¿Canciones? Adónde vamos sí que necesitamos canciones. Instalada en el inconsciente colectivo, La Máquina del Tiempo tiene su historial no solo como vehículo de la ciencia ficción sino también de la música popular. Fue el tercer álbum de Los Twist, el célebre espectáculo de Eduardo Mateo en el Teatro Anglo de Montevideo y, ahora mismo, el nombre del segundo disco de Botis Machín. Agazapado en el monte cordobés, el fundador de La Manzana Cromática Protoplasmática roba wi-fi de una estancia y ofrece su respuesta oracular por WhatsApp: “El tiempo es una ilusión que la música, en su naturaleza insondable, cuestiona”. La máquina que, menos que viajar a través del tiempo, se propone detenerlo. Es decir, destruirlo.
Producido junto a Juanito El Cantor y Julián Gándara, La Máquina del Tiempo es un disco hondo y liviano. Una invocación y siete canciones mayormente acústicas, que remiten tanto al primer Miguel Abuelo como a la Incredible String Band o el Choncho Lazaroff. Así, entre cuerdas y sintetizadores, la guitarra teje o desteje su virtud: desde el luminoso estribillo circular de “Cada vez que nombres” hasta la ominosa “El espíritu del monte”. Todo proviene de la misma fuente: todo debe aceptarse. Una lección animista cuyo arco nace en el corazón del conurbano.
Leandro “Botis” Machín creció en una casa humilde de Villa Tesei, contaminado por el temperamento de su abuelo Héctor Marcó (compositor de tangos como “En un beso, la vida” o “Gol argentino”), las dotes histriónicas de su madre y las amistades del tío Rudy Marcolongo: guitarrista de los Dulces 16, Pajarito Zaguri y otras leyendas andrajosas del rock & roll del Oeste. La música no era una obligación, pero –a su curiosa manera- rompió la membrana. Entre los videos de Michael Jackson y el score de los dibujos animados de Warner, Botis encontró la horma de su zapato y salió a hacer el camino sobre las baldosas intermitentes de “Billie Jean”. Su itinerario hizo equilibrio entre lo generacional y lo estrictamente personal: el heavy metal, la patria alterlatina de los noventa, las encarnaciones de Frank Zappa, el perfume de la Banda Oriental, Caetano Veloso y el cáliz spinetteano. De manera circense y torrencial, La Manzana Cromática Protoplasmática concentró buena parte de esas exploraciones. Como si acaso, en alguno de los célebres lozanazos, Patricio Rey hubiera abdicado para cederle el trono a Eduardo Mateo.
“Me fui de viaje mucho tiempo –dice Machín-. Arranqué en tren hasta Tucumán y terminé en Colombia, pero no iba a ningún lado. Y a lo largo de ese camino, fui dándole forma en un cuaderno a un concierto que se llamaba La Manzana Cromática. No tenía intención de que fuera meramente musical: en realidad, quería que fueran animaciones proyectadas y que los músicos permanecieran ocultos. No exactamente como me lo imaginaba, pero años más tarde lo hizo Gorillaz”.
La parábola del grupo dejó un culto, dos discos (El tren de la Vía Láctea, de 2006 y Titiriscopio, de 2010), un colectivo fundido en la banquina y la utopía –siempre vieja, siempre nueva- de la vida comunitaria. Urgido por el llamado del monte, Botis partió hacia las sierras cordobesas con su compañera y sus dos hijos más pequeños. Se instaló en el paraje Los Molles, renunció a algunas marcas del confort urbano (no tiene internet ni computadora) y recibió a su hija menor en el medio de la cerrazón. Aunque no está escindida, es una vida voluntariamente expuesta a los contrastes.
“La mitad del tiempo vivo en Los Molles y la otra mitad viajo a diversos puntos del mapa llevando mi música –dice Botis-. De repente soy Charles Ingalls contemplando las estrellas y al rato estoy en el corazón de alguna gran urbe tirándole piedras al tren. Al toque de mudarme a la montaña me di cuenta de que ahí la relación con el arte es totalmente distinta. Y ahora me parece incluso lógico que haya una relación entre el flujo de la necesidad creativa mucho más intenso arriba del vagón del Sarmiento en hora pico que a la vera del rio en algún recoveco paradisíaco de la montaña. Es que el arte, en las ciudades, es una de las pocas herramientas (o por lo menos una de las más accesibles) para conectar con el mundo invisible”.
Botis en el bosque estrambótico (2011), su primer disco como solista, dispuso ese territorio como una suite. Allí, después de cambiar el cuerito de una canilla, Botis exploraba las cañerías y encontraba un ecosistema de hongos y líquenes “allí donde el Ciff nunca llegó”. “Eran temas había escrito entre el 97 y el 2001, pero bastante atemporales –apunta-. Salvo ‘Niño’, por alguna razón nunca fueron a La Manzana. Quería guardar determinadas canciones en un lugar como un refugio, así que permanecieron un poco más intactas porque las protegí del mundo. Zafaron del desgaste”.
Momentáneamente, ninguno de sus discos está disponible en Spotify. La forma de acceder cabalmente a toda esa música es a través de su delivery personal: parafraseando a Whitman, quien toca estos discos toca –literalmente- a su autor. En el preciso momento en el que los músicos parecen agarrar de los pelos a su público para que sigan su cuenta de Instagram, la posición del Botis es radical. Un manifiesto ético a mitad de camino entre la mera vagancia y el mero zen.
La difusión, en ese sentido, parece quedar en manos de los iniciados. De toda una generación de músicos (de Sig Ragga a Sofía Viola, pasando por Lucio Mantel, María Pien, El Plan de la Mariposa, Manuel Onis, Ezequiel Borra o La Filarmónica Cósmica) que esparce bíblicamente las canciones del Botis. “Creo que mis colegas pueden percibir un ser artístico que se manifiesta aunque vaya a comprar churros en cuero y chancleta –apuesta Botis-. El juego del artista cobra sentido en la fe del espectador. No hay posibilidad que me conmueva alguien a quien no le creo. Y la credibilidad está construida por cada pequeña decisión, cada actitud ante el acierto y el desacierto. Creo que soy verdadero, sobre todo en mi templo que es el arte. Y supongo que es lo que la gente toma como inspiración y traduce en respeto. Si no es eso… ni idea”.