Las bombachas que se saca podrían forma una montaña. Enorme fogata para describir la faena. Los clientes piden cualquier cosa y a Turba el culo se le agranda con la luz del velador, donde el tugurio muestra una estela de pánico.

El miedo no se fue todavía pero en Turba resalta una estrategia, un fulgor atento en los ojos para volverla una fiera, para arrancarle las bolas al macho que se acerca al prostíbulo donde las chicas secuestradas se enmarañan en el asco de la noche. Las bocas pastosas, los tipos que piden sexo anal en el coro de una cumbia como si estuvieran en la cancha y esos foquitos tristes donde parece que se viviera en el mismo y eterno día.

En la puesta de Turba hay un trabajo sobre el cuerpo de Iride Mockert como territorio. En ella se señala el afuera, la acción de los otros que jamás aparecen porque el texto de Laura Sbdar es un monólogo bello e implacable donde la interioridad de la protagonista se desmarca en un delirio aventurero, en la osadía de quien trama el escape aunque parezca imposible.

Es en esa imagen de las boleadoras, suerte de máquina voladora que parece sacarla de la tierra mancillada para hacerla ver el drama desde lo lejos, que Alejandra Flechner conjuga como directora la síntesis que trabaja en cada tramo, donde lo visual siempre tiene el poder de construir y convocar a las escenas ausentes. Los dientes son el cuchillo de Turba para dejar al cliente sin bolas, técnica de mutilación que ella conoce y prepara como en un formulario de la esclava sexual emancipada. Enchastrada y desnuda va a despojarlo de la fuente de su leche, ésa que le tira en la cara gracias a una espuma de carnaval con la que Mockert se embadurna. Así sale a los caminos a despegar vuelo. En esa acción de revolear, la estructura de Turba juega entre el encierro de la chica secuestrada por una red de trata y la figura poderosa, telúrica que invoca cierta liturgia originaria, el poder del macho devenido ahora en la astucia liberadora que quiere salvar a su hija y a su amiga muerta aunque tenga que luchar contra esas bolas que parecen revelarse como si el macho que las perdió pudiera renacer en ellas.

La dramaturgia de Turba dialoga con el texto de Gabriela Cabezón Cámara, Beya, le viste la cara a Dios, en esa búsqueda de una poesía zarpada sobre el horror que dé cuenta de las variedades del calvario sin perder cierta espesura paródica. Sbdar encuentra en ese cuerpo exhausto, donde el sujeto se desintegra, otro lenguaje que le permite sobrevivir en la locura de una voz que hace de la cumbia (ese show para el machaje caliente) una canción de protesta y del gestus de la puta que debe complacer al cliente, la palabra burlona, dislocada, hiriente de quien no se resigna. Esta obra que obtuvo el premio Germán Rozenmacher a la Nueva Dramaturgia el año pasado fue escrita para Iride Mockert. De hecho, la actriz tuvo la idea de este relato donde lo explícito, la secuencia brutal, la narración del cuerpo nunca llega al abatimiento.

Es en la interpretación de Iride Mockert donde el texto y la puesta explotan en esa magia de las vidas destruidas. La actriz sabe cómo contar la tristeza sin dramatizar y encuentra en el agobio su opuesto, como si el saberse capturada le sirviera para construir el temperamento de un ser de otro mundo. Es en esa capacidad para no quedarse nunca en el dolor sino entender que la manera definitiva de contarlo es a partir de las acciones que propicia, que Turba crece como un personaje fugado de la lógica realista. Ella es una niebla que ciega a los tipos. Sabe que la poronga es una máquina excavadora como si el cliente quisiera matarla o como si ya estuviera muerta en un desierto de boleadoras.

 

Turba se presenta los lunes a las 21.30 en El Portón de Sánchez. Sánchez de Bustamante 1034. CABA.