Desde Río de Janeiro
En la noche del miércoles José Serra dejó de ser ministro de Relaciones Exteriores del gobierno surgido a raíz del golpe institucional de mayo del año pasado. Ha sido el octavo de los ministros de Temer a dejar el cargo en nueve meses. Hipocondríaco radical, Serra alegó razones de salud. Esta vez, sin embargo, parece que se trata de algo real: con problemas cervicales, la secuencia de viajes –indispensables para un ministro de Relaciones Exteriores– se había transformado en un tormento.
Serra vuelve a su escaño en el Senado, y con eso las posibilidades de que sea el postulante de su partido, el PSDB, a las presidenciales del año que viene se reducen a polvo. Los otros dos aspirantes, el actual gobernador de San Pablo, Geraldo Alckmin, y el senador (y principal cabecilla del golpe institucional contra Dilma Rousseff) Aécio Neves, salen fortalecidos.
Los tres tienen, además de su intensa participación en el golpe institucional diseñado por Aécio Neves y el ex presidente Fernando Henrique Cardoso, y ejemplarmente ejecutado por el entonces presidente de la Cámara de Diputados y actual habitante de una cárcel, Eduardo Cunha, la característica de haber sido derrotados por el PT en sus intentos de alcanzar el poder por la vía legítima de las urnas electorales.
Cuando el golpe se consumó, Serra quiso ser nombrado ministro de Hacienda. Al verse ignorado, intentó el de Planificación. Al final, tuvo que contentarse con el de Relaciones Exteriores, de escasa visibilidad electoral y escasísimo peso político.
Se esperaba que a la primera oportunidad saltara del barco. Insinuó, en varias ocasiones, que lo haría. Los problemas en la columna cervical permitieron que saliese del gobierno sin demostrar su malestar por sentirse relegado a un puesto que no le permitió ejercer sus habituales presiones y lucir su absoluto desconocimiento del significado de la palabra lealtad.
Los nueve meses como canciller del gobierno Temer, en todo caso, le permitieron destartalar toda la política externa diseñada e implantada durante las dos presidencias de Lula da Silva y mantenida, mal que bien, por Dilma Rousseff. Si Lula llevó a cabo, a través de su canciller Celso Amorim, diplomático de fértil y sólida carrera, una política externa “activa y altiva”, José Serra no perdió un solo instante a la hora de destrozarla.
El balance de sus nueve meses al frente de la cancillería es claro: paralizó, con el claro respaldo del gobierno de Mauricio Macri, el Mercosur, y de paso expulsó, literalmente, a Venezuela, un socio incómodo para Brasil y Argentina. En un primer momento, y lo dejó claro con palabras y acciones, la idea era abandonar bloques y uniones regionales y sumarse a Washington, siguiendo lo que hacían Chile, Perú, México y Colombia. La llegada de Donald Trump y su abandono de la nonata Alianza del Pacífico lo dejaron sin norte ni rumbo.
En su periodo de canciller a acompañó Michel Temer en algunos viajes internacionales. La experiencia le sirvió para confirmar que, a excepción de Mauricio Macri, ningún otro mandatario le dio al presidente brasileño la legitimidad tan aspirada.
Ah, sí, claro: de paso, le quitó casi totalmente la relevancia de Brasil en el BRICS, el grupo integrado por países que ni siquiera supo identificar al asumir la cancillería (fue necesario que el reportero le aclarase que se trataba de Brasil, Rusia, India - hasta este punto, el entonces flamante canciller iba bien; empezó a tropezar con el alfabeto… - China y Sudáfrica).
De paso, Serra le hizo a Temer un favor especial. Involucrado en jugosas denuncias de haber sido beneficiado por dinero de corrupción, al abandonar el gobierno cambia el foco de las investigaciones: ya no se trata de otro ministro más acusado de corrupción, sino de otro senador más, entre tantos.
No se sabe quién será el indicado por el presidente para sucederlo. En la cancillería existe la firme expectativa de que, luego de tantos desastres creados por la voluntariosa e incontenible torpeza del que sale, se nombre a un diplomático da carrera. Tratándose de Michel Temer, sin embargo, lo único seguro es que nada es seguro: podrá tranquilamente subastar la cartera de relaciones exteriores a cambio de las relaciones interiores de su gobierno con el Congreso de peor nivel político, moral y ético de las últimas décadas.
A propósito del gobierno de Temer, ayer se conoció al sucesor del truculento Alexandre de Moraes en el ministerio de Justicia: el diputado Omar Serraglio, de expresión casi nula en la Cámara, pero que trae en su exiguo currículo haber sido un esforzadísimo defensor de Eduardo Cunha. Serraglio luchó hasta el final para que sus pares no lo expulsasen de su escaño. Pese a su fracaso, es necesario reconocer que dio combate hasta el final. Hizo lo que pudo para impedir que su líder fuese a parar en donde está: una celda en Curitiba, capital de Paraná, la misma provincia de donde salió alguna vez el obscuro Serraglio para ocupar un ministerio en un gobierno nacido de un golpe que contó con su discreta (por insignificante) colaboración.
De una cosa nadie podrá acusar, con justicia, al gobierno de Temer: ser imprevisible. Nada más fácil que prever que, entre las peores alternativas, elegirá siempre la más mala.