ADELANTO EXCLUSIVO de Evita fuera del balcón.


EL ENCUENTRO
Confieso que no sentí ninguna emoción especial ni interés en el tiempo que esperé la hora de la cita ni en el que tardé en caminar las dos cuadras que había desde mi casa recién estrenada –mi primera casa en Buenos Aires, era el año 1944–, hasta Billinghurst casi esquina Arenales donde ella vivía. Yo era un chico audaz, atrevido, ambicioso y quizás esas tres condiciones fueron las que pusieron duro mi dedo para 19 oprimir el timbre de su puerta. Eran las 18 horas de un sábado de abril. La mujer rubia, de piel increíble, con altos zapatones de plataforma de corcho, pantalones de raso artificial anchos y blusa con moño chico en el cuello, debía ser mucho más audaz, ambiciosa y atrevida que yo, por lo menos me pareció al ver la forma como abría la puerta, de par en par y rápidamente. El solo gesto de abrir una puerta puede demostrar miedos, cobardías, traumas, seguridad y hasta pudores. Allí delante de mí, con un seco “pase” y una mueca que quería ser sonrisa, estaba Eva. Yo había observado la entrada clásica del departamento, típica de la década del 40, un espejo en el palier donde me miré antes de llamar, y un macetero con plantas de hojas en punta que estaban como sin vida. Recuerdo que yo llevaba un traje de franela gris cruzado con una camisa a cuadros en grises y marrones, de seda. Eva atravesó el modesto living con pasos largos. Los muebles estaban tapizados en horrible tapestrí marrón y blanco y de calidad muy de las mueblerías de aquellos días y de hoy también, de la calle Sarmiento. Cortinas de brocato de perro gusto separaban el minúsculo living del comedor, de madera clara, muy de esos días y muy parecidos al de todas las familias de mi pueblo. Era un departamento de cuatro ambientes en el cual se veían carpetitas tejidas a mano, cuadros ingleses, flores artificiales y una mesa con sillas alrededor. Era el típico departamento de esa época, un tanto impersonal, gris, sin demasiada imaginación. 20 Ni se sentó ni me senté, con sus largos trancos me llevó a un cuarto con dos roperos colocados a los costados de la pared y que sostenían una barra de hierro de la que pendían tapados de piel de nutria, zorros plateados y varios vestidos de sastrería teatral. Se dio vuelta. Ya me había empezado a provocar respeto, y hacía tan poco que había llegado, ¡era increíble! Tenía algo esa mujer, algo de las diosas del cine de esos días. –¿Qué sabe usted de mí? ¿Le contó a sus estrellas que yo le hablé? ¿Qué le dijeron? ¿Me odian, no? –No. No tengo por qué preguntar nada a nadie. Sé que usted es estrella de radio con grandes avisos. Sé que encarna a heroínas de la historia. Sé que, bueno, no lo sé, se dice que usted es la Señorita Radio, que va a filmar en pocos días más, sé que se la discute y que tiene muy buenas relaciones políticas.

–¡Eva! ¿Con quién estás? ¿Es el modisto? Traélo acá.

–¿Relaciones como esa? –me dijo Eva–. ¿No reconoce su voz? Vamos, usted no escucha discursos políticos. –No. En realidad por radio sólo escucho tangos.

–No me digas que te gusta el tango. No deberías decirlo, el mundo en que tu amplia publicidad te ha dado un lugar, no es precisamente muy de tango.

–Señorita, el coronel quiere que vayan con él. Guillermina, que la acompañó desde años y por años estaba allí.

–Vení, pasá. Cuando al coronel se le mete algo en la cabeza no espera. Su ansiedad me exaspera. 21 De entrada subestimé un poco a aquella bella y joven mujer que había tenido la osadía de llamarme a mí, que a mis 17 años estaba en la cumbre de la publicidad. Acostumbrado a las casas puestas con dudoso gusto pero gran lujo de Inés de Anchorena de Acevedo, Paulina Singerman, Nélida Bilbao, María Duval o de gracia y arte increíble de Tilda Thamar, a departamentos bellísimos como el de María Pía Padilla Bordón o de Zully Moreno, estar en aquel departamento pobre y de mal gusto... Ella pareció adivinarlo. Después hablamos de la ropa. –Claro que yo no me probaré acá, dentro de unos días estará listo mi piso de Posadas y ya todo será más cómodo. ¿Sabías ya algo de mí, políticamente? Había casi un tono de ligera disculpa en su voz. –Estoy en el lugar, el justo lugar, en que mi camino se abre en dos, uno, el que siempre soñé, el cine. El otro al que me llevan las circunstancias. En el primero todavía no tengo y quizás pueda elegir los directores, en el otro ya está el hombre. ¿Sabés una cosa, pibe?, estoy con un pie en cada uno de los largos caminos que puedo recorrer y no sé en cuál de los dos poner el otro...

–Claro, es difícil elegir –alcancé a acotar, a aquella mujer, mezcla de Lana Turner e Isabel de Inglaterra, algo demas Al poco tiempo de mudarse Eva Duarte a Posadas terminó su decoración; a pesar del buen recuerdo que tengo de ella, hay que aceptar que el piso de Posadas parecía, al principio, pues después lo mejoró, decorado por Laurel y Hardy. Pobre Eva, ella no tenía sentido alguno de decoración y en aquel momento mucha gente se le acercaba para tratar de sacarle algo o de conseguir cosas, así apareció a su lado una señora que decía llamarse de Artayeta y le dio ideas. Quizá las ideas de la snob y paupérrima señora no eran malas, pero combinadas con las de Eva dieron un resultado atroz. Se usaban por este tiempo las cintas de terciopelo con miniaturas pendiendo; Eva puso en su hall íntimo y en su cuarto, desde el techo hasta el suelo, vale decir que la última miniatura había que mirarla tirado de panza en el piso, cuando se lo dije se echó a reír, después se enfureció. 41 –¡Vieja puñetera! Capaz que se anda riendo de mí por ahí, ahora, por lo ignorante, bueno que se vaya a la mierda, ella y este Perón que la trajo a casa como amiga del embajador de Uruguay. En el living había muebles muy costosos pero tan mal combinados que uno podía sentirse Madame Recamier tirado en un diván de brocato y de repente pasaba a ser Milonguita, parado ante el enorme piano que Eva sólo abría para hacer limpiar, pues tocaba muy de cuando en cuando, sobre el cual una enorme carreta de madera regalada por gente de Catamarca, con una vasija de zinc para poner plantas adentro, chorreaba agua sobre el interior del piano. Cuando se lo hice saber se enojó. –No ves las mierdas que me regalan en los viajes, ¡y Perón los pone sin sentido! ¡Guillermina, Guillermina! ¡Tire a la mierda esa carreta! –¿Y por qué no esa cotorra y esas dos palomas con anteojos de alambre, Eva? Son un cacherío. –Bueno, basta mocoso, que vos venís acá a hacerme los vestidos no a redecorar mi casa, que bastante guita he tirado al pedo. En aquel tiempo las llegadas de su madre, sin previo aviso, de Junín, la ponían frenética... –¡Pero no, mamá, no! No te largues a lo loca, no podré atenderte como quiero, además, entendelo vieja, no estoy tan segura como para traerme todo el mundo acá. ¡Quedate ahí! –y cortaba el teléfono con estrépito. Yo parado, a su lado, le probaba el más feo vestido que le hice, era tan feo que lo dejaron en la exposición que la 42 Revolución Libertadora hizo de su ropa y donde había desaparecido todo lo lindo. En lana gris, rojo y azul, adelante con bandas que se cruzaban asimétricamente haciendo efecto de chaleco, la pollera tableada. Se lo puso muchas veces. Yo lo odiaba. Su dormitorio de Posadas era para una vedette. Cama con colchas de plumetí, lámparas de bronces con caireles y mucha chuchería. Es común denominador en todas las figuras que he vestido y de las que visto en cuanto ponen su primer departamento. No han cambiado los tiempos en eso. En esa época, a mí que era casi un chico, Eva me provocaba sensaciones diferentes, a veces sentía que estaba muy desamparada y que el mundo quería colgársele de los hombros. Ese primer tiempo, su vida no era ni alegre ni divertida. Para una bella joven quedarse sola en su casa, sin otra diversión que aguantar militares y diplomáticos, para quienes ella era todavía sólo Eva Duarte, no era un programa muy grato que digamos. Otras veces la sentía una mujer valiente y lo era, y fuerte, y lo fue, pero después. Su fracaso como actriz le dolía todavía, se le notaba en frases sueltas, en reacciones que no podía controlar. Por otro lado su camino político era cada vez más luminoso, pero todavía Eva era Eva Duarte, la querida del coronel que todos presentían tenía ya las puntas de las riendas que algún día manejarían la patria.iado fuerte para mis alegres años. Pero, estoy seguro que entonces pensé: soy rápido para eso, me conviene, si cae alguna de las famosas, ésta lo será muy pronto, tiene agallas. Ella pareció adivinarlo. 22

–¿Te dijeron alguna vez que tenés ojos de liebre? Debés ser rápido como ellas, pibe. Si yo te dijera que ya sé todo lo que pensás de mí, nos pelearíamos, pero sabés qué me gusta de vos, aparte de tus dibujos que veo semana a semana, que sos simple y claro. A mí me gusta lo claro, lo simple, lo limpio. Vos sos de un pueblo, ¿no?

(…)

EL BUEN MAL GUSTO

Al poco tiempo de mudarse Eva Duarte a Posadas terminó su decoración; a pesar del buen recuerdo que tengo de ella, hay que aceptar que el piso de Posadas parecía, al principio, pues después lo mejoró, decorado por Laurel y Hardy. Pobre Eva, ella no tenía sentido alguno de decoración y en aquel momento mucha gente se le acercaba para tratar de sacarle algo o de conseguir cosas, así apareció a su lado una señora que decía llamarse de Artayeta y le dio ideas. Quizá las ideas de la snob y paupérrima señora no eran malas, pero combinadas con las de Eva dieron un resultado atroz. Se usaban por este tiempo las cintas de terciopelo con miniaturas pendiendo; Eva puso en su hall íntimo y en su cuarto, desde el techo hasta el suelo, vale decir que la última miniatura había que mirarla tirado de panza en el piso, cuando se lo dije se echó a reír, después se enfureció. 41 –¡Vieja puñetera! Capaz que se anda riendo de mí por ahí, ahora, por lo ignorante, bueno que se vaya a la mierda, ella y este Perón que la trajo a casa como amiga del embajador de Uruguay. En el living había muebles muy costosos pero tan mal combinados que uno podía sentirse Madame Recamier tirado en un diván de brocato y de repente pasaba a ser Milonguita, parado ante el enorme piano que Eva sólo abría para hacer limpiar, pues tocaba muy de cuando en cuando, sobre el cual una enorme carreta de madera regalada por gente de Catamarca, con una vasija de zinc para poner plantas adentro, chorreaba agua sobre el interior del piano. Cuando se lo hice saber se enojó. –No ves las mierdas que me regalan en los viajes, ¡y Perón los pone sin sentido! ¡Guillermina, Guillermina! ¡Tire a la mierda esa carreta! –¿Y por qué no esa cotorra y esas dos palomas con anteojos de alambre, Eva? Son un cacherío. –Bueno, basta mocoso, que vos venís acá a hacerme los vestidos no a redecorar mi casa, que bastante guita he tirado al pedo. En aquel tiempo las llegadas de su madre, sin previo aviso, de Junín, la ponían frenética... –¡Pero no, mamá, no! No te largues a lo loca, no podré atenderte como quiero, además, entendelo vieja, no estoy tan segura como para traerme todo el mundo acá. ¡Quedate ahí! –y cortaba el teléfono con estrépito. Yo parado, a su lado, le probaba el más feo vestido que le hice, era tan feo que lo dejaron en la exposición que la 42 Revolución Libertadora hizo de su ropa y donde había desaparecido todo lo lindo. En lana gris, rojo y azul, adelante con bandas que se cruzaban asimétricamente haciendo efecto de chaleco, la pollera tableada. Se lo puso muchas veces. Yo lo odiaba. Su dormitorio de Posadas era para una vedette. Cama con colchas de plumetí, lámparas de bronces con caireles y mucha chuchería. Es común denominador en todas las figuras que he vestido y de las que visto en cuanto ponen su primer departamento. No han cambiado los tiempos en eso. En esa época, a mí que era casi un chico, Eva me provocaba sensaciones diferentes, a veces sentía que estaba muy desamparada y que el mundo quería colgársele de los hombros. Ese primer tiempo, su vida no era ni alegre ni divertida. Para una bella joven quedarse sola en su casa, sin otra diversión que aguantar militares y diplomáticos, para quienes ella era todavía sólo Eva Duarte, no era un programa muy grato que digamos. Otras veces la sentía una mujer valiente y lo era, y fuerte, y lo fue, pero después. Su fracaso como actriz le dolía todavía, se le notaba en frases sueltas, en reacciones que no podía controlar. Por otro lado su camino político era cada vez más luminoso, pero todavía Eva era Eva Duarte, la querida del coronel que todos presentían tenía ya las puntas de las riendas que algún día manejarían la patria. (...)

LA EMBAJADORA

París la recibe más frívolamente. Un gran diario francés dice a doble página: “Mme. Perón c’est una belle vedette”. Dan más importancia a su belleza y juventud, al lujo de sus joyas y toilettes que a su misión política. El público se agolpa a la entrada de Notre Dame para verla llegar del brazo del embajador argentino Victorica, que según las malas lenguas puso en grave aprieto al arzobispo de París cuando al presentarle éste una Biblia de siglos que es reliquia nacional, peló su estilográfica y estampó su firma en la primera página. Las malas lenguas llegan más allá, dicen que al arzobispo le costó un infarto. Lo cierto es que Eva deja en el frívolo París una muy especial imagen. Los franceses no ahondan mucho en su función política pero abren su corazón a aquella mujer de la que se dicen tantas cosas tan buenas y algunas no tanto. Italia, meridional como siempre le grita su hambre de post-guerra, en manifestaciones no tan gratas. Eva sale al paso a las manifestaciones hostiles y con una sonrisa y un gesto vence a los comunistas, que odia, y que se han preparado muy cerca de donde se le ofrece una recepción para vituperarla; aquella mujer lujosamente vestida, centelleante de brillantes y rubíes, es en la noche una 54 aparición, con una sonrisa y un brazo en alto, como una centella, vence a los que han recurrido en casas vecinas al alcohol para tener fuerzas e insultarla, y entra de nuevo a los enormes salones de la embajada, donde las caras entre sorprendidas y asustadas de los estucados tipos y las elegantes damas no saben si están delante de un ángel o un demonio. El Santo Padre en el Vaticano la recibe muy deferentemente. Supongo que se impresionó ante la bella mujer vestida de negro con un modelo de gran sobriedad, levemente drapeado en la falda, movimiento que se continuaba en chal que cubría parte del peinado de Eva. Sin alhajas, las largas mangas y el breve escote en pico hacen resaltar aún más la palidez de su rostro de cera. El mundo entero se conmueve ante la visita de Eva Perón al Papa, en tal medida que muchos años después otro papa, Juan XXIII recuerda con agrado aquella visita. En Buenos Aires los telegramas y fotos que llegan de Europa son comentados en distintos tonos; pero esa parte de su viaje le valió el respeto sino la adhesión de muchos argentinos que la discutían mucho. El paso por Inglaterra le provoca el disgusto de no ser recibida por la Reina, pero Eva sabe en el fondo de su corazón y allí anidan rencores de niña, que ella se las sabrá cobrar. Argentina es todavía el granero del mundo y la productora más importante de carnes. Eva tendrá siempre el arma en sus manos, un arma que uno se imagina como un pequeño 55 estilete de oro y brillantes, tan pequeño que cabe en el hueco de su mano. El viaje a Europa nos devuelve a una Eva Perón totalmente cambiada; en todos sus aspectos hay un cambio radical. Sus peinados cambian fundamentalmente, ya muy pocas veces se la verá con peinados altos y con rulos. El pelo tirante, el chignon o las trenzas cruzadas sobre la nuca formarán en adelante y por siempre, parte de su personalidad. Los trajes fastuosos para las grandes veladas del Colón alternarán con sencillos ensembles de gran distinción para el día, la mayoría de su ropa llega ahora de París. A veces los franceses también se exceden y quizás porque le quedó muy dentro aquello de “Mme. c’est une grand vedette”. (...)

LA GENTE COMO UNO

Se cuenta que una noche por iniciativa de Eva se trata que toda la gente habitué al Colón asista a una velada en la que ella ocupará su lugar en el palco presidencial. Las familias de la sociedad prometen asistencia. Perón y ella están listos. Eva cree que caen esas pocas barreras que aún se resisten a su obra y a su lugar de primera dama, pero una ofensa enorme la espera; las butacas y palcos del Teatro Colón son ocupados por la servidumbre de las familias de pro, con los trajes de sus patrones. Pero eso no hará mella en Eva, quizás le creó momentáneos resentimientos que luego se disiparon al razonar y comprender que, después de todo, los que habían asistido formaban parte de su pueblo, ese pueblo al cual ella ya se había entregado en cuerpo y alma. María Adelia Harílaos de Olmos, poderosa dama de raro pasado para acercarse a ella le mete en su cabeza que debe ser marquesa pontificia, que es necesario presionar al legado papal y aun al Papa para conseguirlo. Eva duda, la vieja dama insiste, es una mujer importante, sus legados son incesantes y valiosos. Pero la rosa pontificia no llegará nunca a manos de Eva Perón a pesar de todo lo que haga la anciana, como seguramente no logró ella misma un lugar en el cielo, pues el cielo se compra en la tierra con el bien, no con regalos a los raros, y María Adelia Harílaos de Olmos jamás había hecho el bien por el bien mismo. Eva por entonces está totalmente dedicada a la Fundación; se dice que ésta nació de la necesidad de colocar y guardar los regalos que el pueblo le hacía a ella y a Perón, y que ella no acepta. Funciona en distintos lugares y su 66 primer capital: 10.000 pesos de los fuertes de entonces es puesto por Eva. Ese capital se acrecienta con días de trabajo voluntario de empleados y con donativos de grandes fábricas y grandes terratenientes, y aquí sí se puede llegar a creer que Eva es compulsiva. Hasta se ha llegado a comentar que ella misma revisa bolsillos de embajadores, ministros y diputados y acepta para su fundación todo el dinero que en ellos encuentra. En todo caso, y no es defensa, los fines justifican los medios, los negociados en que estaban metidos muchos de los que le hacían genuflexiones, eran con el dinero del pueblo. Para el que roba a un ladrón... cien años de perdón. Hay una total diferencia entre la Eva pálida y seca, de voz enronquecida que reparte dádivas entre los pobres –que día a día llegan a la Fundación donde el berrido de los chicos, la mugre de las madres, el olor de los alimentos y el aire enrarecido crean un ambiente de sordidez– y la Eva que va a las recepciones oficiales y luce esplendorosa entre alhajas, plumas y paillettes. La de la Fundación es una mujer elegante pero sencilla, muy de vestidos de falda en campana, mangas tres cuartos en foulard, casi siempre de pequeños estampados, lunares o rayas, simples vestidos de faldas tableadas de hilo con iniciales o motivos bordados en colores; sombreros pequeños o rectas capelinas de ancha ala. El afán moralizador de Eva Perón en esta faceta de su vida la lleva a hacer casar a parejas con o sin hijos que llevan años de concubinato, a tratar de dar en todo momento la imagen de corrección y seriedad, pero sigue siempre siendo una personalidad polémica y controvertida 67 no sólo en su país sino en el mundo entero. Su salud se resiente cada día más, sigue trabajando, muchas veces a escondidas de Perón que la cree descansando. (...)