencial, otras demandas diferentes, como el valor del mérito individual y del emprendedurismo, el estímulo a la innovación y la productividad, la apertura comercial al mundo, la desregulación de la economía, la libertad de los mercados, el intervencionismo estatal acotado, la austeridad fiscal y el incentivo de la competencia, entre otros elementos que se hallan presentes en su discurso. En este segundo caso, el sujeto político que ha sabido construir el discurso del campo liberal-populista es la “Gente”.

A diferencia de lo que sostienen muchos autores, el populismo no implica necesariamente una amenaza a la institucionalidad democrática, sino que constituye una de sus forma radicalizadas. Sin dudas, el discurso y las prácticas populistas tensionan y entran en disputa con las de las instituciones del liberalismo clásico, pero estás –según la opinión de algunos reputados intelectuales- están ya demasiado agotadas como para dar respuestas adecuadas a una acumulación creciente de demandas insatisfechas. En definitiva, la experiencia del populismo bien podría ser leída como el emergente inevitable ante los déficits de las democracias liberales.

En Argentina, el escenario surgido del actual proceso electoral puso en evidencia el desarrollo de ese antagonismo. Por un lado, el campo liberal-populista, aglutinado en torno a la coalición Juntos por el Cambio, expresa un discurso que alude a un conjunto de valores y demandas –políticas, sociales, económicas- que se manifiesta irreconciliable en relación con aquel otro dispositivo de valores y demandas que se articula alrededor del campo nacional-populista, hoy representado en la arena electoral por el Frente de Todos.

Por cierto, no se indica aquí partidos; tampoco de coaliciones de partidos, en el sentido clásico con que se entiende este término. Sí, en cambio, de coaliciones electorales de contornos aceptablemente precisos estructurados a partir de cadenas de demandas equivalenciales, como sostenía acertadamente Laclau. Demandas largamente postergados y de muy variada naturaleza.

Tampoco se menciona agrupamientos de derecha o de izquierda, definiciones que se han vuelto demasiado difusas como para explicar adecuadamente la actualidad que propone el antagonismo populista. Aun así, existen elementos distintivos de aquellas viejas tradiciones políticas que se mantienen vigentes como ejes de los actuales debates y confrontaciones. Por ejemplo, la meritocracia y la iniciativa individual (valores tradicionales de la vieja derecha y que hoy son fundantes del discurso liberal-populista), en oposición con el igualitarismo y la justicia social, ideas del pensamiento de izquierda que siguen prevaleciendo fuertemente en el imaginario nacional-populista.

En los comicios del 27 de octubre se dirimirá cuál de las dos variantes populistas tendrá la responsabilidad de gobernar por los próximos cuatro años este país atravesado por contradicciones, antagonismos y demandas largamente insatisfechas. Una de las dos variantes se alzará con la victoria pero, aun así, la que resulte derrotada tendrá su lugar de representación en otras instancias igualmente legítimas. El Congreso Nacional, por ejemplo.

La sociedad argentina deberá aprender a familiarizarse con la idea de que los dos populismos -el “nacional” o el “liberal”- llegaron hace ya tiempo para afincarse en este contexto y para constituir nuevas formas de agregación política que reemplazarán al viejo y perimido sistema de partidos. Sólo institucionalizando sus tensiones, sus antagonismos y sus discursos altisonantes, como parte de una nueva manera de entender la política, podrá existir alguna posibilidad de superar esa aparente maldición que muchos llaman “la grieta”.

* Polítólogo (UBA). Director de la consultora Tramas & Tendencias. ruben.achdjian@gmail.com