Quizás no haya en la tierra una experiencia más anticlímax de lo que entiendo por un recital, concierto o festival de rock desde Amnesty 1988 en adelante, que el festival internacional de Viña del Mar. No es el espíritu libertario, no es la apertura mental, no es cierto clima de comunión aunque sea pasajero y artificioso, no es energía pura y dura lo que transmite sino más bien un aire autocelebratorio y con un público que aunque obviamente heterogéneo, enarbola unos aires de yo-pago-mis-impuestos. Pero también es cierto que con el correr de los años, muchos empezamos a aburrirnos de los conciertos en River, en Vélez y en Obras y su proclamada rebeldía, y nos fuimos refugiando en lugares más íntimos, en teatros con buena acústica, en trastiendas... y nos fuimos aburriendo también. Como sea, Viña del Mar acaba de arrancar con su edición número 58 perfeccionando buenos shows, sus autopromocionadas e insondables gaviotas (de plata, de oro), su quinta Vergara donde habita el monstruo (una manera de llamar al público, hay que decirlo, más prometedora e interesante que, por ejemplo, el soberano), ese público que alternativamente intimida, consagra, abuchea, aplaude y premia a los artistas que, sea quien sea, siempre tienen un momento de flaqueza emocional ahí arriba, en ese escenario frente a unas quince mil personas promedio a las que se les otorgó un poder de veto más grande que al de cualquier presidente. Hay famosas y numerosas historias de maltratos y abucheos, en especial a los actores cómicos o para los artistas concursantes, sobre todo no autóctonos. No hay que dejar de decir también que Viña se convirtió, en aproximadamente los últimos diez años, en polo de atracción y difusión para artistas y bandas en toda América Latina, oscilando entre un sistema de consagración medio extravagante y una apertura modernista que, sobre todo, fue dando espacio al rock que desde finales de los 80, podría denominarse alternativo.
Era interesante esta apertura porque por primera vez se presentaban en Viña Los Fabulosos Cadillacs después de que en 2010 se frustrara la visita por el devastador terremoto de febrero de ese año. Y también porque Los Fabulosos están volviendo con formación original, a punto tal que en Viña del Mar estuvieron Flavio en el bajo y el saxofonista Sergio Rotman. Vicentico sí había estado con su propia banda y su carisma tan anti-espíritu Viña que, la verdad, temíamos lo peor. Hombre de pocas pulgas y dueño de un humor introspectivo, quizás se le volaban los pájaros... y las gaviotas. Claro que esta vez también estaba el peculiar Sr Flavio para terminar de desconcertar y seducir.
Decisión anunciada en conferencia de prensa y pronto corroborada: set clásico de Los Fabulosos, mezclando combatividad bizarra (uuuhhh) y diversión bailable. Lo que el público quería, entregado con un espíritu histórico, retrospectivo, no carente de una leve capa de nostalgia bien temperada y un poquito de aire superado. “Mi novia se cayó en un pozo ciego”, “Mal bicho”, “Matador”, “Siguiendo la luna”, “Vasos vacíos” y cierre con “El satánico Dr Cadillac” a pedido de twitter (¿quién lo hubiera dicho?). Después de alguna sensación tensa al comienzo, todos se relajaron arriba y abajo y la cosa fluyó. El show, en lo técnico y climático, fue excelente, y también ayuda que para el público rockero de Viña todo se asimila como si fuera un poco Soda Stéreo, un rock argentino latino que hoy por hoy cuenta entre sus virtudes la eficacia, el discreto encanto de la ceremonia y el ritual revisited y por supuesto, lo que en el fondo todos quieren hoy por hoy con el rock: recordar cuando eran jóvenes, aunque ese recuerdo feliz y corporal poco y nada tenga que ver con lo real. Gaviota de plata y de oro.
Pero si querías ver rocanroll del bueno, hubo que esperar a la tercera velada. Y no fueron ni los Fabulosos ni los Auténticos Decadentes (que también tocaron después de los Cadillacs) ni Kiss ni Metallica. Fue la presentación –la primera fuera de España después de salir de la cárcel– de Isabel Pantoja. Dos años estuvo presa la Pantoja por un delito de blanqueo de capitales. Con esas heridas en el alma que ya no son solo de amor, la histriónica cantante apareció por primera vez en vivo en Viña del Mar. Abrió el show, se peleó con unos jurados que hablaban por celular en la primera fila, alabó a Lali Espósito por su actuación en Esperanza mía (aunque también quedó la sensación de que la estaba retando por no prestar mucha atención) le echó el ojo a Maluma, el muchacho del momento, arremetió con una orquesta en escena de ¡noventa músicos! (solo superados por los cien de la vez que estuvo Sting en la Quinta Vergara) y a los cinco minutos ya tenía atrapadas en el buche la gaviota de plata y la de oro. Poco a poco se empezó a revelar el entramado de esta velada inolvidable. La Pantoja lloraba y clamaba al cielo, cada vez subiendo la apuesta interpretativa y dejando de lado el micrófono (extraordinaria, por momentos) hasta que dejó en claro que estaba ahí para rendir homenaje al Divo de Juárez, Juan Gabriel, recientemente fallecido. Las cámaras de Chilevisión empezaron a captar imágenes de parejas gays y lesbianas abrazadas y emocionadas y asomaron los carteles que abogaban “Por la identidad de género”.
Cantó “Se me olvidó otra vez”, “Hasta que te conocí”, y al final le dieron la Gaviota de Platino, para ella y para Juan Gabriel, posmortem.
Así se cerró una noche distinta. Basta imaginar lo que hubieran sido los dos, la Pantoja y Juan Gabriel en escena, probablemente los 90 músicos habrían ascendido a más de cien, mariachis incluidos, terremoto de llanto.
Hace falta una banda como Los Fabulosos, con una actitud que no suele ser muy complaciente con los rituales rockeros, para mantener el monstruo a raya. O una tremenda sevillana como la Pantoja que no se calla ni aunque la persigan todos los policías del mundo para que pague sus impuestos.