Hace unos años encontré unos diarios de mi adolescencia, del ´93 y del ´94. Pensé muchas cosas. Por ejemplo me pregunté si alguna vez dormía. Vivía con insomnio. Largas noches de insomnio adolescente. Y anotaba citas. De poetas y filósofos, de películas, de canciones, todas tajantes. Me limito a reproducir una de ellas, de Pizarnik: “Una mirada desde la alcantarilla / puede ser una visión del mundo /La rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”.
Eran unos cuadernos tan intensos que quedé extenuada de sólo leerlos, recordando esa etapa en que lo extremo te asedia por todos lados, cuando buscamos lo absoluto y sólo encontramos cosas, y los sentidos son una especie de torbellino que te arrastra hacia los bordes.
“De aquella ciudad, mis amigos / recuerdan nada más / paraguas que se cerraban siempre / con sus cabezas adentro / y a cada momento necesitar / la dignidad inaccesible”, comenzaba un supuesto poema que escribí en esas páginas. Nací con la dictadura. Salí del prescolar con los últimos estertores de la Guerra de Malvinas. Empecé la primaria con el aire de la primavera alfonsinista, pero la terminé en 1989, con la hiperinflación: mis años en el colegio secundario coincidieron con los años del primer gobierno de Menem, la facultad con el segundo, y me recibí justo para la crisis del 2001. Los versos de esa mala poesía no me sonaron entonces tan disparatados.
Había también unos fragmentos que hablaban de mis amigas y de mí: nada hacía hace mella en nuestras almas tórridas, apasionadas y volcánicas, hechiceras venusinas siempre caídas de cabeza, llenas de moretones. Así es la protagonista de este cuento: una mujer que se pulveriza los ojos de tanto mirar la rosa. La narradora la observa con distancia y fascinación, como una superviviente.