La primera escena del libro no puede arrancar más cotidiana, más común y corriente. “Estaba en el living mirando televisión”. En esa línea de entrada es totalmente impredecible el torbellino que sobrevendrá casi enseguida, apenas un instante después. La calma que precede a la tormenta como en Tiburón: metés los piecitos en el agua y de golpe todo se tiñe de rojo, gritos y corridas. Mientras está en el living mirando televisión, no sabe bien por qué, dice la narradora, se palpó la axila izquierda y entonces la sintió: “una pelotita dura, nítida”. En un segundo, irrumpe lo del título: ya nada es ni será como era.
Como si hace años cultivara la astucia de los thrillers médicos y sanitarios, Mercedes Güiraldes arrojará sobre la mesa, en esas páginas iniciales, el nombre de Bactrim (viejo conocido de la literatura del sida: amplio antibiótico que acompañaba las dosis del AZT en los primeros tiempos de la enfermedad) y Escitalopram, un antidepresivo de última generación. Primeras referencias de un mundo medicalizado. El lector, quizás dispuesto a leer un libro “difícil”, o quizás “valiente”, o “aleccionador”, se sentirá pronto resbalar por un tobogán de ambigüedades mayúsculas que lo arrojará con pasión, zozobra y por qué no decirlo, euforia, a las arenas de una experiencia insólita. Se reirá con el humor de una paciente de cáncer terca y razonable que, en el fondo, no acepta la irracionalidad de lo que le está pasando. Se conmoverá con algunas escenas “clásicas” de la quimio o los rayos, escenas como esculpidas en cristal certero e irrompible; aprenderá, pesquisará, se hará preguntas y se arrojará algunas respuestas nada contundentes acerca de lo que podría llamarse, inciertamente, una filosofía de la enfermedad. Pero el libro, como si fuera lo que en el fondo es, depara una sorpresa que sólo la literatura podría haber concebido: cuando todo está por terminar, vuelve a empezar. Dice brevemente una nota introductoria: “Siempre quise escribir pero nunca tenía una historia para contar. Desde hace seis años la tengo. No es un relato de superación personal, porque en cierto sentido lo que narro es insuperable. Tampoco es una crónica, aunque vaya más o menos cronológicamente, ni un intento tardío de literatura del yo, si bien me pasó a mí. Es nada más que la historia de un cáncer. O dos. O tres”.
Instalados en ese tono, acomodamos el cuerpo para entrar a Nada es como era de Mercedes Güiraldes. El cuerpo primero, porque eso está en un primer plano insoslayable, ineludible. Es el cuerpo, desde ese bultito nítido y duro de la primera escena hasta el cuerpo de los últimos tramos que, sano y a salvo de tantos peligros, sin embargo ya no podrá exponerse al sol, negándole un placer de veranos y sensualidad que evidentemente no se agota en “tomar sol”, sino que es un abrupto adiós a todo un imaginario que nos acompaña desde la infancia. Y también es el cuerpo sometido al tratamiento, a los exámenes previos, a los efectos de la quimio, todo lo que se sabe o te contaron pero que sólo el cuerpo vive en carne viva. A lo más conocido, Güiraldes además agrega el relato de los efectos del tratamiento con el interferón: un malestar ininterrumpido durante un año: la experiencia de sentirse todo el tiempo mal.
Pero no solo del cuerpo trata este libro. Podría decirse que también trata de mente, psiquis y alma sometidas a una presión extrema; la presión social inevitable que ejercen sobre los pacientes todos los que lo rodean aun con las mejores intenciones, médicos y parientes y amigos pero, en este caso, también la presión de la propia paciente sobre sí misma, una personalidad que, en los tramos realmente confesionales del libro, se presenta a sí misma como una mujer rigurosa, seria, nada autocomplaciente. “Varias veces desde el diagnóstico había surgido en mi terapia la cuestión de si uno se causa a sí mismo el cáncer. Es común que la gente lo piense aunque no lo diga. Según esta creencia, no cualquiera tiene cáncer. Una persona autoexigente, hipercrítica y reprimida sería una candidata ideal; yo podía anotarme tranquilamente en esa lista. Cuando alguien lo insinuaba sentía una puntada de rabia que como corresponde, trataba de no exteriorizar. Mi analista fue contundente:
-Mercedes, Lacan reconoce la genética- me dijo. -A veces el cuerpo también se enferma”.
Mercedes Güiraldes aborda su primer libro nada menos que hablando de sí misma (no será literatura del yo pero que le pasó, le pasó) después de años de trabajo como editora de libros de literatura, o sea, que para masoquearse con la autoexigencia probablemente no habría podido encarar un sendero más directo y escarpado, via crucis genuino. No bastaría con señalar que sale airosa del desafío. Hay un más allá en todas las pruebas que encara aquí, un plus de trabajo y resultados rotundos. Recorridos exhaustivos. Por ejemplo, confiesa haber ido a beber de las fuentes de la autoayuda a la que durante tanto tiempo había despreciado, no para arrojarse ahora en brazos de la superación sino para explorar todos los ángulos posibles del tema. No hay que quedarse solo con Susan Sontag y la enfermedad y sus metáforas. Tampoco dejarla de lado. En esa búsqueda de salidas en el laberinto, hay escenas memorables como la del encuentro con un jesuita en un departamento despojado de la avenida Libertador y también la de una mujer pelada frente al espejo, en una discreta casa de pelucas. Hay una escena de adultos en espera de la sesión de rayos que se impactan cuando llega un chico. Hay una mujer bailando en el éxtasis de la medicación. Hay un estallido de llanto violento en un auto. Hay una fiesta inolvidable en una terraza. Y hay todo lo que hay porque lo que tenemos entre manos es ni más ni menos que una novela de la vida, de esa vida que pasa como una película frente a los ojos pero no a la velocidad que se le atribuye cuando la persona va a morir sino todo lo contrario: una expansión de la vida contra la muerte y su embajadora la enfermedad.
Pero hay que vivir para contarlo. Hay que salir vivo de aquí. A punto de tener que encarar el tratamiento con el interferón, Güiraldes recuerda ese momento en que leer a Proust (o sea sumergirse en la lectura extensa de los siete tomos de En busca del tiempo perdido) fue el gran antídoto que se le ocurrió para no rendirse a la desesperación chantajista de los primeros síntomas. No podía leer, confiesa, desde que le habían dado el diagnóstico. “En algún momento de ese período se me ocurrió hacerme a mí misma un chiste de humor negro. Me dije que, como durante la quimioterapia con En busca del tiempo perdido, ahora tendría que procurarme otro libro de esos siempre postergados, desafiantes, para acompañar el interferón. A cada cáncer su libro”.
Nada es como era retoma ese mandato de la editora, de la lectora, de la que en un momento se preguntó por qué a mí (la enfermedad) y por que yo no (la escritura): este es el libro. O dos, o tres.