Cruzar la línea de gol

“Para estas deportistas, el rugby ha sido una forma de superar dificultades personales y ganar confianza en sí mismas; una herramienta, además, para desafiar estereotipos y cambiar la percepción que se tiene de las mujeres jóvenes que viven en los suburbios franceses”, ofrece el fotógrafo y sociólogo colombiano Camilo Leon-Quijano, con residencia actual en Francia, al hablar de The Rugbywomen , su celebrada serie, que retrata la historia de ambición, coraje y disciplina de un grupo de alumnas del colegio Chantereine, en Sarcelles, al norte de París, miembros de un equipo de rugby femenino. “Recientemente, el club fue destacado como uno de los mejores nuevos equipos del país, en buena parte gracias al esfuerzo colectivo de estas chicas y de su entrenador, Florian Clement, que inició el proyecto en 2015, usando el rugby como medio para desalentar la deserción escolar y para promover valores positivos como el trabajo en equipo, el respeto, la humildad, la solidaridad”, explica Leon-Quijano. “Sarcelles es una de las zonas más empobrecidas del país, con una de las tasas de deserción escolar más altas de Francia”, subraya el artista, y pronto suma que “los suburbios, en general, son lugares estigmatizados, a menudo desestimados social y políticamente por el estado”. Cuenta, de hecho, que en Chantereine el 86 por ciento de los estudiantes proviene de familias muy humildes, en general migrantes. Tal es el caso de sus retratadas, que -contra los desalentadores pronósticos, y gracias al rugby- han logrado terminar sus estudios; algunas siendo incluso reclutadas por clubes profesionales. Algo que, sobra decirlo, les ha costado sangre, sudor y lágrimas, enfrentando no solo los prejuicios de una sociedad que mira torcido a los suburbios o banlieues: también los de sus propios padres, que en reiteradas oportunidades aconsejaron a las muchachas abandonar la práctica por considerar al rugby un deporte demasiado masculino. Consejo que desoyeron las aguerridas damiselas, que pueden verse en las fotos entrenando bajo la nieve, concentrando antes de un partido regional, esperando el metro para regresar a sus casas, entre otras postales en blanco y negro que bien valen la pena.

Gansadas

Desde los más diversos puntos geográficos en línea, garúan memes de gansos que le tocan las narices a humanos con sus graznidos o su aleteo, devenido el bicharraco favorito total de la web. “Están por todos lados”, destaca Slate; “¿Por qué un montón de gansos aterradores han tomado Internet?”, se interroga El País; mientras la organización por los derechos de los animales PETA se relame porque ¡al fin! terrícolas son target de bichos y no al revés. Ningún caprichito aviar, hay explicación del caso: si los gansos se han vuelto sensación online es porque ha explotado un flamante videojuego que -precisamente- tiene por estelar a un ganso tremebundo, cuya única misión es molestar hasta el hartazgo a los habitantes de una pequeña villa inglesa. Sonado éxito de ventas en Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia y otras latitudes, se trata de Untitled Goose Game , auténtica oda al troleo, cuya sencilla descripción anota: “Hace un día precioso en el pueblo y tú eres un ganso muy desagradable”. Desarrollado por un pequeño estudio independiente de Melbourne, House House, compatible con plataformas como Mac, PC y Nintendo Switch, decenas de miles de personas han invertido sus dólares para comprar este juego sencillito pero gozoso, que les permite hacer el tonto fastidiando a personajes de todas las edades. Robarle las gafas a un niño, correrle el banco a un anciano, zarandear amenazantemente una botella de vidrio a transeúntes o destrozar una afable casita familiar son algunas de las desdeñables tareas del ganso, que ha hecho sucumbir a la crítica de videogames del globo, agradecida porque se le permita ser su versión más miserable, o bien, canalizar el potencial slapstick de cada escena y actuar como lo hubiese hecho Charlie Chaplin o Busten Keaton. De haber sido gansos, dicho está, con especial afición por crear caos, generar los más deliciosos desastres.

¿Hongos o flores vikingas?

Tras leer Las drogas en la guerra, del polaco Lukasz Kamienski –libro sobre el uso (y abuso) de sustancias psicoactivas en combate a lo largo de la historia, amén de enardecerse los soldaditos, mejorar el rendimiento y vencer el miedo-, anotaba tiempo atrás el periodista español Jacinto Antón que “no hay guerra sobria”: los hoplitas griegos echaban mano al opio y al vino; los zulúes, a extractos de diversas plantas “mágicas”; los kamikazes japoneses, al tokkou-jo o “pastillas de asalto”, léase metanfetamina; los pilotos de cazabombarderos estadounidenses, a anfetaminas… Y luego está el caso de los legendarios berserkers: esos letales guerreros vikingos que combatían semidesnudos, famosos por sus gritos salvajes, morder sus escudos y fulminar al enemigo (a veces, sin querer, a amigos) en estado de exultante ferocidad, tan implacables y belicosos que rayaban la locura. A punto tal que, en el siglo 13, el historiador y poeta islandés Snorri dijo de los berserkers de Odín que estaban “tan locos como perros o lobos” y eran “tan fuertes como osos o bueyes salvajes”, posesos por temblores incontrolables, rechinar de dientes, el rostro rojo, rojísimo en pleno estado de combate. En general, se cree que estos guerreros nórdicos ingerían Amanita muscaria, un hongo alucinógeno que los hacía caer en tamaño trance rabioso. Extendida hipótesis que Karsten Fatur, un etnobotánico de la Universidad de Liubliana, Eslovenia, cuestiona en un recientísimo artículo publicado en el Journal of Ethnopharmacology. Allí el científico apoya la idea de que el hongo rojo con puntos blancos explica algunos de los síntomas atribuidos a los vikingos, como los temblores, el enrojecimiento facial, el delirio y las convulsiones, pero no el más importante: la furia ciega. Según el etnobotánico, las razones de esta ira están detrás de otro ejemplar de la natura: las flores del beleño negro. Que según advierte el especialista, han existido desde la antigua Grecia y se han utilizado como narcótico, analgésico, anestésico, somnífero. Se sabe, esgrime Fatur, que el beleño genera un comportamiento de enojo que “puede variar desde la agitación hasta la rabia y el espíritu de lucha, dependiendo de la dosis y el estado mental del individuo”, en sus palabras. Además, dice, la planta puede causar delirios, pérdida de la inhibición y episodios maníacos: en resumidas cuentas, el frenesí tan propio de los berserkers. Ni qué decir de sus efectos secundarios: trastornos visuales, alucinaciones, mareo y enrojecimiento de la piel. Como mitiga el dolor, suma Karsten, explicaría la aparente invulnerabilidad de los mentados vikingos. Y agrega, como quien no quiere la cosa, un argumento de cosecha: menos habitual el hongo que la flor en la Escandinavia de entonces. La polémica está servida: el superpoder guerrero, ¿por consumir una flor o una seta?