La historia de una amistad entre un chico intersex y una mujer atraviesa de principio a fin la nueva novela de Gabriela Massuh (San Miguel de Tucumán, 1951). El Topo y María, suerte de álter ego de la autora, habitan una ciudad de Buenos Aires arrasada por negociados inmobiliarios, militarizada, presa de funcionarios que hablan una jerga de eslóganes: “Vamos todavía”, “Juntos podemos”, “Estamos trabajando para mejorar tu ciudad”. En Degüello, cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. A partir del asesinato de un funcionario de doble o triple apellido, se desata en ese escenario una cacería que obligará a los personajes a buscar refugio en medio de la naturaleza.
En su cuarta novela, Massuh recupera la tradición de la literatura social, que hasta hace algunas décadas tenía su importancia en el país. “El arte se comercializó excesivamente –dice la autora-. De las artes en general, las artes plásticas son las que mueven más dinero. Se han convertido en un brazo armado del capitalismo. Y hay un espíritu crítico que desapareció. Yo no lo busco por estar a favor del espíritu crítico en sí, sino porque el espíritu crítico consuela. Cuando alguien que analiza la realidad y te da en un nervio y te ayuda a pensar, eso consuela”. En ese sentido, Degüello puede ser leída como un antídoto y, a la vez, como un archivo de las formas del poder en los años recientes.
-¿Por qué decís que te sentís en riesgo con la publicación de tu libro?
-Por un lado, me siento en un riesgo histórico, porque no es una novela que esté a la altura de lo que en este momento es la novela argentina, que es un poco menos enfática. La novela vuelve atrás, vuelve a los años sesenta, setenta. Es una novela que quiere decir algo, para no hablar de que es una novela comprometida. Por el otro, es un riesgo el tema en sí, porque es un tema que podríamos calificar de político; es mi punto de vista sobre la destrucción del núcleo urbano de la ciudad, como núcleo de la modernidad de la convivencia urbana, que en Buenos Aires se siente notoriamente. Es un fenómeno mundial, por supuesto, pero en Buenos Aires se siente mucho. Entonces, exponer de esa manera en una novela mis ideas o mis sentimientos me hace sentir como a la intemperie.
-Es una novela que en un punto está aislada, que no hace sistema con otras.
-En este momento, dentro de lo que estoy leyendo ahora, me parece que no. Si tomo concretamente a tres escritoras que admiro muchísimo -casualmente son mujeres-, que son María Sonia Cristoff, Mariana Enriquez y Ariana Harwicz, mi novela no dialoga con las de ellas. Sin embargo, las leo con ganas y fruición. Siento que ellas están en una especie de contemporaneidad a la que yo no adscribo, no por falta de voluntad, sino por no poder, por impotencia. Esa contemporaneidad sería, en síntesis, escribir con menos énfasis.
-En la novela, sin embargo, el énfasis se atribuye a lo masculino.
-Es cierto. Hay una especie de voluntad de los personajes de no querer ser enfáticos para no imponer. Es como ese poema de Borges que dice: “Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen”. Es esa cosa de Borges de evadir el énfasis, que yo intento infructuosamente. Todo lo que escribo es lo que pienso. Siempre tengo miedo de meter la pata y me obsesiona esa solemnidad del énfasis. Estoy permanentemente tratando de evitar ese énfasis, con muy poco éxito, porque creo que Degüello es una novela enfática.
-El Topo, uno de los protagonistas, es una especie de Tiresias porteño, un personaje interserx.
-Necesitaba crear un personaje no para esta novela en particular, porque podría haber sido cualquier chico, pero me daba vueltas toda esa polémica de género, el Ni Una Menos, la independencia. Siempre me pareció que el debate estaba demasiado atado a ciertos cánones casuísticos, cánones teóricos, que no tenían que ver con el verdadero problema del género, o el verdadero mandato de masculinidad, por ejemplo. O tenían poco que ver con lo que describe Rita Segato del género, lo masculino y lo femenino como superándose a sí mismos y como vertientes teóricas de la realidad social.
No necesariamente la división hombre-mujer, sino el conflicto entre un principio masculino que es el del poder, el de la acción, el de la sumisión, el de la violación, y un principio femenino que es el de la tierra, el recibir, la tolerancia. Necesitaba un personaje que lo pudiera superar, que saltara por encima de eso.
-¿A qué te referís con “cánones casuísticos”?
-Al canon de los casos específicos, por ejemplo, la mujer sometida y el varón sometedor. El poder del erotismo va mucho más allá de ese tema. También hay algo de eso en el personaje del Topo, donde hay una comunión erótica con otra cosa que no son los cuerpos humanos. Toda su comunión con los caballos, con el río, la montaña, es de un erotismo muy fuerte, aunque no esté expresado así. Y además es un personaje que tiene conciencia de la pérdida de la naturaleza, y por eso el amor irrefrenable que siente.
-¿Los discursos sociales sobre el feminismo están todavía muy atados a ciertos estereotipos?
-Eso creo. Leía en Twitter a amigas que propulsaban la equidad de género en Diputados y Senadores con mucha insistencia. Me parece que sí, que hay que insistir, pero no se trata de igualar la cantidad de hombres y mujeres que haya, sino de superar un mandato, que es el mandato masculino. Entonces, con esa aspiración a igualar un número estás transmutando o cambiando el número por eventuales masculinidades. En este momento, es mucho más “de la mujer” o más femenino pelear por la salvación del planeta. Eso me parece más importante: volver a las raíces de la mujer como amparadora, nutriente, tejedora, habitante del hogar. Estoy siendo totalmente retrógrada con lo que estoy diciendo, me imagino a las lectoras de Las 12 leyendo esto y me van a querer matar. Preferiría recurrir a una conciencia política que partiera de esta necesidad de salvaguardar la tierra, las especies, la dimensión del hogar, la transacción, los alimentos no contaminados, que partiera de todo esto y no del número, no de aspirar a convertirse en funcionario público.
-¿Por qué le dedicaste la novela a la intelectual e investigadora Norma Giarraca, que falleció en 2015?
-Norma tenía una noción de la política que, por un lado, se parece mucho a la de Josefina Ludmer en la literatura. Norma entendía los movimientos sociales, entendía los movimientos autonomistas, así como Josefina entendía mucho una literatura posautónoma. En mi cabeza tengo una división entre Beatriz Sarlo, que es el Estado-nación, es Adorno, es todo lo que es jerárquico, masculino, si se quiere, y Ludmer, que es la literatura posautónoma, el margen, siempre buceando en buscar otras formas de legitimidad y, si se quiere, otras formas de poder diferentes; una legitimidad que está en el borde, que busca otras formas políticas, otras formas de convivencias que no sean autoritarias.
-¿Cómo mediste el hecho de escribir acerca de la actualidad social y política, con claras referencias al gobierno de Cambiemos?
-Ese es otro gran riesgo de la novela, porque el hecho de trabajar con la actualidad implica que la novela se va a desactualizar muy rápido. En dos o tres años va a ser imposible de leer. Esa hiperactualidad en gran angular tiene que ver con la asfixia que me produce el no tratamiento de ciertos temas en los medios y en la opinión pública. Por ejemplo, en los años setenta y ochenta, hubo una gran discusión sobre el tema urbano, con Adrián Gorelik, con Sarlo, con Juan Manuel Borthagaray. Había arquitectos que polemizaban sobre qué hacer con Puerto Madero, si valía la pena o no. El tema de qué ciudad queríamos era recurrente. En el suplemento de Arquitectura de Clarín leías eso todo el tiempo. Y eso desapareció en primer lugar en los años noventa, con los grandes desarrollos inmobiliarios, volvió a reaparecer un poco durante el gobierno de Fernando de la Rúa, y luego en los años 2000 se terminó, en el momento en que se gestó lo que es el extractivismo urbano, esa forma última del capitalismo que no es más que el comercio de los últimos recursos. En la ciudad no hay soja, no hay minería, pero hay tierras y espacios públicos. Cuando se comenzó con esta fuertísima especulación inmobiliaria, esa discusión se terminó. A partir de 2006, esta asfixia de la que hablaba se hizo cada vez mayor, hasta que una vez me prohibieron una nota en un diario muy importante. Ahí me di cuenta de que no se podía escribir sobre esto en ningún lado. Entonces escribí El robo de Buenos Aires, que fue una manera de consolarme, un consuelo un poco triste, porque un ensayo no puede abrir una polémica, un diario sí. La pérdida de la ciudad es progresiva.
Esa hiperactualidad en gran angular tiene que ver con la asfixia que me produce el no tratamiento de ciertos temas en los medios y en la opinión pública. Por ejemplo, en los años setenta y ochenta, hubo una gran discusión sobre el tema urbano, con Adrián Gorelik, con Sarlo, con Juan Manuel Borthagaray. Había arquitectos que polemizaban sobre qué hacer con Puerto Madero, si valía la pena o no. El tema de qué ciudad queríamos era recurrente.
-¿Creés, como los personajes de la novela, que los medios son cómplices de los procesos políticos?
-Son los diarios, sobre todo, y no todos, hay que decirlo, porque hay muchos que sí hablan de este tema. Hay una especie de complicidad casi comercial, porque se atienen mucho a quiénes son los anunciantes y los políticos que se encargan de financiar ciertas cosas. Creo que Horacio Rodríguez Larreta, nuestro jefe de Gobierno de la ciudad, es el más blindado de todos los funcionarios, por cuestiones políticas. Hay un montón de causas, anomalías, discrepancias, críticas, que se le podrían hacer, pero que él se encarga de que no aparezcan con una pauta publicitaria muy alta que nadie sabe de cuánto es, pero que parece que es mucho más alta que lo que Nación invierte en publicidad. Se habla de cuatro millones de pesos por día sólo en publicidad de la Ciudad.
-¿Tenés un recuerdo del estado de ánimo que tenías mientras escribías la novela?
-La escribí en un estado de ánimo oscuro. Es totalmente anticomercial lo que estoy diciendo, porque nadie va a comprar una novela sobre la que la autora te diga que la escribió en un estado de ánimo sombrío. Mientras le contaba a Fabián Lebenglik [editor de Adriana Hidalgo] que estaba escribiendo la novela y cómo me sentía, me dijo que ese sentimiento era acorde a los tiempos que corrían.
-¿Sos optimista respecto de la organización social para frenar esta depredación?
-Hay algo que me da cierta alegría. Tengo dos anécdotas que me conmovieron profundamente y que tienen que ver con todo esto. Una pasó en un colegio religioso de Buenos Aires, en el que las chicas recibieron una reprimenda por ir con faldas muy cortas. Entonces, al día siguiente, los varones de la escuela fueron todos con minifalda en solidaridad con ellas. La otra anécdota me la contó una amiga joven, que tiene una hija de cinco años. La nena vino indignada del colegio, diciendo que no quería ver más a la maestra porque permanentemente leía cuentos donde los que se enamoraban de la princesa eran solamente hombres, y eso ella no lo podía aceptar. O un personaje como el de Greta Thunberg, la chica sueca que está cruzando el Atlántico en un velero para concientizar sobre las repercusiones medioambientales de los viajes en avión. O los tuits de Benito Cerati. Como el hijo del candidato a presidente Alberto Fernández, son chicos que ya piensan de manera diferente. Y eso me da, no sé si esperanza, pero cierto alivio. Con esto no estoy alabando la juventud, pero estos chicos son otra cosa, que yo nunca tuve, ni vi, ni pude convivir con ella.