Las cifras de pobreza e indigencia que se conocieron la semana pasada, pese a que sólo ratifican lo comprobado a diario, exigen buscar motivos concretos que algunos remarcan y muchos ocultan a sabiendas.
Son números virtualmente irreales, como si fuera poco, porque no abarcan la brutal devaluación e incremento inflacionario producidos tras que, según el Presidente, los mercados castigaran a una mayoría de argentinos irresponsables, capaces de votar a la fuerza opositora.
Que haga falta remarcar las causas del tsunami macrista, con señalamientos específicos, parece demasiado elemental. No es así.
Una magnífica columna de Lavih Abraham, del Mirador de la Actualidad del Trabajo y la Economía, en PáginaI12 del lunes pasado, aborda algunos aspectos de las relaciones materiales de poder que, justamente, de tan aceptados o ignorados se naturalizan hasta perderlos de vista.
“Necesitamos dólares (…) Miles de personas, empresas, cooperativas y el propio Estado unen esfuerzos y servicios para producir y comerciar bienes (…) que tienen como destino el mercado externo (…) Todos producimos esos bienes y servicios que se exportarán, pero sólo algunos se quedan con los dólares porque son quienes se encargan de su comercialización en el exterior. Se juega buena parte de los desafíos de la política económica de los próximos años”.
Y este tramo especialmente virtuoso: “Productores agrarios grandes, pequeños o cooperativos, sus proveedores y transportistas que transitan rutas construidas por el Estado, se conjugan para que una aceitera exporte soja. Y es esta última (la aceitera) la que decide qué hacer una vez que cobró los dólares en el extranjero; es decir, tiene la potestad de liquidarlos o no. El ejemplo no es trivial. Las principales exportadoras aceiteras eligieron no liquidar casi 18 mil millones de dólares desde que se relajó la obligación para hacerlo (…) Si hubieran sido liquidados esos dólares y los de otros complejos exportadores, un stock mayor de reservas podría haber evitado la deuda con el FMI, estabilizado el tipo de cambio y tener los precios en pesos controlados".
Por último, el autor parafrasea a George Clemenceau con aquello de que, para nuestro país, los dólares son un asunto demasiado importante como para dejarlo en mano de los exportadores.
Es una muy buena muestra de lo que habría que dinamitar en serio, si verdaderamente se tendrá la decisión política de que cambien algunas cuestiones estructurales.
El uso de ese verbo, dinamitar, cae en el lugar común de jugarlo con la nueva animalada del senador y candidato Miguel Ángel Pichetto. Llamó literalmente a que las villas miseria vuelen por el aire porque son un antro de la droga en “un país muy generoso que no quiere nadie de los que estamos acá”, como dijo en alusión a su auditorio de la Escuela de Comunicación de la Editorial Perfil.
Nobleza obliga: varios testimonios de quienes estaban en esa charla dejaron trascender que muchos asistentes se mostraron atónitos frente a la aseveración de, al cabo, ese pobre tipo al que un gobernador le habría dicho: “¿Estás seguro, Miguel Ángel? ¿Después de 45 años de peronismo vas a hacerte velar en un local del PRO?”. No interesa si es veraz esa interpelación relatada por Jorge Asís. Importa que tanto la pregunta como su moraleja sean perfectamente verosímiles.
E interesa otra cosa, obvia, en grado superlativo.
Pichetto es la voz sin filtro de mucha gente que piensa lo mismo que él y que vota a Macri por razones de pretensión de clase, aun a costa de su decadencia en el bienestar consumista de bienes.
Por lo mismo, quien usa los trenes del conurbano bonaerense sabe que la requisa documentaria, de cualquiera con pinta morocha o marginal, es una fascistización aplicada hace rato. Como lo es el discurso oficial que habilita a la policía a tirar primero y preguntar después.
La Comandante Pato -o sea, Macri- sólo formalizó en palabras lo que vienen haciendo para asegurar las urnas del núcleo duro. Igualmente, ¿tanta pavura le tiene el oficialismo a que ni siquiera estén garantizadas todas las voluntades de quienes lo votan en modo automático? ¿Tanta falta le hacía a Pichetto subrayar lo imperioso de dinamitar las villas, y encima para oscurecerse a lo Legrand con la aclaración de que no quiso decir lo que dijo?
Como apunta José Pablo Feinmann (también en este diario, domingo pasado), el gorilismo es una religión de la que no importa que sea una palabra peronista porque la necesidad es odiar y, en otra paráfrasis pero de una frase sartreana sobre el antisemitismo, si peronistas o marxistas no existieran el gorila los inventaría, porque debe tener ese objeto de odio. “La oligarquía argentina siempre lo tuvo: los negros, los gauchos, los indios, los inmigrantes, los anarquistas, los cabecitas. Cambiemos es auténtico heredero de esa tradicional modalidad de clase”.
No hay forma de evitar que esa cuestión de cultura antropológica sea derrotada, salvo para los frívolos del pensamiento sistémico que insisten en acabar con la grieta como si fuese que basta con invitar a la moderación declarativa.
Es una convocatoria que está bien para frases protocolares de campaña. De esas que, como cualquier frase, sólo tienen valor si hay otra inversa capaz de sostenerse argumentativamente.
Decir que se aspira a terminar la grieta es lo mismo que manifestarse a favor de ser feliz. No tiene antónimo, en la acepción de un país que pueda superar sus divisiones con paz y amor. Pero sin necesidad de adentrarse en consideraciones semánticas, acaba siendo la política. Es inevitable. Y la política representa conflicto, siempre.
En todo caso, sí es o podría ser correcto que Argentina tiene unas características que dotan a la conflictividad de una crispación resaltada. En forma continua desde sus propias raíces, ninguna de las fuerzas antagónicas -oligarquía versus pueblo, dicho panfletaria pero certeramente- termina imponiéndose sobre la otra en forma definitiva.
Lo indubitable es que se gobierna para acá o para allá.
Se dinamitan las villas miseria porque las maneja el narco marihuanero paraguayo, Pichetto dixit; y se va a los trenes para registrar el DNI de los pobres, Pato Bullrich mediante; y se discute si es escrache publicar la lista de quienes compran más de diez mil dólares mensuales mientras, alegremente, se esconde la del robo de guante blanco a mansalva, a fuga récord de centenares o miles de millones de pesos diarios.
O bien, se polemiza en serio sobre cuál es la determinación política en sentido contrario.
La grieta, ese término estúpido en tanto pretenda desde el efectismo anular la historia nacional, no es un concepto abstracto.
La grieta son los actores de poder y quienes a partir de ahí la profundizan para joderles la vida a las grandes mayorías. Activar frente a ellos supone la imposibilidad de dejar a todos conformes. De nuevo: en campaña puede servir, pero a muy poco de andar deberá haber los sectores que tendrán que pagar la gran porción de esta fiesta exclusivista perpetrada por Macri (y sus socios de la grieta, que al final del camino lo descubren como un político casi asombrosamente inútil).
Se entiende que hay medidas susceptibles de no ser informadas, jamás, antes de asumir. Para sincericidios, hay los Pichetto. O estandaperas como Carrió, quien llegó al sumun de arrogarse ser una caricatura de sí misma. Son los que además, o primero, avanzan con bestialidades porque se saben lejos del poder en plazo inminente.
Para ejemplificar, (se supone que) no corresponde arriesgarse con el anuncio de una profundización del control de cambios; ni con el desdoblamiento del dólar; ni con el aumento de las retenciones al agro; ni con una dura mano estatal en la gestión del comercio exterior, para que las divisas imprescindibles no consistan solamente en pagar la deuda con el Fondo y con los acreedores privados.
Y si hay que emitir moneda se emite y sanseacabó, para reiterar y como ya se hizo para salir de tantas grandes crisis y tal como hacen esos paraísos neoliberales de los que la ortodoxia extrae lo que le conviene.
El tema es que vaya a hacerse efectivamente, y no que no convenga anticiparlo.