Es un grito en medio de alguna noche de los primeros años de los 2000. Un pedido. O, para quitarle dramatismo, casi un ruego subido de tono. Entonces, ese ruego: “¡Sino viene Diego Rolón yo no grabo!”. El que implora es Juan Falú en medio de una grabación.
Diego nació en La Plata pero pasó gran parte de su infancia y adolescencia en Salta: en plena dictadura sus padres militantes se vieron obligados a irse de la ciudad. Rolón padre era buen cantor y guitarrero en peñas y puertas adentro. Y en casa había una escucha amplia. “Me legaron mucha música sin ningún prejuicio. Recuerdo escuchar el primer disco del Dúo Salteño no sabiendo si era complejo o no, sin toda esa introducción, y engancharme rápido con eso. Por vicios del oficio me doy cuenta enseguida cuando alguien me quiere vender la moto: podés tocar muy bien pero la música pasa por otro lado”, cuenta.
Al tiempo de regresar a su ciudad natal para estudiar en Bellas Artes, hacia mediados de los 80 se encontró con el músico Martín Raninqueo. De la facultad se fue a los pocos años pero con Martín forjó una yunta musical y, sobre todo, una amistad que perdura. “Varias veces me dijo que era la última vez que laburábamos juntos. Pero siempre nos buscamos y seguimos”. La última vez, por ahora, es el reciente disco doble que acaba de editar Raninqueo: Vereda al campo. Aunque, claro, ya empezaron a trabajar con algo nuevo. “Creo que nunca vamos a dejar de hacer discos. Hay una simbiosis ya entre nosotros. ¡Somos como esos dos viejitos de los Muppets!”. Y agrega: “Eso mismo es lo que más extraño de trabajar con Liliana Herrero. Nunca encontré la simbiosis musical que tuve con ella”.
Luego de su vuelta a La Plata natal anduvo mucho y variado: Buenos Aires, Chivilcoy, Misiones, otra vez Chivilcoy, La Plata. “Esta es mi morada final. ¡Ojo, no me quiero morir! Sino que es el lugar donde quiero estar”.
ENTRE DOS RÍOS
El primer disco que encontró a Rolón y Herrero trabajando juntos fue El Diablo me anda buscando (1997). Le siguieron Recuerdos de provincia (1999), Confesión del viento (2003) y el doble Litoral (2005): a la vez punto último y cúlmine entre ambos. Puede decirse que esa tríada es parte del nudo de la madera con la que está hecha la obra de Herrero. Claro que hay que sumarle los trabajos junto a Juan Falú: Leguizamón/Castilla y Falú/Dávalos. Y allí también estuvo Rolón. De hecho, aquella suplica gritada viene de allí. Litoral lo ubicó en un lugar preponderante y de gran resonancia como productor y guitarrista en el plano de la música popular. “Extraño aquello. Nunca logré una conexión así. En ese tiempo ella estaba en uno de sus mejores momentos vocales. Litoral de alguna manera blanqueó cual era mi rol ahí. Y toqué mucho en ese disco. Había un gusto en común. Recuerdo cuando le mostré 'Noches provincianas' por Ginamaría Hidalgo: pensé que me sacaba carpiendo. Yo la conocía hasta en eso. Y ella lo potenciaba”, cuenta. Y agrega: “Incluso antes de Litoral me empezaron a pasar cosas: soñaba los arreglos. Por ejemplo, el arreglo de la armonía de 'Chayita del Vidalero' lo soñé. Tenía eso en la cabeza pero no era lo que había estudiado. En ningún momento ella decía ´¡que es esta porquería!´ sino lo contrario: dale, dale. Se copaba. Muy estimulante”.
De alguna manera Litoral significó cierto clímax: tanto de Liliana Herrero, con un disco doble exquisito, profundo, de una caladura enorme en el territorio de la música popular argentina de los últimos treinta años. Un gesto casi fundante alrededor de un cancionero en particular, situado. Y Diego plantándose como uno de los guitarristas y productores más personales e importantes de la escena. En definitiva, dos músicos pensando, rumiando en torno a todo ello.
En un momento, recuerda, tocaba y acompañaba al mismo tiempo a Juan Falú, Chango Farías Gómez y Herrero. “Tuve mis momentos donde fui centro de atención. Y en realidad estaba aprendiendo. ¿Qué pasaba si me enamoraba de ese espacio? Alguno puede decir: tuvo miedo. Me cuesta la cuestión lucrativa de algunos lugares cómodos. A eso le escapo. ¿Quién es famoso? ¿Silvia Suller, los Canniggia? Mi fama es poder seguir haciendo esto. Hay lugares desde los cuales te caes en seguida si te querés encaramar con alguna pretensión. ¿Cuánto dura eso? Yo no tengo esa capacidad. Soy un rey midas de la comunicación con los que hago discos, pero nada más”.
Allí, en un terreno ancho se alistan algunos nombres con los que trabajó: el exquisito Ramito de Cedrón de Lidia Borda, Verde Manzana de María Pien, Salto Mortal de Dolores Solá, Ximena Villaró, entre otros.
MAESTROS
Tres nombres. Juan Falú, Chango Farías Gómez, Jaime Torres. “Ellos me definieron la palabra maestro” recuerda. Y sigue: “Si no fuese por Juan, yo hubiera seguido haciendo lo que hacía hasta ese momento”.
--¿Qué hacías hasta ese momento?
--¡Eh! Era guitarrista eléctrico, tenía como esa forma. Ya había hecho lo de Liliana. Fue a mi casa, me mostró unas pocas cosas y empecé a escuchar la polifonía en la guitarra. Yo era mucho más elemental. Juan me voló el cerebro. Y no hubo vuelta atrás. Iba a la seis de la tarde y me volvía a las doce de la noche después de haber comido un asado. Ahí entendí: una cosa es la información y otra es la música.
Diego se acerca hasta su computadora, especie de nave insignia del estudio que tiene montado en el living de su casa –hermosa, amplia, con ese ventanal que da a todo el verde y el cielo que pueda imaginarse acá, a 20 kilómetros al sur de La Plata- y echa a sonar: un solo de guitarra estridente, típico de heavy metal, quichicientas notas. “¡Un animal!” dice. Ríe a carcajadas. Sigue: “Pero me vi a los cincuenta gordo, pelado, haciéndome el Steve Vai”.
--¿Y qué pasó?
--¡No me gustó nada!
Vuelve y, con una guitarra criolla que le legó el propio Chango Farías Gómez encima, cuenta: “Me hacía tocar chacarera. Una vez me probé con Suna Rocha y me echó porque no sabía tocar chacarera ¿Y sabés qué? Tenía razón". El Chango le hacía tocar el bombo. Cuando iba a ensayar, Rolón cuenta --imitando su carraspera-- que le avisaba: "Hoy no hay ensayo pero vamos a tocar: agarrá el bombo". Agrega Diego: "Me enseñó tanto, tanto. Y también Jaime: recuerdo tener que probar sonido después del Quinteto Piazzolla alrededor del año 2000. Era una aplanadora y nos dice al grupo: 'Paisas, no toquen'. Agarró su charango, tocó una nota y cambió el aire del lugar. Se dio cuenta de todo. La música está en una nota. Ellos me apadrinaron porque vieron algo en mí”.
Y de repente: “¿Qué pasa ahí?”. El que pregunta y casi grita es el propio Diego: Maxi Boxi, Brasita y Socavón –sus tres gatos compañeros: marrón, negro, gris los colores de cada uno de ellos- están en el baño subidos a un lugar que no deberían. Después del reto, enseguida vuelven y ahí andan: muy cerca de su dueño.
TERRITORIO BREVE Y HERMOSO
“Esos momentos los tomé como aprendizaje. Siempre fui honesto para con la música. Tuve que eliminar ciertas pretensiones burguesas. Aprendí a confiar que mientras esté en el camino la vida provee. Nunca fui rico, nunca fui pobre”, dice. Y cuenta que siempre pudo vivir de la música. Que hizo y tocó rock, que le gusta ese tipo de canción pop. Y que también tuvo, lo que podría decirse, sus “bolos” musicales. Por caso: grabar guitarras para el Pastor Giménez o músicas para bancos sonoros de publicidad que, a veces, ni siquiera salían. “Detrás de mi formación musical, bueno, hay una ideología, una defensa. Que viene de mis padres. La música que trasciende tiene que tener una raíz, una coyuntura cultural. Recuerdo que los que me enseñaban en aquella época se sabían todos los temas de John Scofield pero no conocían a Eduardo Falú. Y yo, que me fui por esas ramas, me di cuenta que venía de otro lado. Siempre tuve como una voz interna, una guía que me dictó eso”. Vuelve hasta su computadora. Pone un takirari de Jaime Torres: baila apenas, chiquito, como meciéndose. “Yo no creo en la música del mundo. Porque la música tiene que ver con la gente, con la cultura de ese lugar, con los roces. Tiene un territorio”.
Suerte y verdad se llama su primer disco solista. Después de años, ahí está, pronto a editarse. Y vaya si las tonadas de este trabajo tienen territorio, lugar, una grafía musical apuntada. Casi una doce de canciones criollas, instrumentales, acústicas. Huayno, aire de milonga, zambas, tonadas que abrevan en ese acervo, en esa memoria honda y exquisita que es la música argentina. Composiciones propias e interpretaciones de Polo Giménez, Quirno Costa, Omar Moreno Palacios. Por fin, dirán algunos. Pasa que el primer disco solista de Rolón muchas veces estuvo a punto de editarse y finalmente no. Suerte y verdad se grabó cuatro veces. Esta vez, la definitiva, en un solo día, de diez de la mañana a seis de la tarde. “¿Qué música querés hacer? Bueno, aquella con la que tengo que ver. La música no es sólo información. Tiene que tener que ver con la conexión, la vivencia. Suerte y verdad es un disco con cierto despojo: esas cosas lanzadas en medio del camino musical hasta llegar a esto. Y además me gusta mucho el pasaje de esa canción de Serú Girán: 'Y pensar a suerte y verdad nuestro porvenir, ¿será como yo lo imagino o será un mundo feliz?'”.
En este disco no hay irreverencia. Más bien hay un pensar. Modos de reflexionar. Como si se hubiera dejado estacionar cierto ensayo alrededor de esta música. En definitiva: un disco breve y hermoso fraguado a su propio tiempo.
--Hay una pregunta casi obligada: ¿por qué esta demora en llegar a tu primer disco?
--Uh… Qué bien la pregunta. Lo puedo graficar, te voy a mostrar un tema.
Y ahí, otra vez: va hasta su computadora, clava sus anteojos contra el monitor y busca. Encuentra y echa a sonar. Es una chacarera en guitarra sola. “Está bien, sí ¿Pero sabés que pasa? Las notas pasan pero no estoy masticando el tema, parece que quisiera sacarme de encima la canción. No tiene control. ¿La demora? Pura honestidad conmigo mismo. Por eso la tardanza. Por eso también pienso que fue condición sine qua non que lo grabara en un día al disco. La música es lo que tocás, sí, pero también lo que vos captás. Es un momento”.