En cada casa que me mudo hago un altarcito de los objetos amados. Por su resonancia, por lo que pueden traer y hacer repercutir más allá de mis días. En el pilón de fotos y postales acumuladas, la primera es la de un retrato firmado por el fotógrafo Cristián Banaudi. En el retrato: un pibe de Sunchales, en cuero, sostiene un montón de marcos de cuadros en cada brazo torneado por la faena en el campo; el claroscuro, en un fondo verdoso, le marca unos pectorales de partisano. Siempre quise ese cuerpo en espera para mí, o en otros junto a mí. Es mi deseo sentimental sacro. Viene y se va, y eso que la fotografía modela se acerca cada vez más. En cada mudanza, dejo una pared liberada para colgar un retrato que Cristian me hizo a los 25 años, enmarcado en un cuadro de 60 x 88 cm. No es sólo vanidad. La foto es infinita, inabarcable en su técnica de yuxtaposición analógica. Mi rostro incrustado en el jardín de Casa Bonaudi resuena como reminiscencia de toda mi vida. En el retrato siempre se vuelve y siempre se va mucho más lejos que el nombre propio. El retrato como caja de resonancia subjetiva. Sin retrato no habría sujetos deseantes: la fuerza de hacerse otra vida. Es la historia del retrato en la pintura: hechar una mirada a una vida en proceso. Y es la manera en que los chicos de Sunchales -campesinos, tamberos, carniceros, mecánicos, lúmpenes, varones en devenir- van cayendo a Casa Bonaudi. Quieren que Cristián, tercera generación de fotógrafos, los haga aparecer como una estrella de cine; les devuelva una emulsión lumínica de sus deseos brotados. Los más osados han roto los vidrios, o forzado la puerta y, urgidos de calentura pueblerina, se han lanzado al decorado del set fotográfico, con un fondo de telón pintado que semeja un salón del siglo XVIII. Fotografía de Tocador. La pedagogía artística de Cristian, aquella vez que entró a su casa y se encontró con esa escena a pleno, fue de una cercana distancia: implicación y contemplación. En la foto Cristian se refleja, en pelotas, delante de un gran espejo, con la cámara fotografiando a los pibes peteándose uno al otro, tapados por un telón azul. A veces, es una paja lo que sale a la luz. El deseo loco de masturbarse frente al mirón instruído. De ahí la foto del pibe desmayado de goce, inundado por su propio lechazo, que se expuso, en gigantografía, en la legendaria exposición del Museo del Libertino, año 2007, en la Casa Museo Juan C. Castagnino, de San Telmo. Algunos no dan más y quieren mostrarse a sí mismos sus músculos: efecto de los esfuerzos durante la cosecha. Que la plusvalía de sus padres o patrones sojeros, al menos, sea historizada en la fidelidad bella de sus lomos. Como los mellizos que pidieron fotografiarse desnudos en un campo de soja, al rayo del sol. Pura exuberancia de la fraternidad de los cuerpos cultivados en el trabajo de la tierra. Otros se tirán al sillón de capitones, hasta quedarse liberados de ropa, transpirados por la excitación de cada click disparado por Cristian. O como Alexis, arreglacosechadoras, que quiso ser retratado en slip y con sus botas de lluvia, junto al arroyo. Casa Bonaudi, fundada en 1948 como estudio fotográfico, hoy en litigio familiar, a punto de la desocupación forzada, es la cámara de la liberación de la vigilancia social del pueblo; es el antro donde los deseos eróticos del homo-faber se eternizan; es la trinchera donde unas subjetividades se sublevan mediante líquido revelador. No es un erotismo terso, transparente, pulido el de la obra fotográfica de Cristian. Su fotografía está fisurada. Narra la vulnerabilidad del pasaje de los cuerpos masculinos por el deseo sexual. Es una mirada lateral, que retrata al sujeto en su desborde de goce. Un erotismo antineoliberal no narcisista. Asume el riesgo de dejarse exponer a un suceso que te abre; te hace participar de un aprender a ver; y de un vincularse con los cuerpos en su descentramiento del internet de las cosas. l
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