En las semanas precedentes, las ideas expresadas en esta columna sobre la Educación pública gratuita, obligatoria y laica, aunque compartidas, habilitaron pedidos de lectores/as para que se especificara lo atinente a la educación "laica". Cuestión no inmediata, desde ya, pero de consideración necesaria porque los cambios en las conductas sociales se producen en estos tiempos a velocidad de vértigo y es evidente, lo prueba la Historia, que lo que se hace rápido se hace mal y puede resultar peor.
Por eso, y advertidos de que cierta jauría mediática oficialista suele inventar que uno ha dicho lo que no dijo, cabe ser precisos. Y decir ante todo que la cuestión de la República Argentina como Estado laico o religioso no es nueva. Ya en 1813 la Asamblea General declaró que el Estado de las Provincias Unidas del Río de la Plata "es independiente de toda autoridad eclesiástica que exista fuera de su territorio". La cuestión se debatió todo el siglo, y fue el mismísimo prócer principal de la república liberal --Julio Argentino Roca-- quien rompió relaciones con el Vaticano a partir de la sanción de la ley 1420 de educación común, laica y obligatoria.
La cuestión religiosa en la Argentina fue, siempre, una cuestión política de actualidad, más de lo que se reconoce. Y fue Juan Perón el demonio condenado en 1955, cuando se produjo su todavía hoy discutida excomunión, antes de su derrocamiento. La oligarquía ultraconservadora derrotada en las urnas --ya entonces pichona de neoliberalismo-- mostró su violencia en ese tremendo 1955, año de bombardeos aéreos sobre Buenos Aires y de fusilamientos a militares y militantes peronistas. Brutalidad en la que no es difícil encontrar uno de los posibles orígenes de la grieta que todavía divide a esta nación, dicho sea dolorosa pero esquemáticamente, entre gorilas oligarcas y negros populistas.
Como sea, es en tiempos de grieta, fomentada o en lenta cauterización, cuando las ideas --que son sólo y nada menos que eso, ideas-- atemorizan cuando prenuncian cambios situacionales y sociales verdaderos, y por eso son distorsionadas y manipuladas en la bullanguería mediática de tinterillos y charlatanes televisivos.
Eso puede explicar lo que sucede hoy con los dos temas fundamentales que algunos hemos planteado con visión estratégica, pero que vienen siendo sistemáticamente distorsionados: la nueva Constitución Nacional y la renovación de la justicia. Y ahora, la cuestión del Estado laico.
Más allá del malintencionado cascoteo mediático, estos temas son basales para la democracia, los avances sociales, el progreso económico y tecnológico y las nuevas convivencias que necesita una nación atormentada como la nuestra, que ya merece un destino mejor, o por lo menos enderezar la reconstrucción de su destino con libertad, equidad y autodeterminación.
Y es que toda lucha de poder, que es a la vez lucha por avances socioeconómicos de trascendencia, siendo lucha política abarca todos los campos del conocimiento y de la vida en sociedad. Y acaso así habría que entender aun los enunciados más audaces, como el de Felipe Solá planteando recuperar el IAPI, el de Juan Grabois reclamando una reforma agraria, o los que plantea desde hace años El Manifiesto Argentino al proponer para el mediano o largo plazo una Nueva Constitución, un cambio copernicano en el espantoso sistema judicial que ofende a esta república y otras ideas como las políticas de transparencia orientadas a que en tres o cuatro generaciones la corrupción sea un mal recuerdo.
En este sentido, es muy interesante la batalla de ideas contra las prédicas ultraconservadoras que dominan el pensamiento en la Argentina, y cuyo emblema es hoy la lucha del Feminismo con todas sus reivindaciones a flor de piel. Y lucha que no admite cambios cosméticos ni superficiales.
Dejadas de lado las lecturas de mala fe todavía dominantes en el campo comunicacional, esas banderas pueden ser evaluadas como no urgentes en la etapa, y está muy bien que ni se las plantee el Frente de Todos ni las mencionen Alberto y Cristina. Porque gobernar hoy impone primero y ante todo domar el potro desesperado que es este país, y eso implica acabar con el hambre, crear empleos, fortalecer el mercado interno, recuperar la salud y la educación públicas junto con el sistema previsional, y a la vez negociar con el buitrerío universal que encabezan el Sr. Trump, el FMI y la caterva de miserables que acaparan la riqueza de este mundo. Y a quienes el macrismo se entregó traicionando a la Patria, a nuestra historia, y hasta al sentido común. Y encima lo hicieron estafando y enfermando de odio a medio país.
En estos contextos lo no urgente --o sea lo mediato, pero más profundo y transformador-- no puede ni debe quedar fuera de las agendas políticas. Guste o no, es lo que planteamos al hablar de una Nueva Constitución que avance desde la probadamente imperfecta democracia representativa actual a una democracia participativa moderna y renovadora, cuyas propuestas se estudian en todo el mundo y no faltan experimentos positivos como en Suiza, Alemania e incluso algunos Estados norteamericanos.
En este contexto cabría por lo menos enumerar las preguntas que hacen los impulsores de un Estado laico, idea que merecería ser considerada sin prejuicios. Por ejemplo, ¿no cabría por lo menos debatir el sistema de subvenciones a la educación privada confesional, cuando escasean fondos para la educación pública? ¿Es necesario y democrático que en casi todos los juzgados del país estén a la vista imágenes religiosas, y muchas veces con más relieve que nuestros próceres? ¿No es autoritario que en muchísimas escuelas del país profundo y más conservador --como en Corrientes, Salta y otras provincias-- se obligue a niñas y niños a rezar un único credo?
Sin dudas que el Estado debe garantizar la absoluta libertad de cultos, y asegurar el respeto a las creencias de la sociedad toda. Pero a condición de que las mismas se sostengan con el aporte de sus fieles, no de toda la ciudadanía. Por fortuna en la Argentina conviven y hay igualdad de derechos para personas de todos los orígenes: judíos, musulmanes, evangelistas, de pueblos originarios, agnósticos, ateos. ¿Es razonable que estén obligados a aportar todos ellos a la religión católica? Y si esa disposición del artículo 2º de la Constitución Nacional data de 1853, ¿es razonable mantener tal arcaísmo?
Incluso podría entenderse el autoritario sistema constitucional actual, ya que deriva de siglos de conquistas violentas, oscurantismo y la feroz Inquisición. Pero hoy eso va en contra del sentido común, que tanta falta hace para cambiar y modernizar nuestro amado país. Y no será un asunto urgente para esta etapa política, es cierto, pero tampoco debemos seguir invisibilizándolo.