Asomada a una ventana por la que puede verse el predio completamente repleto en la segunda jornada de la Expo Cannabis, Ana María Gazmuri dice en voz baja: “Será un escenario complicado”. La fundadora y directora de Fundación Daya --la ONG chilena que fue la primera en obtener un permiso legal para cultivar cannabis con fines medicinales en Latinoamérica-- dará en pocas horas una conferencia titulada “Modelos solidarios. Gestión del cannabis medicinal”, y conoce los intersticios de las exposiciones masivas. “Al haber tanta gente a veces se complican las cuestiones técnicas --explica--. Aquí está la vertiente medicinal, la recreativa, que prefiero llamarla de uso adulto, y también el vínculo espiritual que tiene que ver con los pueblos indígenas. Todo eso está aquí presente”.

Esta mujer rubia y de sonrisa resplandeciente se constituyó durante los noventa como una de las más famosas actrices chilenas de series televisivas y películas. Hasta que un mensaje casi azaroso torció el rumbo de su vida. Una mujer a la que no conocía le pidió que distribuyera un mensaje clandestino a través de la televisión: el cannabis era una medicina que funcionaba. La derrumbó enterarse de que miles de personas necesitaban esa medicina y corrían el riesgo de ir presas si cultivaban la planta. A partir de 2012, Gazmuri no solo hizo circular el mensaje sino que se convirtió en una activista y líder de opinión a nivel regional en el uso de cannabis medicinal.

“La legalización es un hecho. El mundo entero va en esa dirección. Las preguntas ya son otras: ¿cuál va a ser el modelo que se va a implentar?, ¿qué rol tiene la industria y la sociedad civil en ese modelo?, ¿cómo hacemos que estos actores confluyan de forma colaborativa, con equidad, con justicia social?”, explica Gazmuri, en cuya fundación se atienden más de 35 mil pacientes que utilizan el cannabis para patologías que van desde el dolor crónico hasta las enfermedades neurológicas. “El nombre de nuestra fundación, Daya, significa amor compasivo. Eso no tiene nada que ver con lástima, sino con ponerse en los zapatos del que está sufriendo. Entonces cómo podríamos pensar en negarle a alguien la posibilidad de cultivar una planta en el jardín de su casa, que es además su medicina”.

--En la conferencia inaugural aseguró que el próximo reto se trataba de “evitar que las empresas transnacionales lucren con el dolor de la comunidad”. ¿Qué papel debería jugar la industria en este auge del cannabis medicinal?

--No se trata de demonizar la industria pero sí de decir que hay industrias más éticas, que respetan el trabajo de las organizaciones sociales. Empresas que vienen a ser un complemento de aquello que los pacientes organizados todavía no se pueden proveer. El modelo que vemos hoy es el de empresas transnacionales que impulsan la importación de productos desde el norte para implementarlos en Latinoamérica. En Chile tenemos un fármaco registrado que viene de Inglaterra y cuesta mil dólares mensuales. Caemos en el modelo del lucro en la salud, de generar medicamentos de elite, que no están a disposición de la población. Es una forma de neocolonialismo que no corresponde. Nosotros invitamos a que las empresas a que se vinculen con lo que hoy ocurre en los propios países, incluyendo en su producción los saberes, los conocimientos y la fuerza local. Respetamos a las empresas que trabajan con el cannabis, pero solo aquellas que respeten a su vez el autocultivo, los cultivos solidarios, los cultivos colectivos. Son modelos necesarios para garantizar el acceso al cannabis medicinal. Una industria que niegue esta posibilidad no es adecuada a la realidad latinoamericana.

--¿Cuáles son los cambios que se necesitarían atravesar dentro de la comunidad médica?

--El cannabis medicinal necesita ser aplicado a partir de lo que llamamos un “recetario magistral”, que permite personalizar las formulaciones para cada paciente según su prescripción. Por eso el autocultivo es una posibilidad tan rica, para probar distintas cepas, concentraciones. Sabemos que al mismo tiempo esto desafía al modelo hegemónico de la medicina, en el que hay solo diez minutos para ver un paciente, al que además se lo considera un conjunto de síntomas y no una persona. Es un modelo patriarcal, jerarquizado, frente a uno vinculado al cannabis que es más horizontal, con el paciente en el centro como protagonista y el equipo médico acompañando, los cultivadores acompañando. Estamos frente a ese cambio de paradigma.

--¿Cómo analiza la situación de Argentina en este escenario?

Estamos viviendo una arremetida del prohibicionismo, cuyo reflejo es una sensación de indignación en la comunidad de pacientes, porque se sienten maltratados. En la región y aquí también se trata de miles y miles de pacientes que se enfrentan a un discurso oficial que es violento, agresivo, que les dice que están mintiendo, que su experiencia no es válida, que su mejoría no es cierta. Es un escenario peligroso porque desde un sector de la ciencia se instalan posverdades: no les interesa la evidencia ni la realidad, sino instalar una cierta mirada que es utilitaria a sus propios intereses. Un síntoma que también podemos ver en la política de nuestra región. En Argentina se avizora un cambio político que va a ser favorable para el pleno desarrollo de lo que es el uso medicinal del cannabis. Eso es importante porque es un país que tiene un rol de liderazgo en la región. Aquí podemos dar el próximo gran paso para avanzar hacia una regulación del cannabis que sea responsable con todos sus usos.