Es posible que una antología temática sobre el peronismo sea irreductible. Uno de los nombres del peronismo es el movimiento peronista. Quizás una antología debería responder a esa palabra. Una mitología que siempre se está haciendo. Los tópicos, los lugares y las fechas están, pero quedan trasvasados y atravesados por este movimiento. Ya sea que se cuente la gesta o se narre la tragedia. Como ocurre con toda antología, ésta también incurre en la arbitrariedad. En un juego de inclusiones y exclusiones.
Prefiero mitología porque se sustrae a lo partidario. Y movimiento, lo vuelve un libro militante, no por responder a una consigna, sino que cada cuento ha sido causado por una militancia.
El título está tomado de la clásica versión de Antoine Galland y del libro autóctono de Draghi Lucero: Las mil y una noches argentinas. Es posible que la extensión sea quizás excesiva (Mil y una noche peronistas), pero quién podría negar que el peronismo también lo es. Si hubo gobiernos que repartieron la caja de pan, el peronismo repartía pan dulce, sidra y juguetes. Eso lo cuenta Diego Incardona en su cuento Los reyes magos para referir a una epifanía barrial y devolver esa palabra a una ocasión festiva, a la noche en vela de niñas y niños esperando la llegada de los Reyes Magos y, a la vez, arrebatando la epifanía de una circulación poetizante.
Voy a contar la anécdota de un niño peronista. Como en muchos de estos cuentos, hijo de padres antiperonistas. Está con su madre en el velatorio de Evita, en el edificio de la CGT. Ella es profundamente radical como su marido, que ha estado preso por imprimir panfletos contra Perón.
Esa noche fría forman parte de una larga cola. El chico se descompone y lo llevan a una de las ambulancias que estaban estacionadas a lo largo de la calle. Le dan licor de las Hermanas y el chico se repone. Los hacen sortear la cola y entran con su madre y un señor en una silla de ruedas llevado por su hija. La gente silba. Piensan que se han colado. Entran. En el recinto está el cajón donde yace el cuerpo de Evita. La madre levanta a su hijo para que la pueda ver y besar el vidrio que cubre el cajón. El vidrio está empañado de besos.
Con el tiempo, el niño contará la historia, solo que agregará que quien lo levantó fue el general Perón que estaba al lado del féretro, y no su madre. ¿Quién podría desmentir que fue así? Ni siquiera él mismo. Además, tenía ocho años. En sus sueños, Evita levita, flota. Ese niño era yo. Esos eran mis padres.
Este libro está atravesado por esa ruptura ideológica entre padres e hijos. Como lo cuenta a través de una película tras otra con ese original recurso el cuento de Rafael Bielsa, El mensaje secreto de los inválidos. Tal vez, por esas coincidencias, el mismo inválido que acompañó a ese chico de ocho años. Pero también están los hijos de militantes peronistas, o aquel chico con dotes de agente secreto, apuntado por Teodoro Boot, que se aposta en la terraza de su casa a la espera de que el avión negro del general surque el cielo de Buenos Aires.
En el peronismo hay un pasaje del avión a los aviones. Del Pulqui de industria nacional, tan bien mostrado en el documental del director Marcelo Céspedes -y “mirada codirigida” de Daniel Santoro- al avión negro- a los Glosters que bombardearon la Plaza de Mayo.
Esta antología está atravesada por la infancia; no sé si por la inocencia. Miradas que no llegan a dilucidar una realidad que, por secreta, se puede encontrar en un juguete. Un chico no puede esperar un juguete. Lo quiere tener. Quizás sucede lo mismo que esta antología: no hay tiempo para la promesa. Se hizo.
Las frases de Perón fueron quedando en la historia no solo del peronismo. Incluso algunas plagiadas, pero que de todos modos eran de Perón. Quién podría dudarlo. Citarlas todas sería hacer un diccionario peronista. Vicenta Battista titula su cuento con una de ellas: La única verdad es la realidad.
En cada velada una historia se va agregando a otra, las cuenta Scherezade para salvar su cabeza. Siguiendo la lógica de la obra de referencia, las historias se fueron agregando, en orden vagamente cronológico, como en un collar de perlas o como las cuentas de un rosario; sí, hay algo de joya y reliquia en cada historia.
Es posible que éste también sea un libro interminable. Solo bastará nombrar algunos tópicos que aparecen en estos cuentos. El 45, el 11 de noviembre de 1951, donde se instala constitucionalmente el voto femenino; el 55, el 17 de octubre, el 16 de junio, en ocasión del bombardeo de Plaza de Mayo, el regreso de Perón, el 73, Ezeiza.
Pero también a la noche iluminada le sigue, como muchas veces sucede históricamente, una noche oscura; tal como podría ser la historia del aprendiz de brujo y, por si las tres moscas, como las llamó Ramón Alcalde, al grupo de tareas conocido como Triple A. Esa iconografía siniestra ha sido pintada certeramente por Marcia Schvartz.
El cuento de Horacio González no es un cuento festivo. No existe lo que se llamaba “un día peronista”. No hay sol. Se trata de un sobreviviente que en Ezeiza recibió un balazo que lo dejó paralítico y que un año más tarde se suicidó al borde del Río de la Plata, donde la economía narrativa es como un percutor seco, ya que el mismo personaje apoya la pistola sobre su cabeza y gatilla.
Por supuesto hay una topografía antiperonista que va de la interpretación del cuento Casa tomada, de Cortázar, o de Invasión, con guion de Borges y Bioy, donde el peronismo es un plasma que avanza sobre nuestra ciudad, como esa mancha que se ve en la película de ciencia ficción La mancha voraz.
Hay una apuesta a escritores militantes en el sentido de que posiblemente su escritura apueste a un corte que no puede ser reducido a su temática o filiación. Corte que Beatriz Guido, en un artículo de los años setenta, llamó “Los negritos de la literatura”, refiriéndose a Enrique Medina, Jorge Asís y al que escribe este prólogo.
Hay escritores que han marcado lo que no alcanza a ser un periodo, pero sí un corte. Megafón y la guerra, de Leopoldo Marechal; los hermanos Lamborghini: Eva Perón en la hoguera, El fiord; Esa mujer, de Walsh; Evita, de Perlongher; Fredy, de Héctor Lastra; Cabecita Negra, de Germán Rozenmacher; El señor Galíndez, de Tato Pavlovsky.
El interior peronista. Me refiero al hogar peronista: un corpiño y un retrato de Perón. Bastaría ver un solo cuadro de Daniel Santoro para entrar en una casa peronista. Y en el interior de esa casa, cuando la voz del locutor dice “Son las 20.25, hora que Eva Perón entró en la inmortalidad”. Abundan en estos relatos los pequeños ritos de interior, la comida simple y honesta del hogar proletario, los juguetes anhelados, las veredas como extensiones del hogar, los olores, los sabores, para tratar de cercar con el recuerdo las imágenes de un tiempo ido, un tiempo de regalos peronistas, de lecturas peronistas, de pasiones en conflicto.
Los cuadros, las pintadas y los afiches se multiplican y es de rigor pasar a un plural. En el relato de Gustavo Abrevaya, Nosotros los monos, el hogar se extiende y el espacio peronista se transforma en club: “El club se llamaba ‘Unidos o dominados’ y tenía un cuadro de Evita Montonera, pero alguien había pintado encima de la puerta ‘Nosotros los monos’”. El motivo se vuelve una zoología selvática de gorilas que combaten con monos. El cuento de Abrevaya habla de esas pintadas que poco a poco invadían la ciudad hasta transformarla en una pintada peronista. Algo parecido ocurre con el relato de Miguel Gaya, pero esta vez lo que invade la ciudad es el fantasma de un viejo camión que ha servido de altavoz del peronismo en todas sus etapas y que vuelve, siempre vuelve, porque jamás se fue. Fantasmas que replican en la narración de Dámaso Martínez. O en la búsqueda entre escombros patrios de Mario Goloboff, manchados de lirismo. O en el contrapunto perfecto enhebrado por Marcelo Luján, donde después de la pelea del Mono Gatica, y su derrota en el primer round, con Ike Williams, una noche de Reyes, el 5 de enero de 1951 en el Madison Square Garden, se convertiría en una noche nefasta, ya que Perón, que estaba en la otra habitación escuchando la pelea, debía comunicarle a su mujer el último parte médico que, evidentemente, no era bueno.
El espiritismo es una voz. Es lo que capta el cuento de Alejandro Tarruella: “¡Compañeros! Llamó el general en persona, le escuché la voz y era él”. El peronismo comienza siendo la voz del General.
Al espiritismo -lo he visto de chico en alguna reunión espírita- es proclive a una cartografía entre celestial y megalómana. En esa ocasión, bajaron los espíritus de San Martín y Belgrano. El cuento de Virginia Feinmann lo cuenta perfecto: “¡Queremos hablar con Perón!… La copa se movió”. Sí, se trata del Movimiento.
A través de estos relatos pasan setenta y cinco años de historia. La fiesta, la caída, la resistencia, el regreso, el triunfo. Incluso la utopía territorial, en que Perón recupera las islas Malvinas, como sucede en el fantástico relato de Carlos Piñeiro Iñiguez. El general se transforma en un superhéroe de historieta y hasta se desliza al género de la parodia en el cuento El robot argentino, de Leonardo Killan, que inventa el robot de fabricación nacional.
Como ante toda enumeración, el lector dispone de la licencia de leer tanto las presencias como las omisiones. Pero ¿qué escritor argentino de mi generación, e incluyo a los otros autores citados en este prólogo, no ha pasado por ahí?