En materia económica nada reemplaza al vivo y en directo de la historia para desarmar la ideología prolijamente construida. La referencia de la hora es sobre el rol que juega el FMI . El macrismo llevó adelante la delicada tarea del ajuste infantil propuesto por el organismo, pero el Fondo siguió actuando con criterios estrictamente políticos y nada técnicos. Desde la noche del 11 de agosto cualquier observador, incluso distraído, sabía que los 5400 millones de dólares restantes del acuerdo stand by no llegarían para la administración cambiemita y que serían, en cambio, la primera prenda de negociación con el futuro gobierno.
La apuesta principal, conseguir la continuidad de Mauricio Macri, se había esfumado y sólo restaba intentar la continuidad de la política económica bajo el nuevo gobierno. Agréguese el detalle de que para el todavía oficialismo recibir o no estos dólares no cambia ya nada, mientras que para la administración que asuma en diciembre, cuando las reservas netas del Banco Central bordeen el cero absoluto, ese mismo dinero tendrá una significación muy distinta. Será la bandera de largada para el transitado camino de las condicionalidades, para el toma y daca básico de la acción política del Fondo, cuya tarea histórica, además de surtir los dólares para la salida de los capitales especulativos, es la imposición de políticas “coloniales”.
Las comillas para “coloniales” se justifican. Hablar de colonia supone hablar de “imperio”, una palabra que la corrección política dominante siempre intenta enviar al arcón de los “sectarismos izquierdistas”, pero que sin embargo posee una luminosa claridad para explicar las relaciones económicas internacionales realmente existentes.
“Las disputas comerciales” entre Estados Unidos y China, por ejemplo, son en realidad una disputa por la hegemonía tecnológica, a su vez la base para el dominio sobre la evolución de las productividades futuras de las economías. Es una lucha por la hegemonía imperial en la que, como en el siglo XIX, las potencias se repartirán el mundo. Que las potencias sean dos aportan la externalidad positiva de un grado de libertad adicional para los países periféricos, a los que siempre les quedará el margen de pivotear entre las distintas adscripciones, es decir conservarán la opción para elegir socio en su inserción en la división internacional del trabajo, no mucho más.
La guía de las relaciones internacionales es siempre económica. No hay imperialismos buenos e imperialismos malos, hay intereses. Sin embargo también hay matices. Por lo observado hasta ahora, incluso analizando la historia de los últimos siglos, China siempre ejerció un imperialismo mucho menos invasivo (véase, por ejemplo, la paradigmática obra de Jonathan Spence “En busca de la China moderna”). Establece relaciones económicas e invierte en los países poseedores de los recursos que le interesan, pero ello no va acompañado por la imposición de una dominación y de una ideología, es decir, por imponer a los países con los que se relaciona la política económica que deben seguir. No es el caso estadounidense, huelga aclarar.
Luego, lo que define una relación imperial es la extracción del excedente colonial. Las formas de extracción de este excedente fueron cambiando. Hubo un tiempo en que directamente se plantaba bandera o se establecía el monopolio del comercio, como por ejemplo en épocas del virreinato. Más tarde fueron las diferencias en “los términos del intercambio”. En la contemporánea era del capital financiero el mecanismo es más simple: el endeudamiento. El neoliberalismo extremista, con su completa desregulación a la circulación de capitales y mercancías, es el régimen preferido por este capital, por eso siempre termina en megadeuda. El aumento de las obligaciones en divisas es inversamente proporcional a los grados de libertad de la política económica. Una de las acciones clave del macrismo, su herencia más nefasta ahorrando calificativos, fue la acelerada reconstrucción de la dependencia colonial a través del endeudamiento desaforado en moneda extranjera, tal su “regreso al mundo”.
No hace falta hilar muy fino para advertir que el centro del discurso político pasa nuevamente por la renegociación de los pasivos externos y las condicionalidades que ello supone. No se trata de exagerar, pero en diciembre de 2015 ni el más pesimista de los pesimistas imaginaba que en menos de cuatro años todo el debate político estaría nuevamente subsumido por las condicionalidades tácitas y explícitas del endeudamiento. Mucho menos luego del gran salto adelante que el país había dado al deshacerse de la tutela del Fondo a un costo altísimo apenas una década antes. En sólo poco más de dos años el macrismo saltó de una economía desendeudada a una crisis externa y la vuelta a la sujeción al FMI. Los juicios morales no corren en economía, son incluso improcedentes, pero en términos políticos es imperdonable y no hay futuro posible si los responsables de este verdadero latrocinio quedan nuevamente impunes. El problema es que el núcleo responsable es mucho más amplio que el de los funcionarios directos. Además del oficialismo, hubo una extendida porción de la clase política pasivamente cómplice.
El rol del FMI es por demás claro. Aparece como prestamista de última instancia cuando las cuentas externas de los países entran en rojo furioso y el crédito “voluntario” se corta. Aporta, como se dijo, los dólares para que los capitales especulativos a los que representa abandonen la plaza, dejando como contrapartida el instrumento de sujeción de la deuda, e impone, “a pedido de los países”, un plan de estabilización estándar que sólo consiste en ajustar por la vía de la caída del nivel de actividad. De nuevo, la estabilización de las cuentas externas se obtiene por la vía de la caída de la actividad interna lo que supone caída de las importaciones. El objetivo no es otro que el de las clases dominantes locales y globales, que trabajan en conjunto: destruir las funciones del Estado con la excusa de que se debe reducir el déficit fiscal sólo por la vía de ajustar el gasto y no los ingresos. Nótese que reducir los Estados es funcional al doble propósito de bajar los impuestos y reducir su poder de interferencia en la libre circulación de capitales y mercancías. De lo que se trata es de mantener un determinado orden económico y el lugar en la división internacional del trabajo y las políticas que el capitalismo occidental quiere para países como, para el caso, Argentina. El broche es que los excedentes de divisas no se destinen al desarrollo, sino al pago de intereses.
Hoy el debate es pasar del crédito puente para la estabilización, al acuerdo de facilidades extendidas, que es el de las condicionalidades de largo plazo para transformar definitivamente el sector público y retrotraer los derechos de los trabajadores. Se trata de hacer las reformas clásicas que siempre pide el organismo: la previsional y la laboral y de continuar con el círculo vicioso de la reducción de las funciones del Estado.
Seguir los planes de los acuerdos con el FMI significa entonces consolidar y profundizar las transformaciones estructurales logradas por el macrismo en tiempo récord. ¿Será este el deseo que expresará la voluntad popular el próximo 27 de octubre? ¿El único camino que tiene el país es mantener la subordinación al Fondo y por extensión al capital financiero? El futuro depende de muy pocas respuestas que algunos actores dan por sentadas, quizá equivocadamente.