Rockeros bonitos, educaditos.
Con grandes gastos, educaditos.
(Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, 1986)
El video apareció esta semana en Facebook y provocó un sacudón importante, sobre todo entre la masa de seguidores de Luis Alberto Spinetta: con una serie de párrafos que no viene al caso transcribir, Emilio Del Guercio llamó a votar (aunque sin nombrarlo) a Mauricio Macri en las elecciones del 27 de octubre. Toda esta columna, y un par más, podría agotarse en intentar rebatir los argumentos. Pero no es ese el objeto, porque ante todo existe el cariño hacia Emilio y no se trata de armar una “pelea” a distancia. Los titulares de cada día, en todo caso, se encargan de subrayar los efectos de las políticas ejecutadas por el Presidente desde diciembre de 2015. Y al cabo cada quien vota como quiere.
El jueves por la noche , Caetano Veloso y sus hijos enarbolaron el grito de “Lula Livre”, y un Gran Rex repleto y enfervorizado acompañó el reclamo, que a la salida se extendió al festivo recordatorio de la cumbia #SiVosQuerés. No todo el mundo se sintó energizado por la iniciativa. El viernes, el economista liberal Roberto Cachanosky le exigió a Ticketek -vía Twitter- la devolución del importe de la entrada ; Pablo Avelluto, el audaz y corajudo Secretario Ajustador de Cultura, salió a responderle que no fuera autoritario pero también se quejó del brote político en “un espectáculo musical”. Uno y otro parecen olvidar, o simulan desconocer, que en 1969 Caetano debió huir de Brasil y exiliarse en Inglaterra, perseguido por la dictadura que fustigaba con las palabras y los hechos.
Los hechos no son comparables: Del Guercio se ha distinguido más por su arte que por asumir posiciones políticas. En todo caso, lo que llamó la atención de su pronunciamiento, más allá de la opinión de cada quien sobre la performance del gobierno macrista, es su pasado peronista (“Compañero toma mi fusil / Ven y abraza a tu general / No ves que el tiempo se quedó a vivir”, escribió en “Camino difícil”). Pero pretender a un Caetano pasteurizado, dedicado únicamente a dar “un espectáculo musical”, se pasea por la frontera del ridículo. Tiene que ver, claro, con las banderas de la “no política” elevadas con globos amarillos desde los tiempos del Pro, la asignación de un supuesto “valor” al hecho de no provenir de la política.
El macrista promedio, defensor de un gobierno que ejecutó concienzudamente una política de saqueo y devastación de los sectores más desprotegidos de la sociedad –y otros también-, ensalza lo apolítico. Como mucho, ante la rotundez de los hechos se escuda en el “ma sí, son todos iguales”. Del mismo y artificial modo, pretende que el artista que toma posición se está embarrando con la política, abandonando quién sabe qué Olimpo del arte en el que las pujas del afuera no deben tener aparición.
Citando al Indio: quiere rockeros bonitos, educaditos.
Se sabe que en Argentina cualquier chispa dispara una buena indignación, pero no deja de ser un fenómeno curioso. Aplica también lo sucedido con “Antes y después”, la canción de Ciro y Los Persas que, para un enfurecido denunciante anónimo y más allá de su letra, cargaba con el pecado de haber sonado en mitines kirchneristas y por tanto no debía estar en un acto escolar . Cierta mirada conceptual solo admite una especie de “cupo” de comprometidos al cual de paso estigmatizar, un Víctor Heredia, un León Gieco, un Silvio Rodríguez o un mismo Solari, al cual solo un oído obtuso no podría reconocerle una dimensión política en todo lo que canta desde los ’70. Pero que tipos como Caetano no saquen los pies del plato, aun cuando nunca los hayan tenido ahí: yo vine a verlo cantar, no a ensuciarse con la política, devuélvanme el dinero. Cállense y canten.
Da un poco de risa, sí, pero el fondo de intolerancia le quita gracia al asunto. En el mismo Brasil de Caetano hay un Gobierno que ordena secuestrar libros “inconvenientes” y le niega circulación a películas “subversivas”. Un Gobierno, nunca está de más recordarlo, muy amigo de su par argentino. Hasta los brulotes algo racistas de Rolo de La Beriso deben ser respetados, y si Emilio quiere sumarse a las marchas de Macri que lo haga. Lo grave, en todo caso, es pretender que los artistas se mantengan aislados de la realidad que los rodea. O, visto desde el otro lado, suponer que las canciones de Del Guercio ahora tienen menos valor, o negarse a disfrutar los solos de David Lebon por algunas declaraciones poco felices. O al menos poco felices desde la óptica de uno.
Diego Capusotto y Pedro Saborido, la dupla humorística que mejor ha retratado a personajes y esquemas de pensamiento que pueblan la sociedad argentina, dieron en el clavo por enésima vez con una de sus criaturas más conocidas. En sus apariciones y sus canciones, Micky Vainilla cultiva un neonazismo esperpéntico que a menudo enerva a su invisible interlocutor. Su defensa es siempre la misma: “Yo hago pop, pop para divertirse”. En esa pretensión de asepsia, más que en los raptos racistas del personaje, aparece un retrato clínico, aún más feroz, de las distorsiones alrededor de la figura del artista. Quien quiera oír, que oiga. Y el que no, que le devuelvan el dinero.