Mucho tiempo antes de resultar finalista del Concurso Regional de Nouvelle 2018 de la Editorial Municipal de Rosario con Las lagunas, Juanjo Conti llevó a cabo la experiencia de auto publicarse varios libros –uno de ellos mediante crowdfunding– y se encontró con un problema: una vez entregado el manuscrito, si quería realizar algún cambio eran muchas las etapas que tenía que superar. Y por lo general, no lo lograba. Entonces, como es programador, o mejor dicho como Juanjo Conti además de escritor es Ingeniero en Sistemas de Información egresado de la Facultad Regional de Santa Fe (UTN), inventó un programa capaz de tomar como entrada un manuscrito que produzca como salida los dos archivos que se suelen enviar a una imprenta: tapas e interiores. El programa tiene parámetros como tamaño de página, tipo de letra, color de tapa, ancho del lomo, entre otros. De ser necesario, luego de algún cambio en el original, solo con apretar un botón se regenera todo. Al programa lo bautizó Automágica y lo publicó en internet como software libre. Entre 2014 y 2016 publicó, además de sus libros de cuentos, la novela Xolopes. Y libros de otros autores, Yo también tuve un novio ingeniero, de Sofía Storani y Rata de ciudad, de Alfredo Rossi. Pero fue a partir de Las lagunas que Juanjo Conti logró una mayor visibilización.
Dividida en dos planos narrativos y con un clima que genera tensión desde las primeras páginas, Las lagunas parte de un misterio que va a inaugurar una línea argumental enmarcada en el género policial: durante un verano, en la localidad de Carlos Pellegrini, dos chicos irán a pescar a una de las tres lagunas que tiene el pueblo y se llevarán una sorpresa que despertará algo más que la desconfianza de sus habitantes.
“La mañana del domingo 27 de febrero de 1994, Wilson Zapata y un amigo fueron a pescar ahí. El viejo Cano dormía profundamente en su reducto y los chicos se habían instalado en la orilla con una caña de pescar para atrapar una anguila o alguna de las otras pocas especies que habitaban ese espejo opaco. Sin embargo, transcurrió toda la mañana sin que la línea se tensara. Wilson maldijo su falta de suerte, se levantó, pateó una latita de gaseosa y se dispuso a recoger la línea. Sintió que algo le oponía resistencia. Llamó a su amigo y juntos tiraron de la caña. Cuando por fin pudieron retirar del agua el objeto en el que se había enganchado el anzuelo, descubrieron, cubierta por una especie de crema viscosa, una calavera humana”. Después de la detención de un perejil, como suele decirse en la jerga, llamado Cano, una de esas personas que no le hacen daño a nadie pero por desvalido y fuera del sistema resulta sencillo culpar, se le asignó el caso a la oficial de policía Dana Carrique, quien resultará mucho más inteligente y decidida de lo que pensaron aquellos que la subestimaron al momento de ponerla enfrente de la investigación. “Si se hubiera tratado de una ciudad y no de un pueblo, si se hubiera tratado de una laguna más grande o un río, un brazo del Paraná, por ejemplo, los acontecimientos podrían haber sucedido de otro modo. En una ciudad junto a un río, lo más probable hubiese sido que la calavera o el esqueleto completo aparecieran durante un dragado o en uno de esos rastrillajes del cauce a cargo de la Municipalidad. Una vez acontecido el hallazgo, el procedimiento hubiera indicado la revisión de los casos de personas desaparecidas en el último tiempo. Pero tratándose de un pueblo chico y de una laguna insignificante, nada de eso pasó” A partir de ese momento, entre investigaciones truncas y pistas falsas, irá descubriendo lentamente otras verdades difusas que hay detrás de las tres lagunas que tanto identifican al pueblo, negociados de frigoríficos con desechos químicos y una serie de encubrimientos de personajes oscuros que amenazarán con desviarla de lo que verdaderamente busca: saber a quién pertenece la calavera y los huesos que encontraron en la laguna de Cano luego de un profundo rastrillaje. Porque ahora Dana Carrique sospecha que se trata de niños.
La resolución del caso pareciera estar íntimamente relacionada con la segunda línea narrativa de la nouvelle, sin dudas la más original, y donde Juanjo Conti modifica no sólo la perspectiva del narrador y se despoja de un tono que tiene ciertos matices de crónica más que de los entramados complejos que en su prosa conllevan los policiales negros o de enigma (o los dos juntos), y focaliza en un falso tono de realismo naturalista sobre una familia enigmática, cuyo personaje principal es Matías Migliorati , un chico muy particular, sensible y muy inteligente que lo único que desea es tener amigos y jugar como todos los niños del pueblo, en vez de estar todo el tiempo protegido por sus padres a un nivel que parece un tanto patológico al principio. Hasta que el lector comienza a descubrir junto con Matías que hay algo más en esa sobreprotección a la que está siendo sometido. Sobre todo por parte de Roberto Migliorati, su padre, un médico genetista que desde el momento en que se mudaron al pueblo dejó de ejercer la medicina y se construyó un laboratorio en el sótano de la casa. Matías no sabe lo que tiene; pero lo sospecha. ¿Una enfermedad? ¿De qué tipo? Sus padres esquivan las preguntas y sólo le dan prohibiciones y restricciones de horarios, estudios cotidianos a los que debe someterse sin hacer preguntas. En su viaje introspectivo Matías comenzará a tener conciencia de que algo extraño sucede con su cuerpo y mente –en esto estriba lo más logrado por parte de Juanjo Conti–, no tiene recuerdos a largo plazo y, si los tiene son muy difusos como salidos de un sueño, y su piel se regenera demasiado rápidamente luego de una herida.
La llegada al pueblo de un chico llamado Leandro, su amistad con él, dará un interesante giro a la trama y revelará el punto de encuentro de las dos historias paralelas estructuradas con la precisión de un relojero. ¿Hasta dónde es capaz de llegar un padre para salvar a su hijo? El dilema moral se impone como un interrogante hacia el final de esta breve pero notable novela de un escritor joven con mucho futuro.