¿No es sorprendente la rapidez con la que un niño aprende una lengua que le es ajena cuando convive algunos días con hablantes que no conoce y que al principio no entiende? Creo que todos los que han tenido niños y han ido a otros países lo han comprendido hasta el punto de que muy pronto los niños se convierten en intérpretes, sin ese saber los mayores tardarían mucho en situarse en tierras extrañas. Mis hijos, sin ir más lejos, en una semana en Francia hablaban en francés sin perder el castellano y lo mismo les pasó en Italia; mi amigo Edgar, cuya lengua materna era el francés, aprendió chino y hasta japonés cuando sus padres lo llevaron a Sanghai, si hasta hacía de intérprete, parece mentira. También es cierto que si no prosiguen lo olvidan con la misma rapidez: yo podía, cuando era joven, hablar en portugués cuando pasaba dos días en Brasil, ahora no lo puedo hacer.

Lingüistas y filósofos (Chomsky en particular) se han preguntado por este excepcional fenómeno; creo que la explicación a que se ha llegado ilumina el asunto: se comprende, aun sin entenderlo, que cada elemento de una lengua ejecuta un concepto, se comprende, por ejemplo, que la preposición “por” implica causalidad y, ”para”, que se le parece y que muchos confunden, implica finalidad; la conjunción “o” determina opción e “y” añadido o enumeración: los niños comprenden este principio intuitivamente, por mentes frescas, Chomsky lo explica muy bien, los adultos, con esfuerzo, a veces también. Los sustantivos tienen más suerte, son las vías directas para estar en el mundo y los adjetivos las diferencias y los matices; más complicado es comprender la vida interna de los verbos, con sus variados registros y, sobre todo, con sus modos: el modo indicativo es el más elemental, es el vehículo que pone en marcha una relación firme entre un sujeto que habla con aquello a que se refiere; el potencial postula una posibilidad, lo que puede llegar a ser dadas ciertas condiciones; el imperativo una posición, hasta cierto punto una jerarquía, la del que lo usa e impresiona a quien se dirige pero lo más difícil de comprender es el subjuntivo porque se vincula con la irrealidad, con lo que no es.

Me importa ahora detenerme en los que son claramente antagonistas, el indicativo y el subjuntivo --no tanto los otros modos--, cuyos usos indican mucho más que lo que son y pueden dar dichas estructuras, más bien estructuraciones. El indicativo genera una afirmación, en tanto es el modo de la realidad, va a “lo que es”, el potencial a “lo que podría ser si...”, el imperativo a “lo que debe ser”, el subjuntivo, en tanto es el modo de la irrealidad, una duda, a “lo que no es pero... Creo que todas estas posibilidades, que son como vías por donde transita el lenguaje, tienen un alcance psicológico de doble vía, o bien son el vehículo de una necesidad de la mente, o sea de lo que pugna por expresarse, o bien emplearlos canaliza lo que la mente no sabe que lo necesita. Bien pueden aceptarse estos mecanismos, puramente descriptivos, pero hay algo más, sobre lo cual me gustaría detenerme.

En cuanto al uso del indicativo genera una afirmación y le devuelve al que afirma una certeza, es enemigo de la duda, tal como se lo puede observar en quienes ignoran el potencial y, como consecuencia, bloquean respuestas y contradicciones, “es así” y “lo digo yo” es habitual en los dictadores y en los pretenciosos de todo tipo; pareciera que hay pueblos enteros que desconocen la duda, como lo observaba, con su sarcasmo habitual y oportuno Macedonio Fernández.

Más precisamente, y para descender al sentido de lo que estoy señalando, muchos políticos parecen creer que la conjetura es el gran enemigo, que si no afirman nadie les creerá o, al menos, desconfiará y eso no debe ser si se trata de ganar. Si bien es cierto que, para usar un ejemplo cercano, Macri es originariamente un empresario, o sea alguien que quiere ganar dinero y por una suerte de truco devino en político, podría no estar afirmando siempre pero, determinado por su origen, no se priva de afirmar así sus afirmaciones no tienen espesor, no guardan ninguna relación con lo afirmado, padecen de una falacidad evidente que no le hace mella. No me quiero ensañar con él, ni siquiera dedicar a ese uso verbal, reconozco que hace lo que puede a partir de lo que conforma su horizonte mental y lingüístico, muchos otros, que no son empresarios de nacimiento, rivalizan con él, se manejan igualmente en la misma longitud de onda, como ocurre con la asertiva Carrió o con iluminados periodistas.

Creo que por la misma razón, tantos hablantes comunes, escritores inclusive, vacilan frente al subjuntivo cuando tienen que articularlo con el potencial en las frases condicionales; cuando deben decir “si yo tuviera podría”, como si se encontraran con un obstáculo insuperable emiten un estertorante “si yo podría tuviera” o, variante que podríamos calificar de exquisita, “si yo tuviera pudiese”. En esta dramática situación, el potencial, que es lejano pariente del indicativo en cuanto lo anima lo real de la posibilidad, es como un fantasma y, por eso, se lo sustituye por un subjuntivo, que está en el campo de lo irreal.

¿Qué tiene que ver todo esto con lo político? Creo que mucho puesto que realidad e irrealidad son como dos líneas que deben cruzarse para que el discurso sea creíble; si no lo es es porque eso no ocurre y predomina un arrogante indicativo, o sea la afirmación, que porque está más derramada y, por lo tanto, es más popular, parece imbatible, del afirmar se pasa al confirmar y de ahí al obedecer; y el subjuntivo, o sea la conjetura, la duda, confinado, debilitado, disminuido, desacreditado, a punto de desaparecer.

El riesgo es grande: atacada por la afirmación, la dimensión del pensar, que necesitaba de la duda, deja de cumplir con su misión, deja de importar la crítica y el conocimiento, todo empieza a ser crudo y sin matices. Esto ocurre en todo tipo de discurso; en el educativo, o sea la escuela y lo que entra en la mente de los niños, genera una falsa relación con la realidad, una identificación con lo que prometen las afirmaciones y una ilusión de “estar” en un mundo que sólo puede ser sentido como propio porque se muestra afirmado; en el discurso político, la ausencia de la duda es sustituida por promesas apuntaladas por una vehemencia que quiere parecerse al convencimiento en quienes afirman y que contagiaría a quienes se dirige.

 

Tal vez sea excesivo y producto de un temperamento catastrofista el ver las cosas de este modo pero es difícil negarlo considerando el efecto que en el uso del lenguaje ha generado el grupo que está en un poder político que más claramente que nunca es una emanación del poder económico. Todo cambio que, sensible a lo que implica el uso del lenguaje, neutralice esta tendencia y recupere la riqueza de la lengua explotando sus virtudes, deberá detener las amenazas que supone un uso de la lengua que conduce al tembloroso final de una cultura. La riqueza de la lengua es la fuente de la verdad y la verdad es la fuente de la cultura.