Macri y sus funcionarios nombran a sus principales adversarios electorales con la palabra “kirchnerismo”. Desde los candidatos de esa oposición se responde que el frente de todos excede esa identidad. Sin embargo, gran parte de su composición se organiza en torno a esa denominación: hay quienes se identifican como kirchneristas (y hasta como cristinistas), están quienes fueron kirchneristas y se distanciaron, progresistas que nunca lo fueron y están también, claro, los peronistas. Pero resulta que dentro del peronismo hay kirchneristas, ex kirchneristas y también gente que tuvo y tiene escasas simpatías por el kirchnerismo. El macrismo nombra a la oposición como kirchnerismo para agitar el nuevo macartismo argentino, para fundar las alegorías de Venezuela, la lucha armada, el ataque a la propiedad privada, la disolución de la familia y otras de parecido tenor. Hay que agradecer, en términos de claridad política, que Pichetto se haya sumado a esta derecha “moderna y democrática”.
Sin embargo, es cierto que el kirchnerismo es, como tal, un protagonista central de esta escena política, contrariando así las profecías que cundían a principios de 2016. El candidato a presidente reivindica como su mejor antecedente su condición de jefe de gabinete de Néstor Kirchner. Su relación histórica con Cristina es presentada por él de modo menos lineal; también la acompañó desde esa jefatura, pero se distanció a los pocos meses de que aquella asumiera la presidencia. ¿Es entonces kirchnerista? Por otro lado, los Kirchner nunca se autodenominaron “kirchneristas”, lo que termina de poner ese nombre en una situación bastante ambigua. Sin embargo, más allá de los nombres están las cosas. La palabra kirchnerismo no alude a una estructura partidaria ni a una doctrina elaborada y unívoca. Designa una determinada experiencia histórica que no nace con su forma habitual el día de la asunción de Néstor. Se fue constituyendo a partir de una sucesión de conflictos y de disputas de poder interiores y exteriores al peronismo y a su soporte institucional, el Partido Justicialista. Es, por lo tanto, siguiendo las huellas trazadas en su origen peronista, no un partido sino un “movimiento”. El movimiento no es una estructura orgánica, se constituye alrededor de un liderazgo. Los politólogos liberales siempre han percibido esa condición como una anomalía perniciosa del peronismo, lo que se explica porque no entra fácilmente en los códigos de la democracia liberal con sus rituales consensualistas y con la alternancia en el gobierno como principio central.
En este curioso compás de espera que vive la política argentina, en el que todo el mundo está esperando que se concrete la derrota del oficialismo y se produzca el cambio de gobierno, el centro de la atención se desplaza hacia Alberto Fernández. Quien hoy no es más que un candidato es recibido un día por el líder de un importante país europeo y otro día consigue que los gremios aeronáuticos posterguen una medida de fuerza. ¿Qué puede esperarse de su gobierno? Dicho de una manera más directa: ¿Cuán kirchnerista es Alberto Fernández? Para los enemigos del kirchnerismo (básicamente de Cristina) el modo en que accedió a la candidatura alcanza para colocarlo bajo ese mote que, en el caso, comporta miedo y odio. Para los kirchneristas es lo contrario: gran parte de la conversación entre ellos –hoy sujeta a cuidadosas medidas de discreción que a veces llevan a la autocensura- gira en torno a si puede esperarse que el candidato exprese una inequívoca continuidad de la experiencia de los doce años anteriores a 2015 o que más lenta o más rápidamente vaya poniendo distancias de esa saga.
Subyace a estas discusiones un malentendido. Se vive la condición de kirchnerista como un hecho dado de una vez y para siempre. Como si todas las peripecias argentinas de aquellos doce años –y las de los cuatro últimos- fueran un simple desenvolvimiento de un designio inicial establecido el mismo día en que asumió Néstor. Lo vive así el kirchnerismo y también sus enemigos. Es probable que una reflexión un poco más histórica y un poco más realista develara que lo que todos denominamos kirchnerismo es el fruto del desarrollo de conflictos, de contradicciones, de marchas y contramarchas que tienen mucho más que ver con las necesidades de la lucha política por el poder que con minuciosos programas y cálculos preconcebidos. Lo que se conoce como kirchnerismo es un proceso histórico, una práctica política. Abierta, contradictoria, guiada sí por principios y por valores y conectada con fuentes muy profundas de la historia política argentina, pero también emanadas del resultado de luchas menores, de cálculos correctos o errados, en fin, de casualidades que son siempre el modo en que se abren paso los procesos históricos. Habría que empezar por considerar que desde el propio triunfo electoral de 2003 estuvo sometido a esa condición.
El candidato del Frente expresa reconocimiento y admiración a Cristina y agrega siempre que sostiene las divergencias que tuvo con sus gobiernos. El modo en que se presenta a propios y extraños es el de alguien que recupera la experiencia de los gobiernos kirchneristas y al mismo tiempo la entiende críticamente. Es inevitable que su opinión no sea unánimemente compartida por todos quienes lo reconocen y lo votan. Y es muy importante que las diferencias no sean censuradas ni autocensuradas sino administradas oportuna e inteligentemente. A esto debe agregarse, como parte del cuadro, que quien instaló a Alberto en su actual rol y en el que tendrá en el futuro próximo fue la propia ex presidenta. Este giro político no puede entenderse sino como un intento de recuperar un rumbo general –políticas de inclusión, recuperación de soberanía, reindustrialización- en condiciones nacionales e internacionales distintas. Y que el movimiento táctico producido por Cristina opera como una señal política de la búsqueda de un nuevo punto de partida, que intenta horadar la roca dura de aquellas resistencias al rumbo nacional-popular que no responden a obvios intereses de poder sino a prejuicios largamente cultivados en la historia de las últimas décadas.
Está claro que ni esta interpretación, ni ninguna otra, aseguran el éxito de la experiencia. Simplemente puede servir para no reemplazar con prejuicios, temores y deseos el desarrollo de una experiencia política decisiva en la que entra el país. Un rumbo nacional, popular y democrático no se define por un catálogo de nobles intenciones sino por la brújula política que lo guía y su capacidad para avanzar en una situación concreta.