“¡Qué rey! ¡Qué hombre! ¡Qué amante!”, rezaban los afiches originales de La vida privada de Enrique VIII, la exitosa biopic de los hermanos Alexander y Zoltan Korda producida durante los primeros años del cine sonoro en el Reino Unido. “¡Qué primera dama! ¡Qué mujer! ¡Qué viuda!”, podrían afirmar los posters de Jackie si las técnicas publicitarias no hubieran reemplazado la hipérbole por el eufemismo sutil. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es el último film del chileno Pablo Larraín sino un intento de llevar a la pantalla la intimidad de un personaje público en un momento de enorme exposición, de hacer participar al espectador, merced a la mímesis más precisa, de la recreación de una posible Jackie Kennedy y sus circunstancias más dolorosas, de bajar a tierra aquello que se fantasea como ultraterreno, inalcanzable? Lo interesante del caso Jackie es que, por un lado, no se trata de una típica película biográfica, en el sentido de que no alienta una progresión dramática convencional o imagina elementos de un pasado reciente o remoto para ilustrar una explicación psicológica de su presente, eligiendo en cambio la simple descripción de un doble duelo: el privado y el público. Por otro lado, se trata de la menos “larraínesca” de las películas del realizador: casi ni se huele ese aire usualmente enviciado por las miserias de la condición humana –cuando no por una ligera misantropía– que atraviesa gran parte de su filmografía, desde los tiempos de Tony Manero hasta la reciente Neruda (ésta última, asimismo, otra biopic que no se asume ni asimila como tal). Si ese cambio en la dirección del timón se debe a la mudanza a otro territorio –el del cine producido en idioma inglés en los Estados Unidos– o resulta de la adaptación del estilo propio a un tema geográfica y culturalmente ajeno o bien se trata de un cambio profundo en su manera de entender el cine, es algo que sólo podrán dilucidar el paso del tiempo y los films aún por venir. Lo cierto es que Jackie, ambiciosa en su intento de recreación de un tiempo y sus formas, pudorosa en su acercamiento a una figura pública (en líneas generales) muy querida en su país de origen y concentrada no tanto en causas y efectos como en retratar la sorpresa y la torpeza ante lo inesperado –la muerte de un ser querido que es, a su vez, el presidente del país más poderoso–, no ofrece casi ninguna de esas parábolas de ascenso-caída-ascenso entre las cuales, año a año, la Academia de Hollywood elije una o dos para ilustrar sus preferencias de la temporada.
¿Cómo llegó Pablo Larraín a comandar un proyecto en principio alejado tanto de su país natal como de las historias de sus films previos? En una extensa y rica entrevista con la revista especializada Film Comment, el director de El club y No resumió sucintamente, pero con lujo de detalles, los pasos que tuvieron que darse para llevar la idea del papel a la pantalla. “Viajamos al Festival de Berlín con El club. Obtuvimos un premio. En la fiesta posterior me encuentro con Darren Aronofsky, quien había sido el presidente del jurado. Me pide que lea algo. Me lo envía y resulta ser un guión que yo ya había leído hacía cinco años. Y que me había gustado. Lo vuelvo a leer, voy a la oficina de Darren y le pregunto ‘¿Por qué quieres que un chileno haga esto? Estás loco.’ Se ríe y me dice que creía que yo podía encontrarle un buen ángulo. Estaba intrigado, pero le dije que sólo lo haría con Natalie Portman. Se ríe nuevamente. Me dice que arreglará un encuentro y que luego ya será mi problema. Nos encontramos y le digo a ella: ‘Si no haces esta película yo tampoco la hago. Sin presiones, pero así es cómo son las cosas’ Natalie pide ver mis películas. Arreglamos las proyecciones. Estaba asustado. Ahí está Natalie, sola en un cine, mirando El club. Nos volvemos a encontrar. Tenemos un nuevo borrador en el cual le pedimos al guionista, Noah Oppenheim, que elimine todas las escenas en las cuales no aparece Jackie. Natalie acepta. Honestamente, no esperaba que alguien como ella trabajara con alguien que ha hecho las películas que yo he hecho. Pero eso habla mucho de ella, del hecho de que está dispuesta a tomar riesgos con la gente”. Al margen de esos vericuetos y dudas, el rol de Jackie Kennedy es un cebo demasiado atractivo para una actriz de la talla de Portman, un material que permite vislumbrar, desde un primer momento, eso que suele llamarse tour de force, de inundar la pantalla con una imagen que es la propia pero también la de la homenajeada, duplicidad que sólo el cine –con su idoneidad para conjurar el impacto del realismo fotográfico– es capaz de proveer en dosis casi mágicas. A lo largo de la historia, muchas actrices han encarnado su figura, tanto en la gran pantalla como en la televisión, pero es muy probable que, de aquí en más, Jackie sea siempre Natalie. El posible Oscar de hoy a la noche no haría más que afianzar esa alianza entre la figura histórica y su representación.
Elegía de una primera dama
El guión de Oppenheim parte de dos elementos históricos para enrollar el ovillo que se extiende en la pantalla: el famoso especial televisivo emitido en 1962 por las cadenas CBS y NBC, en el cual Jacqueline Kennedy recorrió junto a las cámaras las distintas habitaciones de la Casa Blanca, y la entrevista realizada por el periodista Theodore H. White a la viuda para la revista Life, días después del asesinato de John F. Kennedy, en realidad una breve nota de dos páginas titulada “Un epílogo”. La interviú es la excusa narrativa ideal para el desarrollo de los múltiples flashbacks que recorren el film: a partir de ese encuentro, el periodista (encarnado por Billy Crudup) se transforma en una especie de confesor (duplicado y potenciado luego por la figura de un auténtico sacerdote, interpretado por el recientemente fallecido John Hurt) y receptor de aquello que la mujer desea confesar, pero no publicar; exorcizar, pero no hacer público. El programa de tevé, a su vez el primer tour mediático de la Casa Blanca, hace las veces de espejo público del personaje real, esa Jackie que es esposa, madre y ama de casa especializada en tapices, pianos y objetos antiguos. La primera dama ideal: joven, bella e inteligente, pero no al punto de opacar a su marido. Larraín reconstruye milimétricamente algunos pasajes del show original (que puede verse completo en varias páginas de Internet y en Youtube), con Natalie Portman repitiendo al pie de la letra algunas de las líneas, con una imitación perfecta del acento y modos del habla de la Jackie real. Esa cualidad mimética se repetirá en el resto del film, en escenas que imaginan una posible versión de la intimidad en esos días funestos luego del magnicidio, en el abismo del dolor personal pero también en la incertidumbre acerca del futuro: ¿qué hacer luego de abandonar rápidamente y antes de tiempo esos espacios que se ocuparon y adornaron con tanto esmero, que eran propios, aunque se supieran temporales? No es sólo el lógico vacío que acompaña a cualquier mandatario y a sus colaboradores luego de la caducidad del período al frente del poder, sino la caída estrepitosa antes de tiempo. “Dios es cruel”, le dice Jackie/Natalie a su confesor de fe. “Todo el mundo me tiene lástima”, afirma ante el otro confesor, aunque nunca permitirá que esas palabras lleguen a pasar por las máquinas de impresión.
En el pressbook distribuido a los periodistas en el estreno mundial del film, durante la última edición del Festival de Venecia, Larraín firma la siguiente aseveración: “Todos conocemos la historia del asesinato de John F. Kennedy. Pero, ¿qué ocurre si nos concentramos solamente en Jackie? ¿Cómo fueron los tres días siguientes, ahogada en pena, su vida y la de sus hijos trastocada para siempre, con los ojos del mundo posados sobre ella? Jackie era una reina sin corona, alguien que había perdido tanto su trono como a su marido”. El tono elegíaco de Jackie no tiene como origen de sus lamentos la muerte del presidente (no, al menos, de manera excluyente), sino el estado calamitoso de su esposa y, por elevación, de toda la nación. No es casual que el film tome un concepto central en esa nota en la revista Life: J. F. K. supo ser lector fanático, durante su infancia, de cualquier relato basado en la leyenda del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda, y el texto termina con una cita casi literal de la famosa adaptación al teatro de esas historias, Camelot: “No dejes que se olvide que, por un breve, brillante momento, existió Camelot”. Ese concepto vertido en las páginas, la idea de que la abortada presidencia de Kennedy fue un período particular y bello que llegó a su fin antes de tiempo, es trasladado a la película al pie de la letra, no necesariamente como consigna ideológica pero sí como pilar fundamental de la construcción del personaje de Jackie, su pensamiento y sus sentimientos. Al menos el que pretende transmitirle al mundo, merced a su obcecada intención de hacer que la procesión fúnebre de su ex marido se convierta en el más magnífico e inolvidable de los espectáculos. Pero si el show debe, necesariamente, continuar, otra escena de la intimidad funciona como reverso de esa imagen pública: Jackie fuma y bebe y se pasea por los aposentos de la Casa Blanca por última vez, cambiándose de ropa y observándose en el espejo, como en un desfile triste y mortuorio. La irónica cara opuesta de su rotunda negativa a cambiar de vestuario inmediatamente después del trágico hecho: el deseo de ofrecerle al mundo la sangre de su marido, esparcida en el perfectamente cortado trajecito Jackie, como la prueba irrefutable de su evidente calvario. El film no viaja hacia atrás y nunca presenta a Jacqueline Lee Bouvier, la chica nacida en Southampton en 1929; tampoco anticipa el futuro de Jackie Kennedy Onassis. Sin embargo, en esa escena, la mujer que fue y sería, antes y después, otras mujeres, aparece reflejada durante algunos instantes, revelando las complejidades inherentes a todo ser humano y también de otro posible film que no es este. Tal vez Jackie, la película, sea consciente de sus propios límites y el realizador haya deseado dejar constancia de ello.
Los espejos de Jackie
Esencialmente, Jackie es un retrato, en el sentido más pictórico de la palabra: una representación artística de cierta figura de carne y hueso que utiliza toda clase de trucos para retocar el original y que, necesariamente, está tamizada por la subjetividad y sensibilidad de su creador. Claro está que esa descripción puede hacerse de cualquier film biográfico, aunque en la fantasía de muchos espectadores el “basado en hechos reales” ofrezca la posibilidad de imaginar que aquello que se está viendo y oyendo es poco menos que la realidad misma. En algunos casos extremos, algo incluso más real que la realidad histórica. Una de las virtudes evidentes del film de Larraín es que no pretende –al menos en sus instancias más lúcidas– adoptar el rol de sucedáneo de la Historia. Aunque aquí, a diferencia de su otro film reciente, la recientemente estrenada Neruda, el artificio y los componentes alegóricos del relato no estén tan a flor de piel. En el fondo, conscientemente o no, la Jackie de Larraín no hace más que reelaborar su condición de ícono generacional, describiendo fortalezas y fragilidades, sensibilidades y durezas, ambiciones y entregas, para terminar entregando un nuevo monumento a su vida y obra durante un período particular. Sus luchas internas y externas durante esos días, frente a un puñado de hombres poderosos –entre ellos, desde luego, Bobby K., interpretado por Peter Sarsgaard–, férreos defensores de un estatus quo que es necesario mantener, y un grupo de mujeres que sólo atinan a mantener la compostura y pergeñar el futuro de la viuda según su propia conveniencia personal y social, es la base de la construcción de una Jackie heroína, zarandeada por los turbulentos aires de la Historia con mayúscula y de su propia historia particular. Jackie según Larraín es la compañera decorativa que debe/quiere dejar de serlo a partir del descubrimiento de sus propias debilidades y destrezas, pero sin abandonar su condición de reflejo de un pueblo que acaba de descubrir –una vez más y con renovada ingenuidad– que el monstruo no necesariamente viene de afuera y que, incluso, puede convivir diariamente en el seno del hogar, invisible a la mayoría de los ojos.