El niño permanecía toda la noche junto a la ventana de su casa en un pequeño pueblo de Argelia. No podía ni podrá olvidar que sus compañeros de escuela murieron durante un atentado. “Mis amigos seguían mirándome de lejos, desde lo alto de la montaña desierta y sombría, sosteniendo en sus manos los pequeños escarabajos marrones y dorados, preguntándose por qué no los había acompañado, (…) por qué yo decidía quedarme y no daba la voz de alerta”, cuenta el niño narrador de la nouvelle La montaña (Empatía), del argelino Jean-Noël Pancrazi. El escritor se presentará en el 11° Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba) este sábado a las 17.30 en el Malba, junto a Alejandra Costamagna y Cynthia Edul, en el panel “La frontera imprecisa”. Ese niño –que en 1962 se exiliará en Francia y terminará siendo un adulto sin hogar- está muy próximo al niño que fue el escritor. Pancrazi vivió la guerra de la Independencia de Argelia los primeros diez años de su vida.
Leer a Pancrazi (Sétif, Argelia, 1949) es una experiencia de inmersión hipnótica en la cadencia del “tiempo de la permanencia”: no hay pretérito, presente ni futuro; todo es tan elástico y maleable, por la manera en que utiliza el pretérito imperfecto, que el pasado no puede ser disuelto en el remolino arbitrario de la memoria. Después de su primera novela, La Mémoire Brûlée (1979), publicó Lalibela ou la mort nómade (1981), L´heure des adieux (1985), Le passage des princes (1988) y Madame Arnoul (1995), libros en los que oscila entre “retratar la noche parisina, especialmente en su vertiente gay, y retratar su infancia desolada en Argelia”, como cuenta Luciano Lamberti en el prólogo de La montaña, editada por Empatía, editorial que publica únicamente autores nacidos en Africa. “¿Quieres que hable en español”, pregunta el escritor argelino a Página/12 . Sus chispeantes ojos celestes y su voz -en ese español que aprendió en República Dominicana- derraman una calidez parecida al sol de primavera.
--¿Qué sucede en la novela con la identidad del niño-narrador exiliado de Argelia y el adulto-narrador ya en Francia?
--No hay lugar para el niño ni para el hombre. Lo normal era que la gente francesa se tuviera que ir de Argelia porque el pueblo quería la independencia. Mis padres y yo, cuando estábamos en Argelia, lo comprendíamos. Pero cuando llegué a Francia me sorprendí porque los franceses tenían muchos prejuicios contra los pieds-noirs (pies negros), los que llegábamos de Argelia; pensaban que éramos muy ricos, dueños de plantaciones infinitas; pero eran trabajadores y obreros. Había una desconfianza total. Tengo un peor recuerdo de mi llegada a Francia que de la partida de Argelia. Varias familias pieds-noirs vivíamos en el mismo barrio en Argelia, pero en Francia estábamos separados y teníamos dificultades materiales. Como todos los exiliados.
--¿De dónde viene la expresión “pies negros”?
--Ninguno lo sabe. Pero se cuenta que los primeros soldados que llegaban a Argelia tenían botas negras. Quizá venga de ahí. No me gusta tanto la expresión pieds-noir porque es un poco peyorativa, prefiero decir los franceses de Argelia.
--¿Cómo procesa ese niño la culpa de sobrevivir?
--Yo esperé mucho tiempo para escribir La montaña; la tenía en la memoria de una manera secreta. Un verano me dije: “ahora es el momento de recordar y escribir”. La culpa no era solitaria porque no era el único que estaba viviendo esa experiencia. En esa guerra había atentados todos los días; alguien estaba en un lugar y cinco minutos más tarde estallaba una bomba y moría. En una guerra la violencia y la muerte son algo cotidiano. Decir que se escribe una novela para olvidar es una perfecta ilusión. Llega un momento en la vida en que uno puede escribir equilibradamente sobre asuntos políticos e íntimos. Pero es necesario esperar para que las pasiones decanten.
--El padre no se exilia inmediatamente de Argelia; se queda un tiempo más. ¿El padre es la figura más trágica porque no comparte la pena colectiva del éxodo con los otros?
--Tienes razón porque mi padre se sacrifica y olvida su propia vida. Mi padre estaba en su país, hablaba árabe, trabajaba en un molino; para él era natural quedarse en Argelia. Mi padre era un hombre muy simple que tuvo el coraje de quedarse cuando todos ya se habían ido. Él estaba muy enamorado de mi madre, pero ella no de él. Cuando mi padre finalmente llegó a Francia, se divorciaron. Mi padre perdió su país y a su mujer. Lo perdió todo.
--¿Por qué el narrador de la novela teme perder “la libertad de reinventarlo todo” al medirse con el pasado? ¿Quizá como testigo deber ser lo más fiel posible a lo que sucedió, en cambio como narrador-escritor no le debe rendir cuentas a nadie?
--El escritor tiene que tener libertad para escribir. Yo soy un testigo, pero no soy historiador ni político. Se puede imaginar y decir la verdad también. Se puede recordar de una manera imaginativa. El escritor debe decir la verdad y también intentar crear belleza. Gustave Flaubert decía que un libro debe tener dos cosas: verdad y belleza, las dos juntas.
--En el prólogo de La montaña, Luciano Lamberti plantea que Borges nunca salió de la Biblioteca de su padre y que usted “no logra salir de la experiencia de la guerra, que vuelve una y otra vez en lo que escribe”. ¿Por qué vuelve a esa experiencia de la guerra?
--Escribí otros libros que transcurren en República Dominicana. Pero la mirada de un hombre o de una mujer se forma durante la infancia. Cuando naces en un paisaje muy diferente como el de Argelia, cuando has vivido una guerra, eres diferente toda la vida. La razón por la que vuelvo sobre la guerra es porque es un tema importante. Un escritor no puede escapar de algunas cosas fundamentales. Quizá hay un solo tema. ¿Por qué no? Lo ideal sería tener un tema durante toda la vida; un tema en el que con cada libro vas más profundo. Tal vez cometí un error y mi territorio, mi geografía, estaba en Argelia. Pero no lo sé…
--¿Por qué tiene novelas que transcurren en República Dominicana?
--Es otra obsesión; es posible tener otra vida después de la guerra. Hice algunos viajes y estuve en República Dominicana. Me gusta el caribe porque hay otra manera de vivir, de pensar, de mirar; todo me parecía mucho más intenso que en París. Hay una película, Dólares de arena, sobre una de mis novelas que transcurre en Dominicana. Hay ciclos en la escritura y ahora que estoy acá quizá empiece un ciclo con Buenos Aires.
--Hay un estilo de frase muy larga en La montaña, que por momentos recuerda a Juan José Saer, ¿no?
--Admiro a Saer, fue un gran escritor. La frase larga es mi manera de escribir. Yo sé que la gente no está acostumbrada a las oraciones largas, pero lo más importante en la literatura es la música. Esas frases largas tienen una música que lleva al sentido de las cosas. Yo defiendo mis largas frases en pretérito imperfecto, un tiempo que te permite tomar distancia de los hechos para verlos de una manera más ecuánime.