Hace tres días el presidente Lenín Moreno anunció un paquete de medidas económicas como consecuencia del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que incluye la eliminación del subsidio a las gasolinas (incrementos de 120% en el diésel y 30% en la gasolina regular) y reformas laborales y tributarias que afectan a los trabajadores y benefician a grupos empresariales.
Confió en que un estallido social era cosa del pasado y que la prensa podría imponer una matriz de opinión dominante. Se equivocó. El país está sumido en la peor crisis política desde 2005 y se ha visto forzado a decretar el estado de excepción (amparado en el artículo 165 de la Constitución). El gobierno asegura que es una cuestión de agitadores y “golpistas”, y ha reprendido con fuerza las protestas, que ya suman 379 detenidos. Parece que el relato del gobierno va quedándose sin eco y sus hasta ahora socios de Gobierno, Jaime Nebot y Guillermo Lasso, lideres de la derecha guayaquileña, se distancian de él.
Los grandes grupos mediáticos, como parte del poder de trastienda en Carondelet, intentan posicionar que las protestas son un reclamo motivado en la pérdida de privilegios. Buena parte de los analistas políticos buscan imponer la idea de que el “populismo” de Rafael Correa es lo que llevó al país a esta situación.
Asegurar que las protestas son sólo el resultado de la quita del subsidio es contar la mitad de la historia. Lo que vive Ecuador es una crisis de representación. La sociedad no siente que el gobierno esté actuando en beneficio de la mayoría: una vez agotado el discurso del odio que vienen imponiendo, Moreno no ofrece nada más al país. De hecho, el empleo se deteriora, los servicios públicos escasean y no hay una defensa de la soberanía económica ni política. En su incapacidad para gestionar el Estado, repartió el poder y asumió un rol secundario. Hoy, Lenín Moreno es la cara visible de un Poder Ejecutivo tricéfalo repartido entre los grupos económicos, los medios de comunicación y la Embajada de Estados Unidos. La gente en las calles siente que el poder está, nuevamente, corporativizado. Era esperable que, en este contexto, exigir un “esfuerzo extra” desatara la ira ciudadana.
Moreno pensó que podía seguir exigiendo más esfuerzo a las clases trabajadoras mientras regalaba recursos a las clases dominantes, como ejemplifica esta última reforma económica. En 30 meses eliminó impuestos, amplió los escudos fiscales para facilitar la evasión y desmontó los aranceles que defendían al país y a la dolarización. En lo laboral, reduce derechos, busca flexibilizar el mercado y amputar los mecanismos de regulación.
La estrategia de evocar la pesada herencia del correísmo, que al inicio capitalizó la imagen de Moreno, hoy socava su credibilidad y su capacidad para gobernar. El presidente, con la excusa de la corrupción, llevó al país a las antípodas del plan de gobierno de la Revolución Ciudadana. No es menor que en 30 meses haya dinamitado el 70% de su capital político.
Es equivocado pensar que son protestas para preservar “privilegios”. Es la gota que colmó el vaso. La gente sigue saliendo a la calle porque sabe que no existe corresponsabilidad ni justicia en las políticas adoptadas; no hay una justa distribución del esfuerzo y la carga es desproporcionadamente más pesada sobre unos que sobre otros.
Un escenario como el del año 1997, 2000 o 2005 puede ocurrir si el Gobierno no recula. En cualquier caso, el equilibrio es inestable y lo cierto es que cualquier cosa puede ocurrir en Ecuador.
Nicolás Oliva Pérez es miembro del ejecutivo de Celag.