Me miraron mal. Los aplausos que esperaba jamás iban a llegar.
Aquella tarde gris y helada de 1986 a orillas del Báltico se me ocurrió ejecutar una versión en flauta de La Internacional. Pequé de ingenuo, las miradas de desaprobación fueron unánimes: para los estudiantes de la Academia de Arte de Gdansk que me acompañaban, el “comunismo” ya no representaba la añoranza de un mundo mejor, sino una opresión que anhelaban dejar atrás lo más rápido posible.
Pocos días antes había anotado en mi cuaderno: “Decidí irme al Sistema Socialista en el tren de las 12”. Me refería a una mañana de finales de enero en la que, con 20 años recién cumplidos y un espeso manto blanco cubriendo el norte de Europa, desperté en la habitación compartida de un albergue en Berlín Occidental, desayuné pan con manteca, atravesé el Muro en subte, entré en Berlín Oriental, capital de la República Democrática Alemana y, luego de recorrerla por unas horas, subí al tren que me dejó en Gdansk, la antigua Danzig, en la costa báltica de la Polonia comunista.
El viejo Secretario General Honecker aún regía los destinos de la Alemania del Este, y el general Jaruzelski los del “comunismo” polaco.
En Gdansk –antes de la frustrada velada musical de la Academia– visité los Astilleros Lenin, donde Lech Walesa y su sindicato marcaron el principio del fin del “mundo socialista”. Poco tiempo pasaría para que el Muro de Berlín fuera demolido y Walesa se convirtiera en el primer presidente de la Polonia poscomunista.
2015, EL REGRESO Cuando volví a Danzig el fantasma del capitalismo había reconquistado Europa. Berlín Oriental ya no existía, ni Berlín Oeste, ni la “DDR”, ni Alemania Occidental, ni el Muro. Los viejos Secretarios Generales estaban muertos. Leningrado era otra vez San Petersburgo, y a la Plaza Roja de Moscú la rodeaban limusinas y mendigos.
Yo ya no dormía en trenes, viajaba en un auto alquilado en Bruselas. Recorrí urbes y parajes de la Alemania unificada, República Checa, Hungría, Eslovaquia y Polonia, y partí desde Cracovia una lluviosa mañana de otoño. Luego de detenerme unas horas en Wroclaw (o Breslavia, o Breslau), bajo la luz naranja del crepúsculo continué rumbo a Torun, cuna de Copérnico, mi último destino antes de Gdansk. Había partido a eso de las 20.00, con el GPS indicando la medianoche como horario estimado de llegada. Volé por las autopistas semidesiertas hasta que el camino quedó interrumpido por una serie de barricadas policiales. Eran ya las diez de la noche. Tuve que salir de la autopista. Un agente apostado allí explicaba en polaco lo que estaba ocurriendo, pero no entendí nada. Ya con el GPS fuera de combate, seguí caravanas de camiones hasta que me perdí entre oscuros descampados y estrechas huellas apenas pavimentadas. En estaciones de servicio casi solitarias interrogué a baqueanos cuya buena voluntad tampoco excedía la lengua autóctona. Pasaron los minutos y las horas entre incertidumbres y temores. Finalmente, a la altura del poblado de Strykow, encontré milagrosamente un acceso a la ansiada Autopista 1, y llegué a las tres de la mañana a Torun. Al día siguiente recorrí esa antigua sede de nobles teutónicos y ancestros copernicanos, y emprendí el último paso: bajo un nuevo crepúsculo, casi treinta años después de que aquel yo mochilero bajase de un tren en la extinta República Popular de Polonia, volví a poner mis pies en la ciudad del mar.
PUERTAS, VERDUGOS Y SCHOPENHAUER Sin rastros de comunismo ni de nieve, Gdansk seguía siendo Gdansk: las campanadas del atardecer volvieron a conmoverme como habían conmovido al muchacho del ‘86. Estaba otra vez frente al paisaje que contemplaron por siglos mercaderes medievales, trabajadores portuarios, gloriosos almirantes, caballeros teutones, inmigrantes alemanes, invasores suecos, criminales nazis, reyes de Polonia, libertadores del Ejército Rojo y burócratas del Partido.
Alojado en una casona del siglo XVI devenida confortable hotel, durante la nueva estadía pude recorrer la ciudad de manera más metódica.
Salí por la mañana rumbo al río Stara Motlawa, crucé los puentes Stagiewny (Cántaro de Leche) y Zielony (Verde) y divisé, descansando sobre las aguas calmas, el galeón que abordaría más tarde. Me sumergí en el centro de la Ciudad Principal y avancé por Dluga, la ancha avenida peatonal. Se palpita allí el esplendor burgués que brilló desde las últimas centurias de la Edad Media hasta el Renacimiento y la Reforma protestante. De pronto me vi sorprendido por la espléndida Fuente de Neptuno, levantada en el XVII como símbolo de la amistad eterna entre Danzig y el mar. Frente a ella se erigen los principales edificios de la ciudad, reconstruidos en la época soviética, luego de la devastación producida cuando el Ejército Rojo expulsó a los invasores nazis.
Ingresé al imponente Ayuntamiento edificado entre los siglos XIII y XVII (hay otro Ayuntamiento en la Ciudad Vieja, que en realidad no es tanto más “vieja” que la Principal). Al lado de este palacio, que supo ser sede del gobierno municipal y alberga un excelente museo de Historia de la Ciudad, se encuentra la Casa Señorial de Artus, construida en el XIV bajo inspiración de la Corte de Arturo, como si las élites que allí se reunían hubiesen querido que Danzig viviera en los valores del mítico rey y sus Caballeros de la Mesa Redonda. Hacia el final de la peatonal, luego de atravesar la Puerta de Oro (del “reciente” siglo XVII), se llega al conjunto arquitectónico de la Antepuerta, que alberga al Museo del Ámbar. En este mismo complejo están la Casa del Verdugo, testimonio de épocas de torturas y ejecuciones públicas, y la gran Puerta Alta, lugar de ingreso de las delegaciones reales que las Cortes de Polonia y Prusia solían enviar periódicamente.
Avancé hacia el norte hasta St. Mary, la mayor catedral europea construida en ladrillo, que fuera luterana en los tiempos de la Danzig protestante. Una vez adentro pagué seis zlotys y emprendí el empinado ascenso hasta el tope de la torre: desde esas alturas se contempla la bahía de Gdansk en todo su esplendor, los Puertos Viejo y Nuevo, los estrechos canales que se van ensanchando hasta desembocar en el Báltico, y la península de Hel que anunciaba a los navegantes la cercanía inminente del puerto.
Bajé de la torre catedralicia y seguí mi camino hasta el edificio gris de cuatro plantas, en el número 45 de la ulitsa Ducha, donde una placa en alemán, inglés, polaco y ruso recuerda que “el 22 de febrero de 1788 nació en esta casa el filósofo Arthur Schopenhauer”. Me quedé un buen rato ahí parado, recordando que los padres de Arthur tuvieron que abandonar la ciudad cuando la invadieron los prusianos. Y me pregunté cuánto de aquel exilio forzoso en la temprana infancia, sumado a los trágicos sucesos que luego se abatieron sobre la familia, habrá influido en el sesgo profundamente pesimista que vertebró la obra del pensador.
Dejé a Schopenhauer, volví al Stara Motlawa y saqué el ticket para navegar en el galeón. Antes de embarcar, visité una inmensa grúa de madera que fuera la más grande de la Europa medieval y sigue intacta sobre el río, como testimonio de la excepcional importancia internacional que tuvo el puerto de Gdansk en aquellos tiempos. Y pasé también por el excelente Museo del Mar que narra en forma interactiva la historia del puerto, y por la bonita calle Mariacka, centro del comercio de ámbar desde tiempos inmemoriales, aún hoy repleta de puestos de artesanías hechas con esa resina color miel.
VIAJAR ES NECESARIO Me embarqué al atardecer. El galeón partió desde el muelle ubicado sobre el Puerto Viejo. Aunque un moderno motor reemplaza a las plegadas velas, viajar a bordo de este navío permite imaginar el tráfico de los veleros mercantes que durante centurias abarrotaron la bahía. Navegamos hacia el norte, hasta la desembocadura en el Báltico. Al pasar por el Puerto Nuevo cruzamos inmensos buques cargueros rebosantes de contenedores: la comparación convertía a nuestro “majestuoso” galeón en una mísera cáscara de nuez, y daba una idea del vertiginoso desarrollo tecnológico e industrial que advino al mundo en los últimos doscientos años. Sobre la desembocadura, antes de iniciar el camino de regreso, me emocioné contemplando el Westerplatte, Monumento a los Héroes de la Resistencia erigido en homenaje a la guarnición polaca que, durante siete días, soportó el ataque alemán del 1º de septiembre de 1939: fue la primera batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Al compás de canciones típicas de Polonia entonadas por el músico que nos acompañaba en cubierta, fue avanzando la noche hasta que amarramos nuevamente en el Puerto Viejo. Desembarqué y caminé despacio por la rambla, disfrutando cada paso, cada bocanada de la brisa marítima.
Antes de cruzar los puentes de regreso al albergue, volví a pasar por la Puerta Verde: un trío de cuerdas ejecutaba música barroca debajo de las arcadas. Recordé las veces en que me vi necesitado de recaudar fondos tocando flauta en los subtes de Europa, y fui generoso con los músicos.
Sobre el final de la recorrida nocturna, recordé que por la mañana en una medianera había visto estampada en latín –confirmando el carácter esencialmente báltico de Gdansk– la sentencia de antiguos hombres de mar: “Navegar es necesario, vivir no lo es”. Y se me ocurrió que todos los viajeros podríamos parafrasear a los navegantes escribiendo: “Viajar es necesario, vivir no lo es.”