El diario La Opinión, bajo la mítica dirección de Jacobo Timmerman, funcionaba en la calle Reconquista, a pasos de Tucumán, debía ser más o menos a mediados de 1972. Uno de sus empleados, lo recuerdo como un chico algo extravagante de apellido Barraza, a quien había conocido cuando trabajábamos para que Arturo Frondizi fuera presidente, venía por la calle Tucumán desde el Bajo cuando fue interpelado, en pleno día, por un sujeto que, armado con una pistola que no apuntaba al vacío, le dijo, como si se tratara de un sainete porteño, “dame la guita”. Lo único que se le ocurrió decir no era el tradicional “no tengo nada encima” sino “Hermano, vos y yo somos víctimas de la injusticia social, te comprendo pero no te puedo ayudar”. El delincuente le respondió de inmediato, “No importa, dame la guita”. “Tenés que ser razonable, no es a gente como yo a la que tenés que sacarle la guita sino a otros. Así como yo te comprendo tenés que admitir que lo que te estoy diciendo es razonable”. “Estoy de acuerdo” respondió el otro “y me gustaría discutirlo con vos pero antes dame la guita”.
El episodio fue muy celebrado en el diario pero Barraza perdió lo poco que llevaba y la sarcástica inte retación que los oyentes hicieron no pudo no apuntar a una situación de fondo, vieja como la especie: el razonamiento, lo razonable, puede ser respetado pero los actos tienen motivaciones que pasan por encima sin piedad.
Sea como fuere, y antes de entrar en esas cenagosas profundidades, hay que decir, de una manera más simple, que cuando alguien apunta con un arma es por lo menos difícil que sea razonable, en general está excitado y apurado por cerrar el trámite o, en todo caso, puede llegar a serlo si el apuntado es eficaz en su explicación, cosa rara, pero eso no le impide que se salga de la suya aunque acepte que no es razonable. La situación del razonable Barraza, y por eso la evoco, es muy característica de una mentalidad que se difundió mucho en la década del 70, cuando era corriente explicar la relación entre delincuencia y explotación por las mismas razones. No se sabe si unos y otros, delincuentes y explotados, lo agradecían o si creían, más bien, en cierto fatalismo de la historia, ese mecanismo perverso que Michel Foucault explicó con mucha claridad en Vigilar y castigar.
Pero lo peor es la situación contraria, o sea cuando el que tiene el arma le sugiere al amenazado que sea razonable y afloje. Ejemplo impresionante y en una escala mayor: en la espléndida novela de Arthur Koestler, Oscuridad a mediodía, un viejo bolchevique acusado de traiciones al sistema que no cometió tiene que escuchar a un antiguo camarada que lo quiere convencer de que sea razonable y acepte esas acusaciones, que lo llevarán al cadalso. Lo logra, la revolución ante todo, ante la verdad inclusive, un dilema que no era tal y que dio lugar a numerosas reflexiones, la de Merleau-Ponty, las del propio Koestler, las de Victor Serge y así siguiendo: sobre esa particular razonabilidad se generó el estalinismo con las consecuencias conocidas, para qué abundar ahora.
Esto quiere decir que lo razonable va y viene pero en ambos casos, y con diferentes objetivos, se trata de que alguien acepte algo que no le conviene. El usurero, por ejemplo, o el banquero –es más o menos lo mismo– trata de que el ahorcado por el préstamo sea razonable y entregue su casa, sus muebles, su auto, su mujer y, por añadidura, de que quede convencido de que eso es razonable y que debe estar feliz y agradecido porque eso le esté pasando. Más o menos como pasa con un despedido: lo echan del empleo y lo quieren convencer que eso es lo mejor para él, que seguir en el mismo lugar es aburrido y frena sus posibilidades de desarrollo y que, a partir de ahí, se encontrará con su inventiva, gran satisfacción, y podrá acceder a un éxito que antes le era ajeno.
La razón, entonces, sirve para lo peor cuando fue creada por el ser humano para lo mejor. Es usada, como usan los financistas ciertos descubrimientos hechos por Carlos Marx cuando describió algunos aspectos de la dinámica del capital. ¿Cinismo conceptual?
¿A qué viene este tema en las actuales circunstancias? Por cierto ya no se habla tanto de despedidos, a quienes los echaron por su bien y no debían obstinarse en no comprenderlo; ni de la cárcel de Milagro Sala –a quien se le hace el favor de que acepte la prisión para que piense en la perversidad de lo que hizo cuando anduvo entregando casas y construyendo escuelas, piletas y esas cosas–; ni de nosotros respecto de los Papers que no comprendemos cómo el dinero puesto off-shore por la familia Macri es lo mejor que podía pasarnos; ni de las enfermas arcas del estado a las que las sanaron quitando las retenciones a las exportaciones; ni de las importaciones a mansalva, que frenarán, para bien de ellos mismos, a esos desaprensivos industriales argentinos, que no son razonables y no comprenden el bien que se les hace poniendo al día, razonablemente, el precio del agua, la luz, el gas, los impuestos, el transporte.
En realidad los razonables nunca hablaron de esas cosas, pero ahora han aparecido lenguaraces que tienen un discurso razonable mediante el cual explican con toda precisión que quienes los escuchan deben ser también razonables, “entendámonos. Antes una terrible dictadura impedía hacerlo, hagámoslo ahora”, con estrépito de pífanos final.
El principal es, qué duda cabe, el mismísimo Macri; con esa sonrisa puesta en su quijada y con una entonación entre melosa y gelatinosa, emplea, como si se dirigiera a niños que se van a dormir, diversos recursos para persuadir que todo va a pedir de boca: casi no hay inflación, los razonables aumentos a los servicios públicos levantarán el nivel de vida, estamos alcanzado el cero pobreza prometido.
A su sombra, y a su ejemplo, políticos y gremialistas, todos razonables, aceptaron ésos con muchas ganas llamados argumentos, lo cual se comprende, sobrevivir es la ley primera, pero fenómeno más excitante es el discurso de periodistas, pensadores y aun filósofos, genéticamente hablando, a los que Macri los ha estimulado para que sacaran la cabeza a fin de explicar a los obstinados que se emperran en no ser razonables, por qué debe estar bueno que nos vaya mal, cuánto nos conviene que nos quiten todo; supongo que sostienen que si Gramsci, nada menos, lo pensó todo en la cárcel, por qué no lo podríamos hacer nosotros, qué tiene de malo estar solo, mucho podemos esperar de Milagro.
Hablan con calma, como doctores que la han pensado mucho, ponderan, no gritan, casi no denigran, pesan y miden, evalúan y proponen. La palabra más adulterada de los últimos tiempo, “ley”, no se les cae de la boca, quién no se atiene a ella, de lo contrario es el caos; en ese tono razonable no falta la pizca de psicoanálisis, sobre todo en su aspecto comprensivo de “las cosas son como son y de nada vale que sean rechazadas”, “piense no sólo que no hay vuelta que darle sino que, razonablemente, le va a convenir admitirlo, es para su bien”; la crítica, sentencian, es antagónica de la sensatez y conduce a la soberbia y de ahí al error, la verdad está en la sensibilidad, un sentimiento que descarta reclamaciones, pedidos, derechos, no hay nada mejor que sentir; proponen, razonablemente, “mejorar” lo que estaría deficientemente encarado, lo real, “el real”, como dirían seguidores de Lacan en una mala traducción, está ahí, acéptenlo y corríjanlo pero sin modificarlo, lo razonable es un es como es.
En su intención inequívoca de convencernos de nuestra torcida manera de considerar eso que con desafiante prosopopeya llaman “gestión” siento algo así como el dulce cántico de las sirenas que intenta penetrar en los oídos de los marineros que somos todos en la barca argentina que viaja a los barquinazos hacia una tierra prometida de justa distribución. ¿Qué hacemos? ¿Consideramos que lo que dicen es atendible, razonable, y puede ser discutido o bien nos tapamos los oídos? El legendario Ulises optó por los tapones y pudo llegar a su casa. Me está pareciendo que es lo mejor que podemos hacer si alguna vez queremos llegar a la prometida tierra de una justa distribución.