En los últimos años, sin mucho esfuerzo, puede detectarse una especie de proliferación de referencias, material publicado y hasta guiños evidentes a la figura de Henry David Thoreau (1817-1862). Quizás la manifestación más clara de esta tendencia es la gran cantidad de editoriales autogestivas o independientes que tienen en su catálogo el nombre propio de uno de los pensadores norteamericanos del siglo XIX más influyentes. La primera en la lista, aunque no necesariamente en el tiempo, es Nulú Bonsai, que en 2014 publicó una versión bilingüe y de bolsillo de Caminar/Walking, dentro de una colección inspirada en el activismo “thoreauiano”: “Ataque Emocional al Sistema Capitalista”. También se debe contar la publicación de su obra en espacios más vinculados al pensamiento anarquista, como la distribución de Desobediencia civil que lleva adelante hace ya bastante la editorial Terramar en la colección Utopía libertaria. Nuevas editoriales sumaron libros de Thoreau o ensayos dedicados a su figura. Por ejemplo, Barba de Abejas, sello manejado por Eric Schierloh, de tiradas escuetas e impresión a demanda, sacó una versión bilingüe de los poemas de Thoreau en 2012 (La canción del viajero & otros poemas) y en 2013, parte del enorme diario del autor (Diario de Walden. Notas en la laguna 1845-1847). Finalmente, Ediciones Godot dio a conocer su versión de Una vida sin principios hace algunos años para coronar el esfuerzo de publicar este material con la salida en 2019 de un ensayo de Michel Onfray titulado Thoreau, el salvaje y una novela de Peter Rock, Mi abandono, de claro espíritu “libertario”, aunque con sus matices. Parecería que todos estos emprendimientos encuentran en el nombre de Henry David Thoreau una clave que resume un modo de participación social independiente, determinado por una férrea defensa de la autonomía y de la contracultura a la norteamericana y un manifiesto de su lugar dentro del mercado editorial. La cuestión sería, precisamente, revisar hasta qué punto Thoreau puede seguir siendo leído como una figura en contra de la “máquina”, y no uno de los modos que ha encontrado el capitalismo contemporáneo de inocularse un conjunto de anticuerpos. Parafraseando a Marx, quien lejos de irse de la sociedad se puso a escribir El capital en el corazón del mundo capitalista del siglo XIX, Londres: el capitalismo es el único sistema que vive de crisis en crisis, adaptándose, transformándose y mejorando su peligrosa puntería.
Thoreau es conocido por varias cuestiones que se debaten entre el mito y los datos certeros. En términos efectivos, provenía de una familia modestamente pudiente de Concord, Massachusetts, hijo de John Thoreau, dueño de una fábrica de lápices. Asiste a la Universidad de Harvard entre 1833 y1837, en donde se forma en clases que todavía respiraban el culto a los libros de la Antigüedad y a la retórica, algo que el incipiente pensador combinaría con una forma de vida que trató de poner en práctica eso que estaba en las páginas del material de estudio obligatorio. De nacimiento David Henry, tuvo el gesto de alterar el orden de su nombre, un poco para distanciarse de la familia, otro poco para darse a sí mismo un nuevo origen. Luego de su paso por las aulas, se dedicó a la docencia, abandonándola al negarse a aplicar castigos corporales a los alumnos que tuvo durante su trabajo como personal docente en el colegio público de Concord. Junto con su hermano, fundó una escuela de gramática, la Concord Academy, en 1838, donde el contenido tradicional aprendido en tantos espacios académicos se combinaba con la importancia de realizar caminatas al aire libre. Luego de la muerte de su hermano y establecido su vínculo con el filósofo Ralph Waldo Emerson, Thoreau decide concentrarse en su escritura, por lo que elige ir a vivir en soledad a una cabaña que construye cerca del lago Walden, en 1845. La idea de que Thoreau vivió sólo de lo que recolectaba (fue un defensor del vegetarianismo y ciertos modos del ascetismo y las comidas frugales), de que caminaba durante horas para pensar, de que se sumergía en las frías aguas del lago Walden para mantener un cuerpo vigoroso, habría que matizarla. Este tipo de vida se combinaba con visitas a las poblaciones cercanas de donde sacaba víveres que no podía conseguir en la intemperie; su existencia efectiva según los principios ascéticos que defendió duró apenas dos años (volvió después a la “civilización” para hacerse cargo de la casa y la familia de Emerson durante un tiempo en que su amigo viajó por Europa) y dio numerosas conferencias en donde comentó algunos puntos centrales de su filosofía. No fue un vagabundo iluminado. Fue un pensador que defendía la intuición y la conexión con la naturaleza escribiendo libros y dando largos discursos en espacios académicos. Entonces, ¿qué hay en Thoreau que resulta tan cautivamente para nuestro mundo, o mejor, para ciertos pensadores contemporáneos?
PARA LA LIBERTAD LIBERTARIA
El último ensayo publicado de Michel Onfray, el filósofo francés que se presenta como cultor de una “contra-filosofía”, está dedicado, precisamente, a la vida y obra de Thoreau. La hipótesis central de Onfray es que Thoreau vivió lo que predicó, a diferencia de varios pensadores del ámbito francés que nombra como contraejemplos de la supuesta honestidad intelectual del norteamericano. Onfray vincula, sin ningún tipo de tapujos, a Henry David Thoreau con el ideal filosófico de Friedrich Nietzsche: alguien que no sólo escribe filosofía, sino que la vive ejemplarmente. Como postula Onfray desde Thoreau, hay más profesores de filosofía que auténticos filósofos, por lo que considera pertinente volver sobre alguien cuya vida parecería ser congruente con su prédica.
En Thoreau, el salvaje, Onfray hace un prolijo repaso de la vida y obra del autor de Desobediencia civil (1849) y Walden (1854), contraponiéndolo a lo que considera el mero palabrerío y la creación de conceptos inconducentes de tres nombres vinculados al pensamiento estructuralista y posestructuralista francés: Lacan y su lectura del psicoanálisis y, por sobre todo, Jacques Derrida y Gilles Deleuze. De estos últimos dos no se cansa de señalar que armaron una “glosolalia”, un “lenguaje de autistas” inentendible que les permitió granjearse un lugar como profesores en los más prestigiosos espacios académicos, aparentando rebeldía cuando en realidad establecían las bases de su difusión como grandes filósofos occidentales del siglo XX. En la misma línea, repasa la carrera de Heidegger, el principal responsable de este tipo de fenómenos: alguien que se perdió en los “bosques” metafísicos y ontológicos, que cultivó una falsa imagen, sobre todo en sus últimos años, de un intelectual que buscaba conectarse con la vida en el campo y la contemplación del ser, pero que no supo caminar de verdad los espacios verdes, o simplificar el asunto para decir y escribir menos y vivir más.
Por supuesto, Onfray hace una operación típica del ámbito intelectual francófono. Va a buscar en América (para cualquier francés, para cualquier europeo, nuestro continente se resume en la referencia a ese lejano y contradictorio país del norte), va a sacar de Estados Unidos un nombre propio para insertarlo en las discusiones con ciertos pares y deslegitimar su posición. Sin leer que aquello que critica, por ejemplo, en Heidegger, está en el propio Thoreau: a la larga, la admiración por la vida en la naturaleza o por su contemplación termina siendo un momento circunstancial y casi una pose. El propio Onfray ha escrito que encuentra más filosofía en la producción y degustación de un vaso de champaña antes que en De la gramatología o El Anti-Edipo, tal como afirmó en extensos libros como Cosmos, defendiendo un regreso a la vida conectada a los ciclos naturales antes que comentarlos e imprimirlos en páginas y páginas de gente que habla de la naturaleza sin experimentarla. Presume de que, en un mundo sometido a la barbarie capitalista, es posible volver a la naturaleza y vivir por fuera de su orden. Cuando su odiado Derrida termina teniendo razón al decir que no hay afuera del texto y que, extendiendo esa línea de pensamiento, tampoco hay afuera del libro neoliberal: la naturaleza en “estado puro” es también vendida como producto. No hay que caminar mucho para encontrar pruebas de esto: revisemos la cantidad de negocios que ofertan productos artesanales, la numerosa cantidad de bienes que se venden como más “naturales” por estar hechos de una materia prima especial o la idea de que existe algún punto del planeta que no se encuentre inmerso ya no en las frías aguas del lago Walden, sino en las aún más gélidas corrientes del orden capitalista globalizado.
La lectura que hace Onfray de Thoreau queda terriblemente expuesta en dos conceptos que el profesor francés escribe sin que le tiemble el pulso: “Thoreau fue un libertario, esa es su espina dorsal política”. El ideal libertario poco tiene que ver con la defensa de la libertad, por más que la única acción concreta a su favor hecha por Henry David haya sido no pagar impuestos por no querer defender la política bélica de Estados Unidos contra México o el sistema esclavista. El ideal libertario es la base ideológica del “espíritu” norteamericano. Es la piedra fundamental sobre la que se apoya el neoliberalismo a la Trump, a la Reagan, a la Bush: menos presencia del Estado, menos impuestos y más desarrollo individual (una forma sutil de hablar de la competencia). El mundo sería así de los grandes hombres, los héroes que viven según sus propios principios, alejados de la civilización que enturbia sus almas y restringe sus capacidades. Si bien eso está en el Rousseau de El contrato social, si bien esa es también la propuesta central del pensamiento democrático (el hecho de que todos somos iguales por un común origen “natural”), el ejercicio del pensamiento crítico del siglo XIX y del XX nos ha mostrado los peligros detrás de este tipo de justificaciones. Y la política argentina de los últimos años, aún más: achicar el Estado es aumentar las chances de ser sacudidos por el mercado internacional y sus leyes, vendidas como “naturales” y honestas por ser caóticas y fuertemente egoístas y anti-sociales. El lado amable de la relectura de Thoreau puede ser el hippismo (históricamente, una forma más de construir nuevos consumidores); el lado más descarnado puede ser la justificación intelectual del pensamiento libertario, que en nuestras costas ha cargado las tintas del ascenso de los economistas mediáticos como Milei o Espert (cuya proyección política es tangible) y del auge del evangelismo conservador, cuya idea se apoya en el vínculo “privado” del creyente con dios. No hay salida social, colectiva, sino individual, para el pensamiento libertario así entendido. Anota Onfray que para Thoreau “hay que cambiarse a sí mismo más que cambiar el orden del mundo”.
YO VIVÍA EN EL BOSQUE MUY CONTENTO
Thoreau es considerado no sólo una figura filosófica, sino también una especie de padre fundador de la literatura norteamericana. Basta con tener en cuenta el hecho de que, además de Emerson, Nathaniel Hawthorne estaba entre los nombres de las personas que frecuentaba, como si sus amistades marcaran también este doble origen, entre la filosofía de la vida y la ficción. Así, la genealogía de hombres de letras cautivados por las posibilidades de una vida “anti-literaria” y volcada a la épica de la existencia puede encontrarse en Walt Whitman, en Herman Melville, en Ernest Hemingway, en Jack Kerouac y los beatniks, en el New Journalism de Hunter S. Thompson, y la lista sigue. Pero también, como contrapartida, se puede pensar en una producción literaria que, con sutileza, acaricie a contrapelo el modelo libertario de Thoreau y sus consecuencias. Ahí debería ubicarse la novela de 2009 Mi abandono, de Peter Rock, recientemente traducida al castellano y editada por Ediciones Godot.
Rock nos presenta la historia de una niña de trece años llamada Caroline. Narrada en primera persona, Caroline retrata el día a día de la vida en un bosque de la zona de Oregon, ubicado entre el Monte Hood y el Monte Santa Helena, territorio en el que habita junto a Padre. Ambos pasan toda la jornada en compañía mutua, caminando sin dejar rastros, comiendo la cantidad justa de alimentos, bañándose en duchas improvisadas y teniendo clases de matemáticas o biología a partir de deberes que le va dejando Padre o de situaciones que cualquiera que vive en la intemperie encontraría, como un ciervo muerto que sirve de excusa perfecta para una lección de anatomía. Caroline y Padre llevan mucho tiempo viviendo así, sumergidos en lo profundo de los árboles, tratando de que nadie se entere de su existencia: fantasmas que buscan preservar el bien más único y puro que tienen, su privacidad, su individualidad. Pero Caroline parece cargar con vestigios de algo que no cierra con el panorama de vida en lo salvaje. Por ejemplo, lleva consigo un muñeco, Randy, con forma de caballo y con números anotados, en donde guarda un papel que parece que tiene un secreto fundamental para el personaje, una anotación que parece el resto de algo que se perdió hace mucho tiempo, mientras que su Padre, todas las noches, se despierta sobresaltado, a veces, llorando o incluso gritando, asustado por el sonido de los helicópteros que sólo percibe en su cabeza. En un ritmo medido, Rock va construyendo el escenario perfecto para admirar la vida con claras reminiscencias a la experiencia de Thoreau que Caroline y Padre llevan (incluso, la novela comienza con un epígrafe del filósofo), pero también para notar que hay algo que no cierra del todo en esa especie de vínculo. Las partes en las que Caroline cuenta que sólo duerme segura cuando su pierna se apoya en la pierna peluda de Padre rápidamente ubica al lector en un panorama de atención y cuidado.
Por un error de Caroline (quien lleva ese nombre para recordar a la madre ya fallecida), un tipo que hace running cerca del bosque nota su presencia y llama a las autoridades, quienes rápidamente ubican a Padre y a la hija para llevarlos a diversos centros e investigarlos. El caso toma relevancia, la prensa se hace un festín con la noticia, y progresivamente ese mundo ideal que formaba uno con la naturaleza se deshace para que entre el trabajo, las obligaciones civiles y, en lo que respecta a Caroline, la escuela. Los exámenes que la psicóloga especialista le realiza demuestran que ella está por encima de la media de su edad en lo que se refiere a los conocimientos básicos escolares, pero entiende que no se trata sólo de materias en la institución escolar, sino también de prácticas de sociabilidad imprescindibles en una niña que está comenzando a notar cómo su cuerpo está cambiando, cómo está dejando de ser una pequeña para ingresar en la adolescencia y sus vaivenes. El conflicto es claro: Rock usa la experiencia de Caroline para meditar en torno a las obligaciones del mundo occidental y sus modos de sociabilidad, y hasta qué punto habría que dejar a estos dos, a Padre y a su (ya no tan) niña, en la cabaña improvisada, con sus largas caminatas y sumidos en un silencio puntual que apenas se rompe para decir lo justo. Esa, sin embargo, es la impresión de los primeros capítulos. Mi abandono es una obra que sorprende porque Rock parece hacerse cargo de todo el ideario libertario en la estela de Thoreau para desarmarlo por dentro, deconstruirlo pero sin gestos ampulosos: ¿está realmente bien la vida que estas dos personas llevan? ¿No hay algo poco claro en lo que Padre dice acerca de su hija? ¿No hay algo no del todo dicho en el vínculo que tienen? ¿Qué significa o puede implicar vivir “en la intemperie”?
Desde las editoriales independientes, pasando por los ensayos de pensadores actuales y terminando en trabajos literarios que se apoyan en sus ideas, la obra de Thoreau parece un mundo cautivante que alimenta el imaginario contemporáneo de una manear u otra. El problema central sería revisar hasta qué punto las premisas de un Estado reducido, de una vida individualista, o de un pretendido retiro a la naturaleza no conforman las trampas y la lógica de los modos de subjetivación y, por lo tanto, fetichización de los individuos contemporáneos. Volver sobre el mito de Thoreau, leer su obra, para encontrar hasta qué punto son validos sus postulados, se vuelve algo imprescindible: ¿podemos decir que la prensa es apenas un montón de palabras sin sustancia dichas porque sí, o puede llegar a ser un instrumento de reflexión sobre los modos de sometimiento? ¿Realmente podemos sostener, en un país latinoamericano, que el Estado es nuestro enemigo, en lugar de verlo como una posible vía de equiparación social y de redistribución de la ganancia? Es bastante obvio que es urgente repensar nuevos modelos de "retiro" de las ciudades para cambiar el mundo y reconciliarse con la naturaleza. Que es otro modo de cambiarse a sí mismo. Y a los demás.