En el año 2004, en el volumen antológico Evocando a Gombrowicz, Miguel Grinberg afirmó que el autor polaco, que vivió nada menos que 24 años en la Argentina, entre 1939 y 1963, y que escribió y publicó gran parte de su obra en ese periodo, seguía siendo bastante desconocido aquí: “En las librerías de Buenos Aires no se ven libros de Gombrowicz en castellano. Sus cuatro novelas, editadas en España, no se comercializan en la Argentina porque su costo en euros las convierte localmente en artículos de lujo. Se habla más sobre Gombrowicz de lo que se lo lee”. Sin embargo, algunos años después, la editorial El cuenco de plata comenzaría a recuperar toda la obra del autor con su Biblioteca Gombrowicz, colección que ya supera la docena de títulos y va camino a completarse próximamente con Kronos, el diario privado de “Witoldo”, tal como lo llamaban, entre otros apodos, sus jóvenes amigos y compinches argentinos.
El más reciente título, Recuerdos de juventud, en competente traducción de Bożena Zaboklicka y Juan Carlos Vidal, y edición de Julio Rovelli, recupera textos inéditos de la segunda mitad de la década de 1950, originalmente realizados para que sean leídos en Radio Free Europe, tal como Peregrinaciones argentinas, ya publicado. Junto con Diario argentino, y el gran Diario 1953-1969, configuran una zona donde Witold Gombrowicz desarrolló no sólo sus concepciones sobre el arte y la literatura, además de ficciones y otros textos indefinibles, sino también las propias formas y maneras de su “yo”. Los textos contienen, en sus propias palabras, “confesiones muy incompletas”; algo así como una “biografía suavizada”.
Gombrowicz explica y se explica: en el hogar, en familia, desarrolló juegos con sus hermanos mayores, aprovechando la credulidad de la madre; mecanismos que luego serían parte de alguna clase de “método” en su personalidad y escritura: llevar la contraria, cuestionar y criticar, negar, oponerse. “Bastaba con que mi madre observara de pasada que llovía para que, enseguida, una fuerza poderosa me hiciera exclamar con asombro estudiado, como si acabara de oír la mayor absurdidad: ¡Cómo, pero si está brillando en sol!”.
Su estatus social, una nobleza proveniente del medio rural, fue parte de la crisis de comienzos de siglo con la Primera guerra mundial, donde no sólo la familia sino el resto de las instituciones de Polonia se estancan, languidecen y/o colapsan. Así, el arte de la generación anterior sólo tiene palabras insuficientes, caducas para el momento presente, donde muere lo viejo y nace –o debería nacer– lo nuevo; Gombrowicz, que comienza a orientarse hacia la literatura, y lee y estudia obras francesas, entre otras, siente que hay orfandad de palabras, de expresiones, de formas acordes.
Observando con perspicacia y agudeza la vida, charla con su tío, a quien le argumenta cómo las clases pudientes, al estar alejadas de toda necesidad, de toda auténtica “lucha por la vida” se empantanan en la artificialidad de las formas, en falsas necesidades, en posturas y ademanes completamente retrasados, anacrónicos. “Me importaba muy poco nuestra condición de explotadores del pueblo y cuál era nuestra moralidad; en cambio, me horrorizaba nuestro aspecto de idiotas al lado de la gente sencilla. Solo América me curó de este complejo”. Hacia 1920 dirá que ya se definía su destino: ser un individualista.
El libro contiene además una problematización, así sea un tanto esquemática, en torno a la literatura polaca en particular, la de preguerra y la de entreguerras. Y su valoración del “grupo Skamander”: “Esos chicos nacieron bajo una buena estrella. Entraron en la literatura en el momento que comenzaron a soplar vientos cálidos y vivificantes, las ventanas se abrieron, las rejas quedaron hechas añicos. Respiraron el aire de la revolución, pero de una revolución sin crueldad, dulce, favorable al arte. Se pusieron a escribir versos en el instante en el que el mundo necesitaba poesía y la buscaba. Crearon un grupo excepcionalmente bien avenido y compacto. Encontraron en la persona del redactor Grydzewski un empresario magnífico. Consiguieron en poco tiempo popularidad, autoridad, fama. Sí…, pero sucede que en esa levadura crecen talentos, grandes o pequeños, pero no una verdadera literatura… porque esta necesita una atmósfera menos simpática, diría menos mundana, se desarrolla apartada, en soledad, en oposición, en la timidez y la vergüenza, en la rebeldía y el miedo”.
Tras tanteos, estudios y esfuerzos, además de críticas y algunos rechazos, Gombrowicz publica su primer libro, Memorias del tiempo de la inmadurez, relatos a los que le deparan cierta atención: “me valió en algunos círculos la consideración de autor moderno y audaz”. Seguirán la obra teatral Yvonne, la princesa de Borgoña y Ferdydurke, publicada en 1937, novela en donde desarrolla su concepción sobre “la inmadurez” y “la forma” como expresiones auténticas tanto para la vida como para el arte.
Gombrowicz desborda inteligencia y humor en síntesis explicativas: narra episodios de cómo fue desarrollando sus rechazos, en torno a prácticamente todo: instituciones, culturas, políticas, teorías, ideologías. El mundo agoniza y por ello hay que desarrollar nuevas formas. En un episodio, vuelve a una vieja y clásica disputa, “Oriente vs. Occidente”, donde hace enojar hasta rabiar a un amigo con el que visitan el Louvre. En otro, comenta su experiencia como pasante en un tribunal de Varsovia, lo que le permitió reafirmar, ante el desfile de casos, su visión entre “lo alto” y “lo bajo”, aquí en la escala social y en la burocracia estatal. Recorriendo cafés, discutiendo con sus pares, ¿quién era este joven autor? Un tenaz objetor y/o contradictor de quien fuera su interlocutor/a en ese mismo momento.
Las anécdotas e historias se suceden y continúan. Incluso con temas delicados: qué le pasa con “las mujeres”, al calor de la modernización de las costumbres, en sus desfasajes y contratiempos: “una mezcolanza insoportable de elementos antiguos y nuevos, de libertad moderna y de principios, de erotismo e idealismo, sexo y espíritu, era un fenómeno frecuente”; “me comportaba con ellas justamente como no debía. Quiero decir: era salvaje, fantástico, agresivo, irónico, desequilibrado”. También sus conceptos sobre las mujeres de la familia en particular y cómo con Ferdydurke intentó ajustar cuentas con ellas y “con el mundo”. Incluso hay un análisis respecto a cultura y costumbres judías –“pueblo trágico”, lo llama–, sintiéndose emparentado con estas en torno a la incomodidad y a las formas originales que escapan a lo establecido para las mayorías, y que son tan convencidas y sinceras aunque “descoloquen” a quienes deben y quieren asumirlas.
Por supuesto, aparecen más experiencias en Argentina –elogios a Ernesto Sabato incluidos, único miembro del “establishment cultural” con el que mantuvo relaciones cordiales–, y la comparación con Polonia, lo que le sirve y refuerza en sus ideas acerca de no tener que obligarse a imitar a la cultura europea (occidental). El volumen finaliza, nada menos, que con la llegada del escritor, de viaje por Europa, a Austria, el mismo día de la Anschluss.
Gombrowicz recibió por su novela Cosmos el premio Formentor en 1967. Según contó quien fuera miembro del jurado por entonces, Carlos Barral, en Cuando las horas veloces (1988), estuvo a punto de perderlo a manos de Mishima. El Formentor hubiera sido la antesala, como suele decirse, de un Nobel que no llegaría a obtener ni recibir: nacido en 1904, Gombrowicz falleció en 1969. Filiado por algunos al estructuralismo, también se lo asoció, por sus temas, como un adelantado al existencialismo. También, del humor desbocado y el absurdo. La calidad de su trabajo lo dejó situado al nivel de un Joyce, Kafka o Musil. Un valor literario tan polaco como argentino y más aún: profundamente universal.