Nos veíamos todos los días, todas las horas, todos los minutos, todos los segundos, todas las milésimas de esos segundos nos veíamos en la necesidad de vernos. Era el imperativo categórico nuestro, la máxima para toda acción moral en Máximo Paz.
Celosos de presencia, no vernos durante más de 25 minutos podía implicar, en el mejor de los casos, empezar a extrañarnos, y en el peor, descomponerse.
‑Dónde estuviste? Ya estaba sintiendo disritmias y dolores abdominales.
‑Estaba acá, mirando el horizonte.
‑Te extrañé mucho.
‑Sí, yo también te extrañé.
‑Menos mal que estás de vuelta.
‑Sí, fue demasiado. La próxima me iré menos segundos.
Y así. Sabíamos del otro de sólo verlo, de un golpe de vista resultaba una tomografía. Nos entendíamos, ya se sabía que quería comer o estudiar, dónde irse de vacaciones o de fiesta, antes de siquiera expresarlo. Era un pueblo de pocas palabras pero con ínfulas de presagista, lo que lo volvía muy exigente respecto de la presencia. Había que estar, sí o sí, firme a pesar de las inclemencias climáticas, afectivas o menstruales; la única ausencia con autoridad era la del sueño, con aún más prerrogativas si era el de la siesta. Por lo demás, la presencia continua era una medida de control administrativa que, en caso de infringirse, podría conducir a un crimen en cadena.
Antonio Merlo había sido el mártir que causaría la medida; su nombre pasaría a ser rememorado como frontera. Un lunes por la mañana, al buscar a su peón de albañilería, sin buena fortuna, durante más de 4horas 39 minutos, padeció una fibrilación ventricular que lo conduciría al más allá. Y Mercedes Paultroni, su concubina, lo siguió de un paro cardiorespiratorio pasadas justo a las 4 horas 39 minutos de su desaparición. Y Raúl Cardinali, su amante, cayó de un pico de diabetes luego de perderla de vista por un lapso apenas mayor a las 4 hs 39min. Y así el Mario Menegueti, la Sandra Catalán, la Zulma Cucco, el Beto Figueredo, la Fabiana Borsalino, el Roberto Tradotti, el Alejandro Grassi, la Milena Raponi, el Raúl Catalfano y la María Pietrovich, que fueron descubriéndose y saludándonos sucesivamente al ritmo fatídico de la decepción escóptica.
Las 4:39 serían, después de esa cadena de 16 fatalidades, una señal de angustia que ni el más insolente de los coterráneos se ha atrevido a desaprobar. Bueno, pero no estoy yendo al grano. El tema es que tanto vernos, tanto vernos, paradójicamente, nos estábamos perdiendo de vista. Mucho estrabismo para tanto ojo.
Había que hacer algo, y con la pibada de la Escuela Franciscana se nos ocurrió una idea, se nos reveló mientras quemábamos el naranjo del viejo Zancochia; quien, el día anterior, había tenido la desafortunada idea de balear al Mauro, con un rifle de aire comprimido, por el modesto hecho de querer tomar dos de sus cítricos sin su permiso. Entonces el naranjo ardiente habló, y dijo: 'rajthâteajhá'.
No entendimos, ninguno traducía del arameo, ni siquiera del portugués o del francés. Pero era un milagro que hable un naranjo. Del susto salimos todos corriendo, nos metimos en nuestras madrigueras, y no pegamos ni acaso un ojo en toda la noche por tres noches consecutivas. El temblor del terror se colaba por la oreja. 'Rajthâteajhá', 'rajthâteajhá','rajthâteajhá', oía repetidas veces. No podía haber ocurrido lo que ocurrió. Y, efectivamente, no había ocurrido. El boludo del Mauro, escondido entre las llamas, había hecho su gracia de ventrílocuo. Y todos habíamos caído bajo su influjo. Algún crédito le dábamos a ese tipo de apariciones para quedar tan sobrecogidos. Fue entonces que... ¡Voilà!
Estaba claro. Para la idiosincrasia local, para esa rutina de verse todo el tiempo, era necesario inventar una ausencia, una ausencia mística. La idea de la construcción de cyborgs era muy sofisticada para nuestras capacidades técnicas, y las terapias de Constelaciones Familiares o de Vidas Pasadas no habían tenido una recepción feliz por estos lares al ser tomadas por magia negra. Armamos, entonces, una pandilla, una Pandilla de Milagros.
El tema crucial era cómo íbamos a armarla en secreto, sin que nos vean, evitando suspicacias, sin generar muertes por desesperación, y sin morir nosotros mismos al perder su visto. Estábamos flanqueados. Debía ser una pandilla a base de sonoridades, un Bureau Oral. Era un pueblo mirón pero carente de oídos, pueblo de ojos sordos. Y si seguíamos juntos en los mismos lugares los mismos días en los mismos horarios, pero hablando de otra cosa, no lo advertirían. Había que ser discretos, porque el mínimo entusiasmo, o la mínima pesadumbre, dejaría ver algún motivo para que la Aurelia vea desde su ventana algo sospechoso que contarle a la Mónica por teléfono para que le cuente al Mateo mientras pasean por la plaza y éste a la Marce y ésta al Mirko y éste al Daniel y éste a la Azucena y ésta al Manuel y éste al del periódico local y éste a todos los máximopacientes al otro día. Ya conocíamos el mecanismo de transferencia de información. Asumimos, ante su prepotencia, ser muy austeros en términos gestuales y emocionales. Nada que subtitule, nada que se deje ver a la lente de esos correveidiles de la cadena chismosa comunal.
La idea era establecer presencias misteriosas, enigmáticas, de las que se desconozcan su procedencia y sus razones, sus causas y evidencias, introduciendo, así, una nueva idea de presencia que suponga la ausencia, la intriga y la curiosidad. Necesitábamos acción, circulación y ventilación (ese era nuestro ACV). Necesitábamos volver a creer, o que la creencia vuelva a sus bases proféticas y escatológicas. En verdad, necesitábamos conocer chicas de los pueblos vecinos, chicas ignotas, más o menos extraterrestres. La idea era, entonces, operar de tal forma en ciertos lugares como para que, creyendo estar ante la irrupción de un milagro, los días dejarán de ser ese hábito de presencia indiscreta y de vigilancia panóptica, para volverse extravagantes, risueños o atractivos para nosotros y para los ajenos, para ventilar toda su acción y excitación, o quizás, toda su carga de adrenalina o angustia. El riesgo de sacrificialidad era grande, pero el porvenir mínimo, vital y móvil de nuestra generación lo ameritaba.
El esquema de operaciones ya tenía su cartografía de intervención. El trabajo previo de inteligencia estaba consumado. El tiempo de ejecución no podía siquiera aproximarse a las 4hs 39min. En 4hs de máximo debería estar logrado. Haríamos un milagro en la Parroquia, otro en la Escuela de Monjas y un tercero en el Camping de los Scouts. Eran tres lugares ávidos de milagros, ya que la escasa correlación entre versículos proféticos y realidad cotidiana les hacía cada vez más imperante la aparición de algo inefable. Tamaño avidez garantizaría una cobertura del hecho, que incluso se adjudicarían, sintiéndose destinatarios de un mensaje divino. Y entonces la imputación de culpables, esa operación de la pena sino de la desconfianza, quedaría olvidada tras la necesidad de justificar sus promesas de siglos. Ya teníamos cómplices involuntarios. Perfecto.
Y, con estos tres, sería suficiente para que nuestro pueblo habitual se convierta en la meca de las visitas crédulas, aún incrédulas pero verificacionistas. Así, noticieros, periodistas de diarios y revistas, noteros de prensa amarilla, cronistas de radio o televisión, feligreses nacionales e internacionales del mismo credo (o de otro credo celoso), y chicas, muchas chicas lindas y simpatizantes, darían sus primeros pasos por nuestro terruño. Las pibas de Alcorta, de Hughes, de Firmat, de Melincué, de Pavón Arriba, de Godoy, de Villa Constitución, de San Lorenzo, de Coronel Bogado, de Acebal, de Pavón Arriba, de Alvarez, de Bombal, de Mugueta, de Santa Teresa, de Bigand, incluso las de Rosario, podían llegar a pasear por Máximo Paz en busca de atestiguar y convalidar su creencia. Y, en ese caso, ¡zas! Ahí estaría la pandilla en la vitrina del momento oportuno.
Nuestras operaciones de inteligencia volverían a vivificar al pueblo y, como modo de pago, solo pedíamos una chance de amor. Un aguijonazo por el cual encontrarían en Paz, y en alguno de nosotros, un lugar del cual no querer ya irse más nunca por el resto de sus días, y juro yo también.
Bueno, pero lo que nunca calculamos fue la desproporción desgraciada entre aparición y recepción. Recibir un milagro no es un hecho de digestión rápida. No supone la ingestión de dátiles o plátanos, ligera y saludable, sino más bien de un cordero al disco, lenta e inasimilable. En fin.
Luego del milagro de la Parroquia perdimos al cura, a tres acólitos, al sacristán, a siete monaguillos, a las cuatro señoras que leían, en todas las misas de las 8 y de las 10 de la mañana, la palabra de Dios, y al Víctor Martinetti (del cual no conocíamos su implicancia con la religión hasta el día en el que se enrostró a la aparición con un infarto cardiovascular). Este primer milagro quedó opacado por la muerte súbita de los pilares de la Iglesia. La misa dejaría de ser uno de los lugares de encuentro permanente, lo que‑ luego de evaluarlo fríamente en el Bureau Oral‑ no dejaba de ser un milagro por añadidura, un milagro colateral. Llegaron cientos de curiosos a constatar el hecho, y cientos de curiosos a gozar del morbo que suponía una muerte en masa de una institución tan adepta a la inmortalidad. Ni un amor, ni acaso medio. Sólo venían adultos casados, viudos, divorciados pero escépticos, que ya no buscaban en el amor un subterfugio, sino que encontraban en el crimen una ruina más para sepultarse sin deliberación. Mucho melancólico, poca pibada entusiasta. Nuestra primera acción abonó a la circulación de lo mismo, esa presencia perdida, y a una serie de oblaciones que fertilizaron aún más nuestra inercia.
En el milagro de la Escuela de Monjas el saldo fue alentador. Aunque la caída, esta vez, fue psicopatológica. Nueve de doce hermanas hablaban lenguas, en un idiolecto glosolálico que daba crédito a la aparición divina, era un retorno a Babel, pero con una pérdida educativa importante, ya que, con su uniomíxtica, quedaron descalificadas las seño de música, catequesis, estenografía, lengua, sociales, ciencias naturales, matemáticas, física y educación cívica. Las tres monjas restantes, por su parte, juraron ascetismo, se ataron a la imagen de Cristo que estaba en la puerta del baño de damas, y, en un voto de castidad símil a una huelga de hambre, usaron sin censura su boca para orar, orar, y orar, hasta su último hálito. Ante tamaña transfixión en masa, apenas unos minutos después, las pupilas entraron en un contagio histérico irrefrenable que volvió a la Escuela un conventillo de inmigrantes pluriétnicos digno de principio del siglo XX. Hablaban en hebreo, en croata, en griego, en yugoslavo, en checo, en italiano, en catalán, en irlandés, galés y sueco, y se sentían recipiendarias de un nuevo Pentecostés ahora aggiornado al género femenino. Nosotros, sin pereza pero sin tino, hicimos una traducción al lunfardo pampeano apelando al recurso de la similicadencia. Nada seguro. Definitivamente, no hay ley sin intérprete.
Y sin Iglesia y sin Escuela Primaria, Máximo Paz perdía de vista dos puntales de su moral cotidiana: la fe practicante y el saber pedagógico. Las consecuencias serían aún insospechadas. Había un destino para todo esto, pero no estaba entre nosotros quién pudiera ser su exégeta. Por lo demás, salvo dos suicidios y tres automutilaciones de ojos dados en sacrificio, el saldo sería harto positivo. Diego y Gastón, flechados de enamoramiento, se fueron a Juncal y a Pearson respectivamente, siguiendo el reguero de dos mujeres de huerta y cabezas de ganado, hijas de inmigrantes polacos y piamonteses. Quedamos dos en el Buró, Mauro y yo, suficiente para dar el golpe final.
La semana previa al último milagro estaría signada por la tragicomedia y la oblación. No estábamos exentos de vernos empujados a un ACV por la ausencia de dos de nuestras presencias más importantes, en verdad, tampoco lo estábamos de perder la cordura. Nuestra inmunidad tenía un límite, y el Mauro, mi más cómplice amigo, lo sobrepasó de un santiamén. Tuvo dos episodios psicóticos en el lapso de 4hs39min, uno donde hablaba de guayabas y quinotos con un tal Diego que no quería compartírselas, y otro en el que tiraba swings y uppercuts al vacío al grito de '¡Tóma, traidor, no vuelvas, vete, no he de quererte más cerca de mi persona'. En neutro gritaba. Y su destinatario, por la altura en la que arrojaba los golpes, aparentemente, era el Gastón. Tanto gesto emotivo, tanta mueca fuera de los usos y costumbres, llamó la atención de la Aurelia, que le avisó a la Moni, ésta al Mateo, éste a la Marcela, ésta al Mirko, éste al Daniel, éste a la Azucena, ésta al Manuel, y en 5min ya estaba escribiéndose la crónica para el periódico del otro día. Al minuto cuarenta de pasadas las cuatro horas, al Mauro lo estaban llevando en ambulancia, con un chaleco farmacológico, destino de encierro al Suipacha de Rosario.
Su falta de vista suscitó lo indeseable. Suicidó a la Mabel, ¡que pena! Al Ernesto, ¡que gran pena! A La Claudia y la Felicitas, ¡que pena irreparable por Dios! Toda una familia derruida por la locura que desataba una de sus presencias menos ausente. Y nuestro riesgo por amor quedaría fatalmente teñido de crímenes y castigos.
Los seguiría, para acrecentar mi desazón, la Milagros. Apenada por la ausencia de Claudia, empezaría a sentir una necesidad compulsiva de reírse, de reírse mucho, reírse durante toda la vida. Se lo habían jurado en un pacto de amistad púber. Y rió, rió, rió tanto que, en ese estado de extrema aflicción, creo haber visto lo que nunca antes.
Empecé a reírme con ella, reíamos a carcajadas hasta desternillarnos de risa. No podíamos emitir palabra de tanta risa. Empecé a sentir dolor en la mandíbula, en los hombros, en los brazos y en el estómago. La risa cursaba por todo el cuerpo. Juntos, ahora abrazados, reímos hasta sentir una fuerte presión en el pecho. Transpiramos en frío, nos mareamos nauseabundamente de risa. En el piso, revolcados de risa, nos retorcíamos del dolor abdominal. Ella, entonces, intentó erguirse, perdió el equilibrio, y se desmayó de la risa.
Yo, viendo desplomarse a Milagros cargada de risas, y embargado por las súbitas apariciones de asfixias y arritmias, sudoraciones y ardores toráxicos, apenas pasadas las 4hs39min, lo oí, lo volví a oír:
'rajthâteajhá',
'rajthâteajhá',
'rajthâteajhá'.