Hoy Manuel tiene una reunión y se toma el tren. Un tren eléctrico. Uno de los pocos. Como es tren de trocha angosta lo llaman “el trencito”. Sus vagones, sin embargo, son amplios. Y sus asientos dobles, de una sola pieza y rebatibles, de cuero verde, le dan aspecto de tren gigante. Manuel nunca lo toma, pero hoy le queda cómodo, a pesar de las siete cuadras que va a tener que caminar cuando se baje.

Cuando Manuel vivía con Ramona tomaba mucho ese tren silencioso.  

–¿Ramona te llamás?

–Ramona.

Se conocieron en una fiesta, una noche invernal en la que los invitados tomaban vino caliente con azúcar. Un chico simpático sacaba el vino con un cucharón enlozado de adentro de una olla apoyada en el suelo que le llegaba hasta la cintura. “El monje del vino”, le decían al chico, aquella noche. Tenía puesto un casco militar con insignias de coronel y un chaleco antibalas sobre el torso desnudo. Las salpicaduras del vino caliente le teñían un poco los brazos, pero las luces móviles de la fiesta disimulaban las manchas, al punto de hacerlas parecer pecas, o pelos.

Manuel y Ramona no bailaron. Nunca bailaban. Conversaron en distintos lugares de la casa, y en distintas posiciones. 

Pegados a un parlante que aturdía, de pie.

Sentados en los escalones de una escalera con la baranda llena de plantas colgantes. 

En el patio, donde la gente salía a fumar a pesar del frío: ellos contra la pared, a la que empujaban con los hombros mientras conversaban, como si con eso de empujar y empujar subieran la temperatura del ambiente. 

En la terracita que daba a la avenida, asomados.

En la puerta del baño, él del lado de adentro, ella del lado de afuera.

El beso se lo dieron recién en la casa de Ramona. Habían salido de la fiesta juntos. Era un trayecto corto. Pocas cuadras. Y justo cuando estaban por despedirse, en la puerta, como para decir algo, ella le preguntó a Manuel si sabía arreglar lavarropas y él le dijo que sí.

–¿No me creés?

–¿Cómo no te voy a creer?

Atravesaron el pasillo que conducía hasta la casa de Ramona, la última de tres que daban a ese pasillo. Oyeron los ladridos del perro del primer vecino, enroscados contra la puerta; sortearon al tímido gato del segundo vecino, acostado y con las patas estiradas en medio del paso. Y ya en la cocina de Ramona resultó que Manuel, en efecto, sabía arreglar lavarropas. Era una reparación sencilla. Cambiar una arandela de goma (algo que Manuel improvisó con teflón) y limpiar los filtros. Ramona, mientras él arreglaba, preparó café. 

Pero no llegaron a tomarlo. El beso duró cinco años. En esos cinco años hay que incluir dos embarazos fallidos y la larga convalecencia de Manuel tras un accidente de tránsito.

QQQ

La especialidad de Manuel son los televisores y los hornos a microondas. La reunión que tiene hoy es, precisamente, con empleadores del rubro. Lo quieren como jefe de turno en el taller de una cadena que repara electrodomésticos. Así le dijeron y así va él, sentado en el asiento de cuero del tren gigante, ilusionado con ese posible nuevo trabajo, cuando dos estaciones antes de llegar los altoparlantes informan que “el servicio se encuentra condicionado por accidente de persona”, lo que suele significar que alguien se tiró a las vías y murió, o está herido.

El hombre que va sentado frente a Manuel dice, al aire:

–Justo hoy tenías que suicidarte, amigo.

El que está al lado de Manuel saca su teléfono y graba un mensaje:

–No llego. Tren demorado. Que López me espere.

Manuel por suerte salió con tiempo. Es metódico y previsor. No lo molestan, más bien lo alegran, las pausas como esta. Son los momentos en los que se ve justificada su pasión por el método y la previsibilidad.

Durante las primeras cuadras Manuel camina unos pasos por detrás del hombre que tiene la reunión con López. Es pura casualidad que el hombre vaya adelante y Manuel atrás, pero Manuel siente que persigue a ese hombre. Incluso le gustaría ser López y acercarse al hombre y decirle que él también está llegando tarde, que pueden ir juntos a la reunión, o ir adelantando temas.  De hecho, uno de los apellidos de Manuel es López. Su nombre completo es Manuel Martínez López. Pero entonces el hombre dobla en una calle que no es la de Manuel y adiós al juego de coincidencias.

Ahora Manuel se dedica a respirar bajo la sombra de los robles y acorta camino por las diagonales del barrio. Las conoce porque son las mismas que recorría en la época en que vivía con Ramona. No las recuerda con exactitud, no eran las calles por las que más andaba. Y si bien en pleno mediodía difícilmente vaya a encontrar a alguien que lo guíe, está seguro de que no va a tener demasiados problemas para orientarse solo. Es un barrio complejo, casi laberíntico, pero no tanto como para perderse. Además, Manuel confía en su intuición. La soledad de las callecitas lo sumerge en una especie de rastro fantasmal. Él se siente bien así, caminando como en plena niebla, como sobre el vacío. ¿Cuánto falta? No sabe.

–¿Te acordás cuando íbamos a la heladería?

–Tomábamos helado.

–¿Te acordás cuando tomábamos helado?

–Era frío.

–¿Tomábamos helado en invierno?

¿A quién le gustaría encontrar la casa donde Manuel y Ramona vivieron juntos casi cinco años?   A todos. Una casa que ahora Manuel encuentra, sin querer, y que brilla frente a él como una serpiente. Se la ve un poco caída, un poco lúgubre, pero ahí vivieron juntos, y ahora...

Manuel se dispersa al ver la casa y se olvida por un momento de su cita laboral. Y mucho más se dispersa al ver movimiento adentro. ¿Vive Ramona todavía en ese lugar?

Manuel aprovecha que tiene crédito en su celular y llama al teléfono fijo de la casa donde vivió con Ramona. Nadie contesta. Vuelve a llamar. Nada. Al tercer llamado atiende una mujer.

–Hola...

–Hola... –dice Manuel. Y cree que va a titubear: no se siente preparado para algo que tenga que ver con su pasado junto a Ramona. Sin embargo las palabras le salen rápidas: –¿Está Ramona?

Del otro lado del teléfono la voz dice: –No vive más acá –y Manuel puede ver, a través de la ventana, a esa mujer que acaba de hablarle.

–Yo viví ahí con ella, por eso llamo –sigue.

-¡Qué casualidad! –la voz de la mujer parece un poco sobreactuada. Pero como Manuel la ve a través de la ventana se da cuenta de que no es tan así: hay alegría verdadera en los movimientos, en la sensualidad de la mujer: –Justamente estamos organizando una fiesta con todos los que alguna vez vivieron en esta casa.

–Bueno, en mi caso...

–¿Vos viviste acá? ¡Vení! Es mañana. No es obligatorio, pero nos gustaría, si podés venir... Además... ¡Qué casualidad!, ¿no te parece?  

El celular de Manuel pierde señal y la comunicación termina abruptamente. Él puede ver a la mujer, que mira el tubo del teléfono como si adentro hubiera un insecto encerrado. La ve levantar los hombros, algo decepcionada. Piensa que es una actriz. Hace poco vio una comedia callejera en la que una mujer actuaba casi exactamente como esta mujer que ahora él ve atrás de la ventana. ¿Será la misma? También, cree notar que la mujer está contenta, y supone que eso se debe a que llegó a pasar la información. Y ahora está en él ir o no ir a esa fiesta que habrá mañana.

Se aleja. Mira el cielo y hay dos nubes. Una con forma de trompa de elefante y otra con forma de Buda. Empieza a creer que el llamado telefónico fue un malentendido o una alucinación. También entiende que las nubes que ve son señal de buena suerte. En cuanto encuentre un local de quiniela va a apostar al primer número que se le cruce, piensa. No va a ganar, pero la sola sospecha de que puede ganar ya modifica algo en él y enciende su deseo de ir a la fiesta a la que acaban de invitarlo. Quizá encuentre a Ramona. A ella también le gustaría ir a esa fiesta.


Hoy Manuel se viste bien y toma otra vez el mismo tren que tomó ayer. Es de noche, bastante tarde, el vagón está lleno de chicos muy jóvenes. ¿Hace cuánto que Manuel no viaja en tren de noche? ¿Hace cuánto que no sale de noche? No se siente incómodo, rodeado de jóvenes que parecen salir todas las noches del año. Pero siente que en los otros vagones podría estar más tranquilo, que el único vagón con pasajeros es el de él y que los otros van vacíos o, como mucho, con algún linyera que nunca se baja, que va y que viene entre terminal y terminal, o con algún suicida que nunca se anima a dejarse caer entre las ruedas del tren. Piensa que en esos otros vagones podría estar mejor, pero también estaría más atormentado, lleno de ideas linyeras y de ideas suicidas, y quizá por eso prefiere quedarse en su vagón lleno de jóvenes, a pesar del ruido y de la molestia.

Al llegar a destino (la misma estación de ayer), bajan casi todos. Manuel sospecha que hay un boliche cerca. Un boliche de moda. Pero al ver que todos siguen el mismo camino que él entiende que bien podría ser que todos fueran a la misma fiesta que él. 

Los jóvenes van en grupos de dos o de tres y se mueven como elásticos: parecen saltar de un lado a otro de la vereda mientras las pantallas de sus celulares les iluminan las caras y las manos. Manuel camina solo, entre ellos, y va cerca de una chica que se parece mucho a Ramona. Una Ramona joven, brillante. La Ramona de las fotos de cuando Ramona era niña. Él no conoció a esa Ramona, no en el cuerpo de esta chica que camina tranquila mientras sus amigos la empujan y pechan, jugando. Manuel tiene ganas de defenderla. Decir: “¿No ven que ella quiere estar en paz?”, y pelearse con alguno, batirse a duelo si fuera necesario. Un duelo de celulares luminosos, con rayos contundentes con forma de prismas, mortales, que salen de las pantallas.

Pero en lugar de eso se va acercando a la chica y llega un momento en que los dos caminan con los hombros casi pegados. Es una chica alta, como Ramona. Casi más alta que Manuel. Eso a Manuel lo excita y lo obliga a mirar para otro lado. Pero a los pocos pasos descubre que mirar para otro lado no es una buena solución. Una vez que su imaginación estableció que la chica con la que camina hombro con hombro podría ser Ramona, mirar para otro lado se convierte en una turbina de imágenes. Todas eróticas, o muy sensuales. Imágenes con aromas deliciosos, primero, y luego imágenes con el olor de la piel y el sabor de la carne de Ramona. Olores ácidos, fuertes y combustibles. 

Manuel deja de mirar para otro lado y decide mirar a la chica. Ella se da cuenta y no se asusta. Al revés. Lo mira a los ojos y ahora caminan mirándose a los ojos. De a poco todos se dan cuenta de la situación y empiezan a hacer una especie de círculo móvil alrededor de ellos. Manuel y la chica avanzan cada vez más despacio hasta quedarse quietos, en una esquina, con todos los otros chicos alrededor. Alguien llega a decir: “¡pi–qui–to, pi–qui–to!” Entonces Manuel se asusta y sale corriendo.

Dos cuadras más adelante, para en un kiosco. Está perdido. Por suerte el kiosco todavía está abierto, así que pide orientación al kiosquero. El kiosquero, antes de eso, le pide un favor, que es que lo ayude con una caja muy pesada. Es una caja rectangular que el kiosquero quiere llevar al tacho de basura de la cuadra.

–¿Qué hay adentro? –pregunta Manuel. 

–Mi mujer –dice el kiosquero.

Entre los dos llevan la caja como si cargaran un muerto y la tiran adentro del tacho. 

–Misión cumplida –dice el kiosquero. 

Manuel no sabe qué decir y repite: –Misión cumplida. 

Con la orientación del kiosquero Manuel llega a la casa donde vivió con Ramona. En la fiesta hay mucha gente, mucho humo, lo usual. Muchos globos de colores. Como Manuel no conoce a nadie, se acerca a la barra y empieza a tomar. El chico que hace los tragos está disfrazado de vikingo, es pelirrojo y musculoso, y se ríe muy seguido, sin motivo aparente. Manuel se encandila un poco con esa risa y se queda cerca del Vikingo para escucharla una y otra vez. Es una risa que le hace acordar al grito de algún pájaro: una especie de chirrido que no es de máquina, porque es más grave, pero tampoco parece algo muy animal, y mucho menos humano. No lo preocupa tener que simular su deseo de estar cerca de ese chico pidiendo uno y otro trago. En la entrevista de ayer le fue bien y, de alguna forma, sabe que puede gastar a cuenta de lo que van a pagarle en su nuevo trabajo.

En un momento, cree ver a Ramona y se debate entre ir a ver si es ella o quedarse con el Vikingo. El Vikingo dice:

–¡Amigo!, ¿por qué no da un paseíto?

Manuel lo mira y se da cuenta de que el Vikingo no le habló a él, sino a alguien que está parado atrás, alguien con una máscara de Pluto.

–¡La fiesta de disfraces no era acá! –sigue el Vikingo, y se ríe.

Manuel se queda con esas dos frases del Vikingo como si el de la máscara de Pluto no existiera y como si el Vikingo le hubiera hablado a él. ¿Tomé tanto ya, que el Vikingo me manda a pasear?, se pregunta Manuel. ¿Por qué el Vikingo me trata de usted? 

Empieza a deambular por la fiesta. Hay varias mujeres parecidas a Ramona, pero ninguna es, y de golpe Manuel se da cuenta de que sin querer, empujando gente, llegó a la terraza. Sopla una brisa fresca, como marina. Manuel, a pesar de que sabe que está a cientos de kilómetros del mar, intenta atrapar el sabor de la sal en el aire. Pero la casa está tan cambiada... Recién ahora lo nota. No solo la pintura y la decoración. Hubo arreglos importantes, paredes nuevas, paredes derribadas. No alcanza a reconocer exactamente cuáles son los cambios, pero entiende que son muchos, como si la casa no fuera la misma en la que vivió con Ramona y como si la casa no estuviera en una ciudad a cientos de kilómetros del mar. Y sin embargo... ¿Hasta dónde lo llevó el tren? ¿Cuánto tiempo duró el viaje? ¿Cuántas cuadras caminó junto a la chica igual a Ramona? Y el kiosquero, ¿adónde lo mandó?

De golpe Manuel ve que se acerca el Vikingo. Trae un vaso lleno de un líquido rojo. 

–¡No es sangre, amigo!, pruebe este trago, es pura fantasía.

Manuel acepta. Bebe. Tiene un poco de gusto a sangre. También tiene gusto a agua de mar. Manuel, mientras bebe, sabe que quizá mañana amanezca en la playa, convertido en tortuga o en pulpo, quemándose al sol. Cuando termina va hasta el baño. Como está ocupado, tiene que esperar, así que espera. Al rato, la puerta se abre y sale de adentro la chica igual a Ramona con la que caminó algunas cuadras antes de huir y encontrar al kiosquero. Se miran fijo a los ojos. Se reconocen. Por un momento parece que cada uno va a irse para su lado, pero se quedan así, enfrentados, mirándose, y empiezan a bailar. Como el espacio es reducido, inevitablemente se tocan. Primero las rodillas, después los muslos. Terminan frotándose torso con torso, los brazos en alto. Por lo que se ve, ella tomó tanto como él. 

–¿Vas al baño? –pregunta ella.

–Vamos –dice Manuel.

–Pero sos un viejo.

Manuel se ríe. Tiene la misma risa que el Vikingo, la reconoce.

–¿Sabés qué? –sigue la chica–, el inodoro no anda bien. ¿Vos podrías arreglarlo? 

Manuel asiente con la cabeza, mientras baila.

–Voy a necesitar ayuda –dice–. Estoy viejo.

-¡Yo te ayudo! –dice ella. 

  Entonces entran al baño. Cierran la puerta. Empiezan con la reparación.