Suele decirse que uno se muere cuando nadie lo recuerda. Es una máxima tan popular que es la premisa de la película animada Coco, que hizo llorar a medio mundo. Queremos trascender: en un Más Allá religioso, en la vida después de la muerte laica que implica dejar una obra, una casa, los hijos, o en el recuerdo de quienes estuvieron a nuestro lado. Esa ilusión ayuda a negociar con la muerte en términos (algo) menos vertiginosos. Ahora, sin embargo, esa vida después ya existe, es una realidad: es el más allá digital. Por supuesto, ahí queda nuestro rastro, pero no nuestra conciencia --lo que sería la verdadera inmortalidad, pero ése es otro debate--. ¿Quién no tiene un sobresalto cuando aparece en los recuerdos de Facebook ese amigo muerto hace un año o los padres, de vacaciones en 2015, entonces ancianos, hoy ya cremados? Todo esto puede evitarse cambiando las configuraciones, pero la mayoría de la gente tiene una relación intensa pero a la vez muy casual con la tecnología, incluso crédula. Y la muerte en las redes sociales es un asunto particular con reglas propias.
Desde hace unos años crece la preocupación por la herencia digital. Todo lo que hacemos online es nuestra huella digital: eso es permanente. No solo las fotos y los posteos: los viajes que le pedimos a Uber, los recorridos en GoogleMaps, lo que vemos en YouTube, cada búsqueda. Todo es rastreable: es una historia paralela y con frecuencia secreta. La pantalla es una compañera de la intimidad a la que acudimos para tipear esa fantasía sexual inconfesable, ese fetiche secreto, esa curiosidad malsana. Pero la pantalla no guarda nuestros secretos y esos recorridos siguen y seguirán ahí, todos los grupos cerrados donde descargamos obsesiones y odios, todos los foros donde nos logueamos de madrugada para ver cosillas morbosas, todos los chats con novies virtuales que preferiríamos mantener en la discreción. Cuando uno muere, la posibilidad de encontrar estos trayectos está a un clic de distancia. Y cada vez más gente, en el mundo entero, quiere controlar el daño, la herencia, la imagen que quedará impresa.
Controlar es el verbo. Algunos dirán: “qué me importa, si ya estoy muerto”, y tendrán razón. Pero la mayoría no es tan razonable y quiere disponer de cómo serán manejadas sus redes sociales después de la muerte. Irse no es fácil en vida, como lo sabe cualquiera que haya intentado borrar su perfil. Una vez muerto, la dificultad se duplica. El sentido común indica que las redes borran los perfiles después de cierto tiempo de inactividad. No es así. El sentido común, además, no existe o, mejor dicho, es un mal consejero.
Facebook, a pesar de la cada vez más repelente figura de Mark Zuckerberg, sigue siendo la red favorita de todos. Incluso los centennials, de quienes se dice que ni siquiera abren Facebook por considerarla “de viejos”, tienen su perfil ahí: es como un DNI. En Facebook, si el muerto no decidió previamente qué hacer con su perfil --es posible hacerlo de antemano pero casi nadie es tan previsor-- los deudos pueden contactar a la red social para hacer tres cosas: desactivar, borrar o memorializar, es decir, mantener el perfil activo y convertirlo en un memorial virtual donde la gente puede dejar sus tributos, recordar al muerto en fechas significativas y demás. Es bastante fácil si se tiene el e-mail y la contraseña del difunto, pero si no, se necesitan algunos papeles: un certificado de nacimiento, un certificado de defunción (puede ser también el link a un obituario o noticia de la muerte de un medio “confiable”) y pruebas de que se actúa en nombre del titular del perfil, es decir, parentesco cercano o alguna autorización legal. En el caso de “memorializar”, la configuración permite el acceso sólo a amigos y familia, que pueden seguir viendo las fotografías y algún update y hablar entre ellos. El manager de la cuenta --el heredero-- no puede cambiar nada de lo que ya está ahí, solo hace updates y modera comentarios.
Con Twitter es más sencillo, porque desactiva las cuentas después de unos seis meses de inactividad. Por supuesto, alguien puede hackearla y relanzarla. Para asegurar el cierre hay que tener: el nombre de usuario, el certificado de defunción, la copia del DNI o pasaporte, y una autorización firmada con los detalles del difunto y el motivo de la desactivación, además de un link a un obituario. Todo debe ser enviado a la dirección de Twitter en San Francisco. Está claro que es más sencillo esperar la desactivación automática.
Instagram también memorializa o borra una cuenta si se le dan instrucciones y con la documentación correcta. Lo que no se puede es tomar esta decisión en vida, como sí lo permite Facebook, donde se puede planear el funeral. ¿Por qué no, si son la misma compañía? Así de misteriosas son las corporaciones y sus necesidades.
Seguir enumerando resultaría repetitivo, pero es bueno recordar que muchos usuarios tienen además Linkedin, Pinterest, Snapchat, YouTube y tampoco hay que olvidar las cuentas de Amazon, Mercado Libre o la opción de shopping favorita. Hoy el usuario promedio de internet cuenta con alrededor de seis redes sociales activas, incluyendo foros específicos, apps de conversaciones, grupos de interés especial, canales de hobbies (la actividad de los gamers es gigantesca). Es obvio que manejar todo esto no es una tarea fácil: es un trabajo. De hecho, se recomienda que el ejecutor del testamento digital no sea el tío que olvida la contraseña de Netflix, sino alguien más avezado en cuestiones tecnológicas. Asoma una nueva figura, un trabajador del futuro: el ejecutor digital, una persona especialista en este trabajo a quien se puede contratar. Hay que pensar que, como en el Cielo en relación a la Tierra si se cree en esas cosas, en Facebook pronto habrá más muertos que vivos. Un dato: hoy, el 41% de las personas que usan redes sociales le han mandado un mensaje a un muerto. En público o en privado. Por error o como conmemoración.
Pantallas de duelo
Por supuesto la relación de la muerte e Internet no se trata solo de lo que borramos y controlamos, sino de que la relación digital-público ha cambiado en alguna medida nuestras maneras de hacer duelo. En el último siglo, morir se convirtió en un acto privado y casi inaccesible: la agonía estuvo rodeada de pudor. No más velorios en casa y en la propia cama ni fotografías post-mortem; tampoco ya bóvedas monumentales, sino tumbas discretas, cajitas de cenizas, cementerios-parque. Las redes cambiaron esto, con sus contradicciones, claro está. Por ejemplo: hay una resurgencia notable de la “autopatografía”, un término que se usa para dar cuenta de la documentación de la enfermedad y en especial de la enfermedad terminal. Muchos usuarios narran en sus perfiles o cuentas, en detalle y en diferentes tonos, el proceso de su muerte. En Argentina hubo uno de los casos más impactantes y ciertamente bellos: el de María Vázquez, arquitecta, ilustradora y autora de Cuaderno de Nippur, un libro que le dejó a su hijo después de morir, concebido durante su enfermedad. En un artículo para La Agenda contó cómo decidió compartir los días del cáncer con sus seguidores de Twitter: “Cuando volví a casa ya habían pasado cinco días de la operación y le di varias vueltas al asunto de contar o no contar. Me decidí por contar. Tener cáncer es como tener gripe: nada vergonzoso, sólo mil veces peor. No contar es ponerse del lado de los que titulan ‘una larga y penosa enfermedad’. Sentir vergüenza, ¿de qué? Salvo que creas en ‘las piruetas culpabilizadoras que achacan a los enfermos responsabilidad por su enfermedad’ (eso dijo Susan Sontag, ojalá fuera mía la frase).” Su cuenta, usuario María Marie @kireinatatemono, sigue abierta, tiene más de 12 mil seguidores y pueden leerse sus tweets, lúcidos, graciosos y también dolorosos. Sebastián, su pareja, tomó control de la cuenta por deseo de María cuando ella no pudo seguir; fue él quien anunció su muerte.
No todas las experiencias son tan honestas y, de alguna manera, poco conflictivas. Un caso famoso es el de Claire Wilmot, una escritora canadiense cuya hermana, Lauren, murió de un cáncer neurológico cuyos efectos devastadores no pudieron ser aliviados por los cuidados paliativos. Una amiga de Lauren supo de su muerte antes de que la familia pudiese anunciarla y posteó en Facebook una foto con ella, con un texto cursi sobre que “el cielo ganó un ángel”. “Ese posteo causó una escalada de estados y fotos, la mayoría de gente que no la conocía”, escribió Wilmot en The Atlantic. “Los posteos eran edulcorados y no representaban quién había sido ella, la sanitizaban y estupidizaban. Lauren era una persona muy discreta, no quiso identificarse con su diagnóstico y hubiese tenido muy poca paciencia con el tipo de tributos que se le ofrecían”. Wilmot pidió que los tributos fueran bajados y en muchos casos se le respondió con disgusto, como si no tuviese derecho o no pudiese aceptar la muerte de su hermana. Ella dijo que, en efecto, así era: “Su lucha no fue una experiencia enriquecedora e hizo su vida más difícil. Y yo no me hice más fuerte en el dolor: soy mucho más débil”.
Cada persona hace su duelo de manera distinta. Ese es el problema de duelar en redes: si bien existe la ventaja-cambio cultural de ponernos a hablar de la muerte de formas que pueden ser sanas y comunitarias, sobre todo teniendo en cuenta el velo demasiado espeso sobre un tema que no debería ser (tan) tabú, también es verdad que las palabras online para el duelo suelen ser mecánicas y estandarizadas. Las redes sociales abrieron un espacio público para la muerte pero, a veces, a la gente le basta con dejar un comentario (“fuerza, un abrazo”) al tiempo que desaparecen del mundo físico.
Las muertes célebres
El duelo también cambió respecto de la reacción frente a, por un lado, la muerte de celebridades y, por el otro, las catástrofes, matanzas, guerras, atentados en el mundo. En el caso de los famosos la necesidad de hacer público el impacto o la tristeza se convierte en una letanía de tributos, canciones, fotos, fragmentos de películas, textos o, en su versión más vergonzosa, la foto con el famoso muerto. Es emocionante y hermoso ver, en vivo, el poder movilizador de los artistas; también son graciosas las reacciones de quienes detestaban al muerto o no lo conocían, las sobreactuaciones de los subidos a la ola y los que están hartos de la sensiblería. En cualquier caso, es una catarata de duelo público inofensiva.
Cuando se trata de reacionar ante muertes políticas o catástrofes naturales, las improntas de clase, privilegio, doble vara y en algunos casos rascismo son muy obvias en el universo de las redes sociales occidentales. El caso más famoso es el “Je suis Charlie” después del ataque a la revista satírica francesa Charlie Hebdo en enero de 2015, en el que murieron doce personas, incluidos cuatro dibujantes. Los perfiles rojo, blanco y azul se hicieron virales y se repitieron en los atentados de noviembre con epicentro en la sala Bataclan. Es complejo cuestionar el apoyo porque los atentados fueron espantosos y no sólo merecen repudio sino que es de miserable ensayar justificaciones u objeciones ideológicas. Pero sí es cierto que cuando se produce un atentado en Yemen nadie pone la bandera del país en su perfil (¿cuántos podrían señalar dónde queda en un mapa?). Y en cuanto a catástrofes naturales, la ansiedad por cualquier huracán que se acerque a los Estados Unidos (sea Puerto Rico, Florida o Nueva York) es asombrosa si se la compara con la no reacción o el desconocimiento sobre azotes graves en lugares mucho más pobres y con mayor población. Un solo ejemplo: en 2017, las inundaciones en las provincias indias de Andhra Pradesh y Bihar afectaron a más de dos millones de personas y dejaron miles de muertos. Pocos se condolieron en redes occidentales pero no es culpa solo de los usuarios: los medios tradicionales contribuyen a este desequilibrio: en el New York Times hubo un solo artículo sobre las inundaciones en el sur de Asia, mientras se publicaron cinco sobre el Huracán Harvey, que se dio al mismo tiempo. Se trata de un diario de Estados Unidos cubriendo una catástrofe que afectó su país, se dirá. Cierto. Pero The Guardian es un diario inglés y a fines de agosto de 2017, tenía cuatro artículos extensos sobre Harvey y uno solo sobre India: se puede decir que, teniendo en cuenta la enorme cantidad de ciudadanos de origen indio que viven en Gran Bretaña, una noticia importaba más que la otra. Por supuesto, siempre nos preocupa más lo cercano y los medios no ayudan a achicar esas distancias. Como siempre, y también en la muerte, nuestro mundo en red parece solitario y desconectado, a pesar de que nunca antes se estuvo tan cerca.