Apenas dejaba la adolescencia cuando vi El séptimo sello, no recuerdo si en un ciclo del Cosmos, la Goethe, la Cinemateca o el San Martín, espacios que en los 70 y pico congregaban a jóvenes como yo, buscando el arte que podíamos pagar juntando unos billetes. Quizá por vivir bajo dictadura, los films que veíamos en reposición parecían confirmar que la existencia era una lucha ardua y despiadada: Cuerno de cabra, Tarde de perros, o las tremendas El huevo de la serpiente y El séptimo sello, de Ingmar Bergman, son sólo algunos ejemplos. Supe luego que para este último film, realizado en blanco y negro, el sueco se había inspirado en una iglesita del siglo XV cercana a Estocolmo, en la que hay un fresco donde la muerte juega al ajedrez con una de sus víctimas. Pero no fue esa escena protagonizada por Max Von Sydow, el caballero cruzado que se encuentra con la Muerte (inolvidable Bengkt Ekerot, en ese rol) la que me impactó más, sino el diálogo que se da entre el caballero y su escudero Juan cuando observan cómo arde en la hoguera una joven “bruja”: Mira sus ojos... Su pobre cerebro está haciendo ahora un terrible descubrimiento. Se sumerge en el abismo de la nada. Esta frase me había enfrentado a la pregunta que yo más temía: ¿Cómo vivir si sólo aguarda la Nada? El interrogante me perseguía a la salida del cine y en las noches más oscuras de los años que vinieron.

Todo cambió el día que en otro ciclo cinematográfico vi el “nuevo” film de Bergman: Fanny y Alexander. Los 180 minutos de este drama fantástico –premiado con cuatro Oscars, y actuado magistralmente– fueron la respuesta a esa pregunta angustiante, habilitándome el camino de la ilusión, señalando la intervención de lo misterioso, lo soñado o imaginado, en el diseño de una vida. La lucha a partir de entonces no sería contra el mal y la incertidumbre, sino por lograr que cada momento valiera la pena de ser vivido. 

La película comienza  en Suecia, invierno de 1907, en la casa de una familia artística y burguesa. Alexander es uno de los nietos de Helena, la matriarca y proveedora. El imaginativo púber deambula por los ambientes cubiertos de tapices, alfombras, esculturas y plantas, observa los preparativos de un festejo navideño que reunirá a los Ekdhal en pleno, engalanados, como los barrocos salones, vibrantes de luces y abundancia. No es necesario haber pertenecido a una rica familia sueca para identificarse con Alexander: las celebraciones, por modestas que sean, suelen ser atesoradas por los niños de cualquier credo o posición económica. La sensualidad, las risas, el disfrute de la comida y la bebida, los cantos y juegos en los que participan también los criados, deslumbran realzados por la fotografía de Sven Niqvist; hay climas íntimos también, como en la charla de la abuela y su amante judío, Isaac, mercader de arte y prestamista, donde se exponen ideas sumamente liberales para la época. Pero un mes después, durante un ensayo de Hamlet, muere el padre de los chicos. Le siguen escenas conmovedoras que preparan el advenimiento de la segunda parte. La bella mamá de Fanny y Alexander (una muy joven Ewa Fröling, actual madre del adorable Torgeir en la serie Lillyhammer) se casa con un obispo luterano, austero y cruel, que vive en la casa parroquial junto a la arpía de su progenitora, una hermana, la servidumbre más resentida que pueda imaginarse, y una tía monstruosa. La religión es entonces el nuevo estandarte impuesto a los niños, se les prohíbe todo brote imaginativo, el contacto con sus parientes, la niñez. El espectador sufre con ellos, al verlos prisioneros entre gente perturbada. Impotente al reconocer el error, su madre va desgastándose, sobre todo cuando queda embarazada. Pareciera que no puede haber ya salvación para esos tres, hasta que de pronto, irrumpe la magia. El Obispo recibe la visita de Isaac, quien, con la excusa de comprar un baúl antiguo,  libera a los niños y los lleva a su hogar, el más lúdico y misterioso, donde vive junto a sus sobrinos Aaron e Ismael, una momia de 4000 años de antigüedad y una gran marioneta de Dios, entre muchas otras excentricidades.  Los chicos están a salvo, pero su madre sigue en aquel sitio de espanto. La felicidad no puede ser completa fue lo que pensé cuando vi el film, justo antes de la escena en la que Alexander se levanta de noche, como todo niño curioso, y en su deambular encuentra al fantasma de su padre, y le reclama por el poder de Dios. Así lo encuentra Aaron, que lo inicia en el misterio y las distintas realidades que coexisten en el universo (los diálogos de esta escena son de antología). Pero enseguida lo deja a solas con Ismael, un ser andrógino e inquietante a quien mantenían encerrado bajo llave por su peligrosidad. La tensión es indescriptible, como la lograda por Salinger en Un buen día para el Pez Banana,  entre Seymour Glass y la inocente Sybil Carpenter. Cuando uno ya anticipa que la tragedia se volverá a ensañar con la familia, sucede lo memorable, que para mí significó un antes y un después: Ismael guía como un “ángel guardián” a Alexander, le devela el poder de su deseo, esa fuerza incalculable que todos tenemos dentro. Casi en susurros, Ismael y el niño se funden para imaginar la destrucción de ese mundo hipócrita de reglas y maldad. El film muestra entonces lo que sucede en la casa del obispo, y ahí, para no cometer spoilers, abandono el relato. Sólo diré que el epílogo confirma la enseñanza: es posible abrir el corazón, la mente, o lo que uno tenga a mano para enfrentar lo ruin, lo perverso, lo que se encarna en aquellas personas que parecen alimentarse del odio. Uno de los personajes aconseja en el discurso final que vivamos en nuestro pequeño mundo, que el afuera vendrá y será implacable: Seamos felices mientras somos felices. La conclusión en boca de la abuela que lee El Sueño, de A. Strindberg agrega un cierre formidable, una apuesta a la esperanza que tomé muy en serio desde entonces: Todo puede ocurrir, todo es posible y verosímil. Tiempo y espacio no existen: sobre una insignificante base de realidad, la imaginación hila y teje nuevos dibujos.


Alejandra Laurencich nació en Buenos Aires en 1963. Egresada de Bellas Artes, estudió Cinematografía hasta que descubrió el oficio de escribir, tarea a la que se dedicó como autora y docente. Publicó las novelas Las olas del mundo (Alfaguara, 2015) y Vete de mí (2009), los libros de cuentos Lo que dicen cuando callan (Alfaguara, 2013), Historias de mujeres oscuras (2007, 2° Premio de la Ciudad de Buenos Aires), Coronadas de Gloria (2002, 3° premio del Fondo Nacional de las Artes) y el libro El taller, nociones sobre el oficio de escribir (Aguilar, 2014). Sus cuentos han sido traducidos al inglés, alemán, esloveno y portugués. Dicta talleres y seminarios de escritura y hace supervisión de obra para narradores. Fundó y dirige la revista La Balandra –otra narrativa– premiada en 2013 como una de las tres mejores revistas culturales del país.