–No te asustes –me dijo Sol ni bien abrí la puerta. Siempre me había parecido la más hermosa de mis amigas, y en nuestras mejores épocas, la admiraba porque tenía un don único: transformaba los momentos insípidos de la vida en aventuras extraordinarias.  

Una vez se le ocurrió que nos rateáramos del colegio y nos fugáramos a Puerto Pirámides. Allá nos instalamos en la casa rodante de una artesana que se llamaba Madre Tierra y a pedido de Sol nos consiguió un trabajo de guías turísticas. Fueron unos días magníficos. A la mañana dormíamos. Por la tarde paseábamos a extranjeros y los llevábamos a hacer avistaje de orcas. Fumábamos flores a escondidas y mirábamos pasar a las ballenas con una sonrisa pintada en la cara. Después, caíamos en el punto de reunión donde empezaba la noche, el Chapón, un lugar un poco sórdido, regenteado por unos tipos grandes, medio marginales, que al principio me asustaban. Fueron ellos quienes nos enseñaron a encender fogones y algunos otros trucos. Cada cual vivía en su propia burbuja de realidad, pero compartíamos la pureza del sol y la ciclotimia del mar, a veces revuelto y lleno de rabia, a veces plácido y amable. Nos recuerdo tiradas boca arriba bajo el rocío del alba, una hora en que la felicidad se parecía al sigilo de un animal salvaje: amanecíamos siempre en la playa, extasiadas. Sol me decía que yo había resultado ser “una tímida muy osada”. 

La última noche se había levantado un viento fuertísimo, nos desnudamos y corrimos hacia el mar. En las olas había reflejos azules, y cada vez que una rompía desataba algo parecido a un pequeño rayo fluorescente. Sol empezó a tirar agua hacia arriba y hacía saltar luces. Las noctilucas encendían la noche, caían y escapaban velozmente, dejando una estela de burbujas brillantes en la espuma. Nos tocábamos el pelo y el fulgor quedaba impregnado en nuestros dedos. Miré a Sol y estaba como en trance, sonriendo con los ojos cerrados, tan hermosa que me dieron muchas ganas de sacarle una foto y salí buscar la cámara. Empecé a caminar hacia la orilla, y cuando alcé la cabeza distinguí de repente los faroles de cuatro camionetas enclavadas en las dunas. No entendíamos nada cuando nos gritaron que era el Grupo Halcón. Todo sucedió de manera vertiginosa, sin que supiésemos bien lo que estaba pasando. Los policías nos trataron como si fuésemos dos célebres actrices. Supimos después que el padre de Sol, un juez importante, había movido todos sus contactos y nos buscaban incluso los Carabineros de Chile porque temían que hubiésemos cruzado la frontera. Sol se reía a carcajadas. Aún permanecíamos conmovidas por la magia de las noctilucas. Al final, no pude agarrar la cámara. De los momentos importantes del pasado no tengo foto.

A fines del 94, en el colegio le negaron la matrícula para el año siguiente. Era una forma de expulsarla porque se enteraron de que estaba embarazada del preceptor. Todos lo veían como un degenerado porque él tenía treinta y ella dieciséis, pero yo lo veía como un boludo importante que se la pasaba cantándole baladas con una guitarrita. De hecho, Sol lo dejó al poco tiempo en un rapto de decepción. Sus padres le prohibieron abortar porque era muy católicos, del Opus Dei. Y a la nena que nació le pusieron María Auxiliadora: el nombre del colegio. 

Poco después de cumplir diecinueve dejamos de vernos. Sus padres la llevaron por la fuerza a hacer un tratamiento para rehabilitarse de las drogas. La trasladaron a un centro llamado “Granja de la Esperanza”, lejos de la ciudad, y la depositaron en manos de un equipo de psicólogos católicos expertos en adicciones.  Para entonces ya había sido mamá de su segunda hija: Ramona. La había tenido con un chico de ojos desmesurados que parecía desnutrido, Nazareno, un dealer que siempre nos llevaba a retirar sus mercancías al Patronato de la Infancia, en San Telmo, un lugar que estaba tomado. A Nazareno lo había conocido una madrugada de relámpagos. Salimos de un pub y se ofreció a llevarnos en su moto. Una semana después ya eran novios y Sol le usaba la moto para pasarme a buscar. Me gustaba la manera en que arrancábamos gritando furiosamente al viento como si fuera el fin de mundo, las carcajadas de Sol en el aire y las cosquillas que me hacía sentir cuando desaparecíamos en medio de una nube de polvo amarillo. Tampoco de eso tengo foto.

Parece que en “la Esperanza” lograron que dejara de consumir, nunca supe bien hasta cuándo. Años después, cada vez que Sol hablaba de sus días la granja lo llamaba “mi trip cristiano”. Fue muy duro para mí dejar de verla. Las semanas se me hacían largas y poco diferenciables. Me faltaba mi mejor amiga, y el mundo sin Sol me parecía aburrido y amargo. Pero un día me harté de mí misma y de la nostalgia inútil, y decidí concentrarme en hacer cursos de fotografía. Creo que sacar fotos fue una excusa para salir de casa. Al poco tiempo me puse de novia, empecé a convivir con mi pareja y conseguí un trabajo. Quizá sea que después de un gran dolor, una se vuelve más formal. Algunas veces, en los años que siguieron, tuve la extraña impresión de que mis recuerdos con Sol se estaban convirtiendo en imágenes parecidas a reliquias de una época remota: formas puras, de una deslumbrante belleza, pero como objetos de alguna joyería de hace mil quinientos años, pertenecientes a un gusto del que ya se han perdido las referencias. Es raro lo distante que se puede volver, con el tiempo, la sensibilidad de nuestra adolescencia. 

Un día de abril de 2002, con Mariano, mi pareja, caminábamos por el centro. Habíamos ido a la redacción de la revista, a reclamar por enésima vez los cheques que nos quedaron adeudando después de la crisis. Salimos discutiendo a quién pedirle prestado para pagar el alquiler, y al llegar al Obelisco nos chocamos con una situación extraña. Subido a una escalera metálica, un tipo con unos anteojos de diseño vociferaba instrucciones a través de un megáfono: que se tiren al piso; que miren para arriba, no, para abajo; que levanten los brazos, no, que se acurruquen. Y en eso, de entre medio de cientos de personas apretujadas en el suelo, emerge la figura de Sol, completamente desnuda, como todos los demás.  Muerta de risa nos cuenta que le había llegado un sms con una convocatoria para esa obra de un tal “Spencer no sé cuánto”, y nos presenta a un amigo que parecía querer darle profundidad al asunto, explicándonos que el espíritu de la obra consistía en retratar la vulnerabilidad de los seres humanos, inermes ante la arquitectura opresiva de la urbe. Recuerdo que a Mariano todo aquello le pareció de una frivolidad inaceptable en esa época de penuria económica, y en un momento lo interrumpió bruscamente:  

–¿Esto es arte?  

Sol no le daba ni bolilla a lo que ellos hablaban.  

–Me parece genial esto de estar todos juntos en bolas. Es muy festivo y seguro que vamos a terminar enfiestados –me susurró mientras miraba, chispeante, los cuerpos despatarrados alrededor.

Antes de irme, apurada por Mariano, le pregunté por las nenas y me contó que había tenido otra: Consuelo, hija de un español que se había vuelto a España porque habían levantado la filial de la multinacional en la que trabajaba. Ella estaba viviendo con sus hijas en General Rodríguez, en la quinta de sus padres, a la espera de alguien que volviera a conmoverla “hasta la última fibra”.

Dos o tres años después, caminaba una tarde por Plaza Francia, hacía calor, y al pasar por el costado del cementerio vi a una beba tirada sobre una frazada. Resultó que a pocos metros estaba Sol, envuelta en una túnica blanca, y un poco más allá su pareja del momento, Joao, dando una clase de capoeira a la gorra. Le pregunté si seguía viviendo en General Rodríguez y respondió que no, que había tenido problemas con sus padres por estar en pareja con un negro. Ella y Joao recién llegaban de Brasil, donde había nacido la nena: Oxum. La beba lloraba mientras Sol le cambiaba los pañales y me contaba que en el parto anterior no le había agarrado la anestesia y el imbécil del partero no le había creído y le dijo que era una “exageración femenina”, por lo cual ella había sentido “absolutamente todo el dolor” de la cesárea, así que esta vez había optado por parir de una manera gozosa, en medio de la selva del Amazonas, colgada de una rama, asistida por una comunidad umbanda a la que Joao pertenecía. Hizo una contorsión inexplicable, y me mostró un tatuaje que le ocupaba toda la espalda: una diosa negra, desnuda, con una corona y una máscara, escoltada por un puma y un león. A mí me resultaba difícil concentrarme en el dibujo porque la espalda de Sol era una llaga al rojo vivo, llena de heridas purulentas. Me contó que Joao se lo había hecho con la técnica de “escarificación”, que le iba cortando y sacando largas tiras de piel y carne con una navaja:

–Así es el amor –dijo–: Todo o Nada.  

Miré a la beba tirada en la frazada y me invadió una urgencia incómoda. Me despedí de todos ellos pensando que me hubiera gustado aprovechar que llevaba la cámara para hacerle una foto a Sol, pero la escena me había parecido tan bizarra que no pude.  

En 2008 me pidió amistad en Facebook. Apenas la acepté, subió una foto de nuestra adolescencia con una línea que decía: “Tania, mi mejor amiga”. Aparecíamos asomadas a las ventanas de un auto y atrás un cielo de amanecer. Me acordé de cuánto disfrutábamos, allá, muy alto, muy arriba, y lo sentí no sin cierta melancolía porque hacía pocos días había cumplido treinta y me había separado. Recuerdo haber permanecido unos momentos como absorbida en la foto, lamentando que en la imagen no se viera lo que yo veía en Sol. Nos pusimos a chatear y terminamos hablando por teléfono durante más de dos horas, acordándonos de tal y cual persona, y las cosas que Sol rememoraba me hacían llorar de risa, hasta que le dije que sí, obviamente, que nos encontráramos.  

La mañana que quedamos en vernos, abrí la ventana y comencé a toser. Veía el cielo lleno de una extraña niebla, de un gris oscuro y denso, enfermizo. Desconcertada, encendí la tele y puse un canal de noticias. Hablaban de unos 300 operativos para apagar los incendios provocados por una quema masiva de pastizales en el Delta. Ese olor desagradable, como a goma quemada, se incrementó cuando salí a la calle. Recuerdo mucha gente haciendo cola para comprar barbijos, y un clima general de mal humor. De milagro conseguí distinguir una lucecita roja y estiré la mano. El taxista me habló de la cantidad de accidentes de tránsito que se estaban produciendo por la falta de visibilidad:  

–Por eso cortaron varias rutas. Esta vez son piquetes atmosféricos–dijo. Lo recuerdo porque en ese momento recibí un mensaje de Sol para cambiar el lugar de la cita. Decía: “Mejor en el salón de té del Jardín Japonés”.  Lo hice doblar al taxista de golpe y casi chocamos. Eso me hizo sentir todavía más molesta con Sol por ese cambio a último momento. Sin embargo, al llegar comprobé que su capricho no estaba tan mal: adentro del Jardín Japonés no había humo.  

Me senté a esperarla, junto a una ventana redonda por donde veía unos árboles de hojas rosadas y rojas. Sol llegó unos minutos después. Nos abrazamos. Pidió disculpas y dijo que había ido al Jardín Japonés a averiguar por un taller de paisajismo acuático. Ni bien se sentó, lamenté no haber llevado conmigo la cámara. La veía de perfil, mirando hacia la ventana, y ella y el lugar componían una imagen perfecta, de una belleza absoluta y hermética, impenetrable. Luego, inclinada sobre el té, tomando cucharaditas lentas y distraídas, me contó que acababa de superar una depresión:

–No me quiero hacer la víctima, pero todos esos meses soñé con un tipo, un empleado de papá, que se limpiaba las uñas con un cuchillo y me preguntaba: ¿Qué es de tu vida? ¿No te parece que sobra?  

Verla así me produjo una especie de compasión distante. Pero algo se transformó cuando Sol, tras revolver y hartarse de buscar, dio vuelta su carterita sobre la mesa y descubrí que llevaba exactamente lo mismo que diez años antes: el llavero de la Marilyn de Warhol, un paquete de chicles de menta sin azúcar, los kleenex, un delineador de ojos y un pastillero ruso. La miré con ternura. Tomó su pastilla y nos quedamos un rato en silencio, contemplando los árboles a través de esa ventana redonda. Cuando salimos de la Casa de té, ya era otra Sol: su voz se puso astuta y cortante. Fue el único sonido durante un buen rato:

–La tristeza es una condición de inferioridad del corazón humano. Por eso no me la permito más de media hora.

Mientras cruzábamos un puente curvo y rojo, me señaló una estatua en homenaje a los guerreros samurái:

–Todo el imperio amoroso está basado en las historias trágicas, y ellos lo saben muy bien.  

Asomada a la baranda, observando unos cuantos peces Koi que pululaban por el lago, me contó que había soñado con una pecera con personas adentro: 

–Eran sobrevivientes de un desastre submarino, como son todas las grandes pasiones. Esperaban que alguien los rescate, como quien espera cura.   

Dijo que le había contado el sueño a su analista y él lo interpretó de un modo tan idiota que tuvo que decirle que no se preocupe, que a todos sus sueños los acompaña una secreta certeza que nunca se altera:  

–Nada significa nada, por más grave que sea. –Y agregó–: Vos que me conocés lo sabés: yo amo las cosas desnudas, sin interpretación.

Habíamos llegado a una pérgola, nos miramos y sonreímos. Fue un momento de profunda cercanía y comprensión total. Pero a la vez intuí que ese instante de unión y complicidad iba a quedar como punto de comparación para atormentarme más tarde, cuando sus ojos ya no me devolvieran esa fuerza luminosa. 

Semanas despué me llamó por Skype a las once de la noche. Acepté la llamada y la vi aparecer con un vestido de fiesta con un tul violeta, tipo hada. Se llevaba la mano a la frente como protegiéndose del brillo de unos focos que acomodaba una mucama con trajecito subida a una silla. Oxum, su hija menor, divina, con unos rulos afro increíbles, entró en cuadro. Sol la alzó y la hizo saludarme, con actitud de conductora de programa para niños, y la nena me saludó con algo en la mano que parecía ser un porro. Al fondo alcancé a distinguir a los padres de Sol parados en el pasillo. Juan Carlos, con la misma sonrisa seductora e irónica, y Dora, elegante como siempre, pero en una versión más deslavada que antes y con esa rigidez de las sucesivas cirugías. Hablaban sobre el precio de los caballos en Mónaco. Oxum pasó caminando entre sus abuelos, y eso es lo último que recuerdo hasta que Sol me dijo que quería pedirme que la acompañara a un médico cierto día y a cierta hora de la semana siguiente. Le contesté que me iba a fijar, porque creía tener algo agendado, pero ella se acercó a la camarita y susurró:  

–Respondé por sí o por no: “todo lo que se diga de más viene del Diablo”. Lo dijo San Mateo. Lo aprendí en mi trip cristiano.

A la semana siguiente pasó con un taxi. Tenía turno a las cinco de la tarde y llegaba a mi casa a las cinco menos cinco. Por el camino comenzó a contarme que estaba saliendo con un tal Lolo. Ya por el nombre la cosa empezaba mal. Dijo que un par de meses antes se habían encerrado dos semanas en una cabaña, que no pararon, que nunca se cuidaron, que no se habían planteado lo de los hijos. Cuando bajamos del taxi, la saludaron dos señoras, una llevaba un cartel que decía: “Muerte a la yegua”. Seguimos caminando y resultó que más atrás había una aglomeración de gente. Muchos agitaban banderitas argentinas y empezaron a cantar el himno nacional. Sol me señaló la puerta de un edificio y me dijo que el consultorio era ahí. Le pedí que se apurara mientras trataba de ir abriendo paso entre las cacerolas; pero de pronto gritó que se le acababa de caer una cadenita que para ella era “re importante”, y se agachó a buscarla. En eso llegó el móvil de un canal, todos empujaron para ir hacia ese lado y se armó una avalancha. En una pequeña rondita que se había formado, la cámara le apuntaba a un chico de bermudas y zapatos náuticos, que dijo algo así como que ellos no querían ser Cuba y remató “¡Viva el campo!”. Me di vuelta y casi me desmayo; frente a mí, los padres de Sol. Dora me saludó cordialmente pero sin acercarse, y Juan Carlos me dio un beso y me miró con cierta perversión.  

–¿Te acordás cuando te comiste el corderito? –me preguntó. Pero ninguno de mis músculos faciales se movieron cuando su mirada irónica buscó en mi rostro alguna confirmación de su chiste. 

Me despedí y me alejé de esa marcha como quien huye de un cocktail multitudinario, hasta que algo se colgó de mi cintura, miré hacia abajo y por suerte era Sol, que se mantuvo escondida detrás de mí hasta que llegamos al edificio. Apenas subimos el ascensor, me dijo que tenía náuseas, y que ya no veía la hora de abrir las piernas, poner los pies en los estribos y que la duerman para hacerle el aborto. Ni siquiera me había avisado a qué íbamos.

En la sala de espera, recordé que de todos los animales que tenían en la quinta, mi preferido era el corderito, siempre me acercaba a acariciarlo. Un día, en pleno almuerzo, Juan Carlos me dijo que mirara hacia el lugar donde solía estar el corderito, y ya no estaba. Entonces me preguntó si sabía qué era esa carne deliciosa que acabábamos de comer. Fui a vomitar y lloré todo el fin de semana.

Por la noche, al salir del consultorio con Sol tomada de mi brazo, como cuando éramos chicas, le pregunté cómo estaba y respondió:  

–Tengo un problema con la alteridad. Cuando estoy con otro no sé quién soy, me despersonalizo.  

Entonces empezó a hablar de Lolo: que lo había conocido en un boliche swinger, pero él era hare krishna, y por suerte no la había contagiado, porque hacía poco había descubierto que tenía VIH, pero no se trataba, porque estaba convencido de que “el cuerpo es sólo un envase que el alma abandona”. Ella ni le había dicho del embarazo y el aborto porque no quería “estresarlo”. Pretendía que yo la acompañara a visitarlo a un hospital en San Justo, donde lo habían internado por una angina. Suspiré desesperada y le respondí que le iba a pedir a un remise que la lleve a la quinta, que se acostara, tomara el analgésico y se quedara un poco quieta. Sol se rió de sí misma. Dijo que nunca maduraría, que deberían probar de ponerla en una incubadora. Al llegar a mi casa, agotada, pensé que después de esa aventura necesitaba descansar de Sol por un tiempo. Y así lo hice, durante varias semanas ella me buscó por teléfono, por chat, por mail, y yo no me di por enterada.  

Lo que sigue ocurrió exactamente dos meses después, el 15 de septiembre. “Lunes negro”, le llamaron los diarios del mundo: de la debacle subprime a la crisis financiera global. Con efecto dominó, todos los mercados se habían ido desplomando en minutos como las Torres Gemelas. Para mí también fue un lunes negro. Pasada la medianoche, me tocaron el timbre y era Sol. La recuerdo parada en la puerta, con su mochila de cuero. Se acomodó en una punta del sillón y me pidió que le sirviera un whisky. Sacó de su mochila un cuaderno y empezó a contarme sobre un diario íntimo en el que iba anotando sus sueños y recuerdos. Su nuevo psiquiatra le había aconsejado hacer eso. Pero lo único importante, me explicó, era que ese cuaderno contenía información delicada sobre su padre. Yo tenía que guardarlo bajo llave y hacerlo público en caso de que a ella le pasara algo.  En ese instante se largó a llorar, y balbuceó que el motivo de la última pelea con Juan Carlos había sido que él no aceptaba a su nuevo novio, Gildo, un militante de ventipico a quien conoció por la calle. Después se largó a llorar de nuevo y susurró:  

–Quisiera que no me hubieran pasado muchísimas cosas... Sobre todo cuando era chica. A veces papá se acostaba en mi cama y me pedía que lo toque. 

No sé por qué, pero no me sorprendió. Me senté junto a ella y apoyó su mejilla en mi hombro hasta que dejó de llorar. Y por supuesto, fue imposible decirle que no cuando me preguntó si podía “refugiarse” unos días en casa.  

Esa mañana la encontré en la cocina preparando café. Se reía, no me acuerdo de qué, era temprano. Pasadas las nueve salí a trabajar. Le avisé que tenía una producción que iba a durar todo el día. Cuando volví, a las once de la noche, abrí la puerta y dijo:  

–No te asustes. En su mano derecha había un arma, y a su cabeza le faltaba un pedazo. Se había disparado en diagonal y la bala había entrado, había salido y se había incrustado en la pared del pasillo de mi departamento. En la ambulancia, de a ratos me sonreía, con una sonrisa dulce y desenfocada, totalmente impersonal, sumida en una calma insondable.  

La última vez que nos encontramos llevaba un pañuelo en la cabeza. Dijo que se había acostumbrado a usarlo y no le molestaba. Si mirabas con atención el costado derecho, entre los mechones rubios y la tela, se le notaba un poquito la placa de platino que le pusieron para completarle. En un momento nuestras miradas quedaron aisladas del mundo, brillando en la penumbra: 

–Ya no necesito estar con alguien –dijo–, con ningún tipo: Aprendí a estar sola.      –Yo le sonreí mientras ponía el punto de foco en sus ojos, sosteniendo la cámara con las dos manos, medí la luz en su piel y ajusté la apertura y la obturación. Dejé de respirar para evitar vibraciones, y disparé. 

Siempre había querido retratarla como era. Pero creo que logré captarla justo como estaba empezando a ser. Tal vez hubiera perdido buena parte de su delicadeza femenina, pero había adquirido algo muy superior: una belleza dura, que salió de su indefinida crisálida tan misteriosamente como salta la mariposa del capullo en el instante de su transfiguración, cuando abre los ocelos de sus alas.