La idea viene desde muchísimo antes, desde buena parte de los textos sagrados, desde Frankenstein: las creaciones suelen ser mucho más interesantes que sus creadores. Pero fueron Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke quienes dieron la puntada definitiva y corto circuito perfecto en 1968, en 2001: porque, sí, la perturbada HAL 9000 resultaba tanto más sensible que esos gélidos astronautas.
Y la idea sigue llegando y le llegó a Ian McEwan (UK, 1948) para esta --su inesperada novela número dieciséis-- aunque de este escritor ya pueda esperarse cualquier cosa: amor, Segunda Guerra Mundial o Guerra Fría, dramas legales, denuncias ecológicas, espías, crisis existenciales privadas ligadas a cataclismos públicos nacionales. No hay tema ajeno para aquel que comenzó como el jovencito freak-perverso del llamado “Dream Team” de su generación para –contra todo pronóstico-- acabar convertido en adorado por la crítica y el gran público como pulcro y comprometido Gran Escritor Nacional. Lo que a esta altura (siempre correcto y eficaz pero en más de un momento pareciendo prisionero del Síndrome del Mejor Alumno y con ganas de contentar a todos; este efecto se hace aún más notorio en las adaptaciones cinematográficas de sus títulos, donde su prosa elegante no está ahí para disimular la matemática mecánica de sus astutas intenciones) jamás se imaginó era el que McEwan de algún modo se “reprogramara” volviendo a sus perturbadoras fuentes infernales pero potenciándolas con todo lo aprendido en el Paraíso.
Así, en 2016, McEwan avisó que estaba de regreso en su lado oscuro con esa hamletiana farsa fetal que fue Cáscara de nuez. Y ahora reconfirma el rumbo con esta Máquinas como yo: fantasía de retro-anticipación fundiendo sus metales con la carne de un triángulo amoroso.
Y si bien Ishiguro y Amis y Barnes y Rushdie en más de una ocasión habían flirteado o hecho el amor a lo fantástico maquinal, McEwan (provocando las iras de los fundamentalistas del género ante los turistas al manifestar un más que contundente desconocimiento de lo sci-fi más allá de J. G. Ballard) se mete de lleno entre las sábanas manchadas por fluidos corporales y aceite lubricante.
Entonces, aquí, algo así como una versión de Jules y Jim donde Jim es un androide y el factor un tanto disfuncional no es Catherine sino Jules. Porque, de acuerdo, estamos en unos años 80s alternativos en los que un Alan Turing no se suicidó y es reverenciado como el héroe que fue, Inglaterra ha perdido la Guerra del Atlántico Sur contra los argentinos, internet y los teléfonos móviles ya están haciendo de las suyas, JFK sigue vivo y The Beatles se han reunido. Pero lo que importa y vale y atrae es la relación entre la constantemente variable e imprecisa inteligencia humana y la calculada y programada inteligencia artificial. Y el que un londinense treintañero y cómodamente fracasado de nombre Charlie Friend decida gastarse la herencia de su madre en Adam, uno de los flamantes y muy de moda robots domésticos a 86,000 libras la unidad. Y que Charlie le proponga a Miranda --su más o menos novia en trámite del piso de arriba-- que juntos decidan e instalen los parámetros de la personalidad de Adam. Y el que –cortesía de un dispositivo ubicado en su nalga derecha y funcionando a presión de agua destilada—Adam pueda tener erecciones. Pronto Adam está citando a Philip Larkin y aconsejando al muy opaco Charlie (a quien en alguna ocasión confunden con el robot) en que tenga mucho cuidado con su vecina porque esconde algo en su pasado y Miranda teniendo fantasías de irse a la cama con Adam porque, después de todo, no sería muy diferente que masturbarse con un vibrador, ¿no? Adam –quien aquí da cuenta de todo y hace cálculos—no parece muy convencido de semejante argumento y pronto se convierte en “el primer ser humano al que le ponen los cuernos con un artefacto”. Muy pronto, otra vez, lo del principio: la criatura es muy superior (y tanto más atractiva que aquellos que la crían). Y las complicaciones del triángulo se agudizan aún más al entrar en escena el maltratado Mark: un tan adoptable chico de carne y hueso. Entre tanta pasión desatada y enchufada, McEwan encuentra incluso sitio para teorizar acerca de la para su narrador inevitable muerte de la novela cuando se acabe comprendiendo la sintética virtud de “los haikus lapidarios”.
Algo de redacción parecida a aquello con lo que –en otro 2019— se despide el ya mencionado replicante modelo Nexus 6 Roy Batty al final de Blade Runner. Aquello de “he visto cosas que ustedes, personas, no creerían”, aquello de “y todo eso se perderá en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.
Adam –a diferencia de Roy—viaja poco pero también ve cosas que no puede creer; porque pocas más más increíbles que el nada científico y tan inexacto funcionamiento y comportamiento de esas disfuncionales e imprevisibles máquinas conocidas, a falta de mejor nombre, como “personas”.