"La limitación es una manera de expandirse”, le dijo Jorge Drexler a PáginaI12 en 2017, en ocasión de la salida de Salvavidas de hielo. De algún modo, Silente, el concierto que está presentando en el Gran Rex de jueves a domingo, profundiza en esa premisa, porque es una implosión hacía adentro de su guitarra y su voz. En tiempos de sobreoferta de estímulos, el cantautor uruguayo propone un recital con austeridad de recursos y gestos mínimos. O con los elementos necesarios para conectar con la conmoción. La canción en su estado puro. “Y el silencio como materia prima”. Todo parte desde allí y se expande.
El músico llegó a Buenos Aires luego de 13 meses de girar por el mundo con este show. Silente nace de la inquietud de Drexler de focalizar en el silencio y expandirse hacia adentro. “Entre el sonido aquí y el sonido siguiente / Hay un espacio silente, un breve compás de espera / Donde reverbera el eco, como si el eco estuviera / Recostado en el presente, entretenido en su trama”, recita el músico apenas sale a escena, ante un Gran Rex colmado. Con esta décima, empieza a desplegar un repertorio y a contar una historia en torno a su vínculo con la canción y sus “obsesiones” temáticas, como la ciencia, la tecnología, la poesía y las relaciones humanas.
En el escenario, Drexler siempre está solo. Toca bajito, susurra, canta como en el living de una casa y dialoga con el público. Bromea, cuenta anécdotas y se muestra receptivo a lo que llega del otro lado. “Estoy a favor de que participen, pero hay ciertas normas de convivencia”, bromea. Desde la platea, llueven saludos, agradecimientos, aportes y un “¡Lula libre”, que el músico recibe con aprobación. La puesta es mínima pero no estática: el uruguayo se mueve cada tanto por el escenario, siempre envuelto en una luz tenue y cálida. El Gran Rex está casi a oscuras. Pero el foco está puesto en el juego de luces y sombras, entre lo que se dice y lo que se sugiere. En ese marco, el cantautor abre el concierto con “Transporte”, que interpreta acompañado con una cajita de fósforos como percusión (¿guiño a su maestro Fernando Cabrera?).
Siguen “Eco” y “Estalactitas”. Y saluda, con su cordialidad habitual y un saco blanco que resalta con las luces: “¡Esto es una cosa de locos, no sé cómo agradecer! Hacer estos conciertos en un momento tan complicado como este”. En “Deseo”, le da lugar a la loopera, un elemento que ha explorado bastante en tiempos de Sea (2001), Eco (2004) y 12 segundos de oscuridad (2006), los discos que, justamente, más suenan en este concierto. Lo orgánico y lo electrónico; “el cantautor y su computadora”, retornan aquí como un espiral: con la experiencia de los años y la fuerza de presente.
En tono retrospectivo, se despoja de la guitarra eléctrica y se sienta con una criolla. Y dice: “Se cumplen 30 años desde que hice esta canción, casi nunca la toco. Mi guitarrística fue empeorando con los años, antes tocaba mejor”, dice, y se larga con “La aparecida”, una especie de chacarera spinetteana. En los últimos años, el cantautor se propuso mirar menos a su guitarra y conectar más con la mirada del público; menos técnica y más simpleza, algo que aprendió en el mítico bar madrileño Libertad 8. “Las canciones se me fueron dando. Y mis hermanos Dani, Diego y Paula también empezaron a escribir. Hasta mi prima Ana Prada. No había músicos en la familia”, cuenta, ya en confianza, antes de la preciosa “Salvapantallas”.
A modo de tributo y en plan fogón, toca la única que no es de su autoría: “Chega de saudade”, milonga de João Gilberto, fallecido hace unos meses. En "Sea” también hay un recordatorio “para la memoria” de la Negra Sosa. Y con “A la sombra del ceibal” le dedica una canción al plan Ceibal, un programa destinado a informatizar a niños y niñas de las escuelas públicas uruguayas. Los guiños a su lugar de origen siempre afloran en sus canciones, como en “Pongamos que hablo de Martínez”, que retrata, de algún modo, el porqué de su tránsito de Montevideo a Madrid.
Después de los clásicos “La vida es más compleja de lo que parece” y “Soledad”, sorprende con un elemento novedoso en su estética sonora: el autotune, un software que modifica la voz. Bajo una luz parpadeante, suena, entonces, una extraña y robotizada versión de “La edad del cielo”, que el público aplaude con timidez. “Gracias por aguantar estas versiones curiosas”, dice luego. Para “Todo se transforma” apela a la ciencia y la ley de la conservación de la materia; y coloca en una mesita un péndulo de Newton, “un objeto generador de silencio”.
El cantautor amaga con irse, pero queda un tramo más. Se va de escena y regresa para los bises. En la sala hay entusiasmo, pero no euforia. El silencio parece haber surtido efecto. El músico consigue transmitir lo que se propone. Suenan, de hecho, “Movimiento”, “Silencio” y “Telefonía”, tres canciones muy representativas de este concierto. Cuando parece que todo termina, Drexler invita a dos amigues, Javier Calequi y Guadalupe Álvarez, del dúo La Loba. “Me haces bien” corona una noche brillante y silente. Dos cargas opuestas buscando lo mismo.