El título elegido deliberadamente ofrece una cierta ambigüedad o, mejor dicho, una doble interpretación. Por un lado, retoma un asunto debatido aquí y allá, y en apariencia anhelado por muchos: cómo terminar con la llamada grieta. Por otro lado, también sugiere pensar cuál fue, desde su origen, el objetivo o propósito de instalar la idea de la grieta.
Ambos asuntos están estrechamente ligados, ya que la idea de acabar, como en este caso, con un tipo de conflicto social, requiere saber cómo se originó, qué sentidos entraña su denominación y qué metas tenían sus promotores.
Mauricio Macri asumió en 2015 haciendo gala de tres grandes objetivos: pobreza cero, combatir el narcotráfico y unir a los argentinos. Si bien nunca se ocupó de aclarar cómo pensaba hacer realidad esas intenciones, los resultados desmienten su arenga fundante: lejos de disminuirla, la pobreza aumentó; el combate contra el narcotráfico no parece haber ido mucho más de allá de publicitar alguna detención en el terreno del menudeo. En cuanto a unir a los argentinos, es posible que la historia describa estos cuatro años como uno de los períodos en que mayor prevalencia tuvo el discurso del odio y la estigmatización.
¿Cómo se configura al otro, qué atributos se le suponen, qué vínculos se establecen con él y qué destino se le reserva?
Dos riesgos pueden presentarse: suprimir la diferencia o suprimir la afinidad. El primer caso conduce a la homogeneidad absoluta; el segundo a la exclusión absoluta del otro.
Hay allí una clave para categorizar el carácter autoritario de un gobierno. Cuanto más autoritario sea, mayor será la supresión de la diferencia al interior del propio grupo y mayor la supresión de la afinidad con quienes no forman parte de él. O, para decirlo con otros términos, en tales casos se reinstala el paradigma civilización o barbarie.
Durante varios años los opositores al populismo instalaron la idea de una grieta, entendida como grave y dolorosa división entre ciudadanos (que habría llevado a conflictos insalvables entre familiares, alejado a viejos amigos, etc.) y que habría sido creada, precisamente, por un gobierno popular. Su antecedente inmediato fue la palabra crispación. Con este término se pretendió dar figurabilidad a un supuesto estado de irritación en el cual se encontraría toda la sociedad y que habría sido producto de las arengas hostiles de Néstor Kirchner y/o Cristina Fernández. Es posible que en la construcción y difusión social del término “crispasión”, inadvertidamente o no, se tradujera un rechazo a la pasión, al afecto, a lo que excede la racionalidad en la política (¿Cris-pasión?), todo ello como un universo de elementos descalificados y que se atribuían al populismo.
Más allá de los buenos deseos e imágenes que nos podamos crear sobre una sociedad sin fisuras, ¿cuáles son las reales posibilidades de cerrar la grieta? ¿Qué condiciones exige de la sociedad terminar con la grieta? ¿Cuáles son, además, los límites de esa empresa? El problema llamado grieta, entonces, consiste en saber cómo se lo produce, se lo piensa y se lo procesa.
Si hay algo que el psicoanálisis nos enseña es la más absoluta imposibilidad de consenso. El malentendido es nuestra materia corriente y el antagonismo es inevitable. Aunque el neoliberalismo pretenda llamar consenso a la democracia, la política nunca se agota en los consensos, por más deseables que sean. Más bien, lo esencial será cómo trabajar en el marco de los desacuerdos, asumiendo sin más la inevitable irreductibilidad de los antagonismos. Hasta los epistemólogos, como Kuhn o Feyerabend, nos hablaron de la inconmensurabilidad de las ciencias.
El antagonismo no es nunca la condición de la violencia, más bien al contrario, el antagonismo es la transformación de la violencia en tanto le da figurabilidad, expresión y vías de resolución. La violencia, en todo caso, se despliega cuando prevalece la tendencia a suprimir el antagonismo.
¿Qué hizo nuestro neoliberalismo telúrico para desmentir el carácter irreductible de los antagonismos? Inventó la fábula de la grieta. Llamó grieta al antagonismo y la exhibió cual si fuera una anormalidad y no la esencia propia de todo conjunto social. En esta versión del antagonismo como anormalidad, a su vez, procede a una simplificación violenta que divide al mundo en trabajadores y vagos, honestos y corruptos, normales y anormales. La grieta es al antagonismo lo que la teoría de los dos demonios es al terrorismo de Estado.
La primera conclusión, entonces, es que sea lo que sea que imaginemos como “terminar con la grieta”, no podrá consumarse a costa de uno de los lados que la componen.
Hemos señalado en diversas ocasiones algo que planteó Freud, a saber, la inevitable insuficiencia de las leyes para regular los intercambios intersubjetivos. Nunca las leyes podrán agotar y resolver la conflictividad humana y es, precisamente, en ese intersticio donde se revela la necesidad de la política.
Veamos un ejemplo: el año pasado tuvimos un intenso debate sobre el aborto. ¿Hubo grieta allí también? Yo no lo llamaría grieta pues, se entiende por lo dicho, prefiero el término antagonismo. Lo cierto es que parece haber dos posiciones irreconciliables, entre quienes defienden la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo y quienes se oponen a ella. No existe, entonces, una ley que permita que todos estemos de acuerdo, una ley que nos represente a todos. Ni la prohibición del aborto ni su legalización podrán ser representativas de todos, pese a lo cual es posible marcar una diferencia entre una y otra situación. Si no se despenaliza el aborto, se impone un todos homogéneo, a costa de una de las partes. En cambio, si se legaliza la interrupción voluntaria del embarazo, se procede a la construcción de un todos heterogéneo. En este último, caso, pues, la ley no representará a todos, no obstante sí le da cabida al todos, en tanto, como se dijo ad infinitum, nadie queda obligado a abortar. Por el contrario, si se mantiene la prohibición, la ley tampoco representa al todos, aunque en este caso no todos tienen cabida.
Es esta una de las cuestiones relevantes de la legalización, la asunción social de una universalidad imposible, universalidad que, cuando se pretende posible, desde ya no es más que una ilusión en tanto, de inmediato, crea una marginalidad, un terreno de criminalización y muerte. La prohibición del aborto, por tanto, se erige como una ley absoluta, mientras que su legalización pone de manifiesto con mayor claridad la inevitable insuficiencia de todo código normativo. Legalizar el aborto es un paso más en el largo camino, más bien interminable, de la asunción de nuestra sustancial imposibilidad de concordar.
Para terminar con la grieta, entonces, resulta esencial dejar de usar ese término, al menos, en el sentido que le han dado los políticos y comunicadores que, durante años, ostentaron la paradójica posición de reclamar su fin encendiendo el odio. El paso siguiente, o correlativo, es aprender el valor del desacuerdo y la inevitabilidad de los antagonismos. Luego, advertir que es la política la vía privilegiada para que los antagonismos no devengan en grieta, es decir, en violencia social. Debemos, de hecho, celebrar que ante la devastadora crisis económica que deja el gobierno de Mauricio Macri, los argentinos no estén reclamando “que se vayan todos”, sino que, pacíficamente, hayan votado en las PASO por un camino diverso, camino que, sobre todo, expresa lo recién dicho sobre la política.
Y por último, estimo que sí hay una condición adicional que deberemos admitir, una condición que, diría, debería instalarse como necesaria para que evitar anomias y pánico, para bajar la pobreza y el odio, para que prevalezcan la ternura y la ética. Dicha condición es que la política hegemónica se proponga acotar toda tentativa de voracidad y egoísmo.
* Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de los libros El malestar en la cultura neoliberal (Ed. Letra Viva) y Escenas del Neoliber-Abismo (Ed. Ricardo Vergara).