La voz del teléfono lo sorprendió. Era Olga, después del tiempo de incertidumbre donde se sospechaba que la habían chupado. Lo citaba en el lugar habitual, a las diez de la noche... No supo que pensar, la situación era en extremo delicada. Decidió comunicarle a su contacto y aprovechó que la hora era propicia; las cinco de la tarde y estaba a unas cuadras. Sin volver a pensarlo, salió, caminó hasta atravesar Pellegrini y se sentó en uno de los bancos de la Plazoleta, por Cochabamba. Unos minutos después un hombre de rasgos severos, Rafael, oculto tras los lentes oscuros, se sentó a su lado. Sus manos se aferraban a un bastón que delataba cierta incomodidad de su cuerpo. "Olga me llamó hace un rato. Me citó a las diez en el hall de la estación, dijo que mañana para que sepa que es hoy". "¿Seguro que era ella?", preguntó Rafael. "Seguro", repitió él. "Puede ser una trampa", dijo Rafael. "¿Si la chuparon, por qué la soltarían? Además, existe la posibilidad de que sea... la operación del Hipódromo fracasó por una filtración y fuera de nosotros, el zurdo y el Laucha, sólo ella sabía". "¿Qué decidiste?" Julio no se atrevió a contestarle que tal vez no la habían chupado, que a partir de su embarazo, ambos se habían planteado irse y ella estaba decidida a dejar todo ante su nueva situación. No se atrevió a decirle que en las sucesivas discusiones que tuvieron, él cometió el error garrafal de dejar pasar la hora de avisarle a Rodolfo para que no fuese. Que ese hecho le impedía desertar e irse con ella, que desapareció justo en el momento en que él la acompañaría a Ezeiza para tomar el vuelo hasta México. Rafael interrumpió los pensamientos diciéndole, que no podría prestarle apoyo, puesto que los estaban diezmando y no podían correr riesgos inútiles. "Yo no iría -dijo-, no estamos en condiciones de perder a nadie". "No puedo dejar de ir", pensó Julio. "Además, si te atrapan te harán hablar", agregó enfáticamente Rafael. "Te aseguro que no lo harán", respondió con convicción Julio. "Eso decimos todos, pero después hay que ver", dijo Rafael. Un ulular de sirenas policiales hizo que se levantara de inmediato y se diese a cruzar el bulevar y caminar alrededor del laguito. Unos chicos jugaban a la guerra desde dos canoas; miró hacia el bar y creyó ver a un hombre que había pasado delante de su casa, justo cuando él salía. Hizo como que recordaba algo y retornó sobre sus pasos hacia el bulevar, dobló hacia Pellegrini y al ver el Museo Castagnino abierto, decidió entrar. Se dirigió lentamente hacia un cuadro de Emilia Bertolé, Cora. Una voz inesperada surgió en su interior que era la de él mismo. "Me miraba, siempre. Señorita Cora, dijo después y cerró los ojos", y esto último lo dijo en voz muy baja, con un pequeño nudo en el estómago. Miró a su alrededor y decidió salir y caminar hasta la esquina y tomar el colectivo y bajarse cuatro o cinco cuadras adelante, caminar hasta Zeballos y volver hasta Santiago y entrar en su casa. Puso la pava para el mate, puso un casete de una canción Quiero tu voz, armó un cigarrillo, se sentó sobre un gran sofá y tomó uno de los libros de los anaqueles. Macbeth y Hamlet eran de preferencias habituales. Buscó una de sus frases predilectas, como si no la recordase y debiese corroborarla por enésima vez, incluso como si se hubiese perdido en las letras de tantas hojas; letras casi infinitas en tantas hojas, similares, ordinales, entre tantos libros en tantos anaqueles. ¡Oh Suerte maldita! ¡El tiempo está desquiciado y ha querido que yo nazca para recomponerlo! Buscó en la obra para verificar la cita, pero no la encontró. Cuando miró la esfera del reloj comprendió que debía salir. Caminó por Zeballos hasta Riccheri y desde allí, siguiendo las calles semi iluminadas que proyectaban formas siniestras sobre el largo paredón del psiquiátrico, llegó hasta Rivadavia. Desde la esquina observó la fachada exterior de la estación. Un auto solitario estaba estacionado en la esquina donde culmina Callao. Un hombre venía desde Oroño y tres hombres que estaban en el automóvil, bajaron gritando alto. Apenas comenzó a correr, el hombre cayó víctima de los disparos. Julio aprovechó el momento y penetró por la entrada lateral de la estación y al corroborar que no había nadie en el hall, volvió sobre sus pasos y rápidamente desapareció por la ochava semiluminada de la esquina. Ya en su casa, el agobio y una incómoda opresión en el pecho lo embargó. Olga no estaba. Tal vez advirtió a los hombres en la negrura mortal de la acechanza, tal vez volvería a llamar, puesto que evitaba contactar los circuitos habituales para no retornar a lo mismo. Olga, Olga, dijo en voz muy baja y el rostro de ella tardó en insinuarse en la voluptuosa ensoñación de su desesperanza que paulatinamente lo anegó en el sueño, pero esta vez no soñó con el enfrentamiento reiterado en circunstancias apenas cambiantes, no, esta vez se soñó en una de las canoas de la tarde, rasgando la densidad de la tiniebla en las orillas de las islas. Olga repetía: nuestro hijo está antes que cualquier idea. Su padre, fantasmal en la espesura repetía unos versos que habían decretado su nombre: Nacqui sub Julio, ancor che fossi tardi, e vissi a Roma sotto ´l buono Augusto al tempo de li dei falsi e bugiardi... Los dioses falsos y mentirosos parecían eternos bajo el cielo de la humana esperanza... y él ahora, se interrogaba... Rechazó desertar a partir del momento en que su vacilación le costara la vida a Rodolfo, su obstinado compañero, quien seguramente hubiera desestimado su inútil su advertencia. Rodolfo no podía retroceder dada su estoica solidaridad de combatiente. Había perdido una hija, no como él, que todavía podía conocer el rostro de su hijo. Un sonido inesperado lo despertó, un ruido incómodo que arribó como tamizado por un presagio largamente temido. Oyó pasos sobre la azotea y se levantó como impulsado por un resorte; estaban allí, justo en el momento en que un retazo del pasado con sus reclamos había regresado a su tarde. ¿Qué día era? Las dos de la mañana de un día Martes. Mes de Julio. Jamás imaginó su nombre junto al Dios de la guerra. Sonrió pese a que la situación era gravísima. Tomó el revólver y salió hacia el pasillo del fondo. Una rápida descarga estalló contra las paredes. Algo lo golpeó en el costado... Corrió como nunca y logró ganar la calle. Después de una huida que le resultó interminable, arribó al rosedal y se tendió bajo los arbustos donde solían pernoctar los linyeras, se dio cuenta del líquido viscoso que surgía de su costado y sintió miedo. Se acomodó contra el tronco con el revólver atento y al sentir que se iba adormeciendo trató de recuperar alguna imagen fundamental de su vida. No era, no, la práctica de su militancia, la añoranza de Olga que entendía como una pérdida de su deseo por ella y todo aquello que entrañaba, sino un relato leído en su infancia acerca de Odiseo en El sueño de Er, que recuperaba ahora, mientras sus párpados cedían, bajo la luz agonizante de las últimas estrellas.
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