Narrar una película como experiencia personal, una película que haya puntuado en algo mi visión del mundo, mi hacer como artista. ¿Una película como huella? Lo primero que intento entonces es invocar a esa otra yo pequeña, que vivió en otro tiempo y en otro espacio; pienso en la infancia de esa otra y en su relación con las películas, pero nada viene a mí: ninguna escena familiar compartiendo un film, ninguna imagen bucólica de un frame archivado en no se cual región de mi cerebro, ninguna excursión al cine con amigos, ningún film prohibido visto a escondidas, tampoco un olor que pudiera situarme en mi pasado lejano asociado al llamado malamente séptimo arte. Insisto en el intento, pero el ejercicio de memoria solo arroja un puñado de datos borrosos: creo haber visto una película de los Parchís en el Cine Teatro París de Necochea, creo haber llorado cerca del final porque alguno de los integrantes del grupo musical español infanto-juvenil estaba en peligro de vida (¿oh, no sería Tino, no?), creo haber presenciado (¿llorando?) una escena donde todos le pedían a Dios que salvara al moribundo (¡oh, pobre Tino!). Creo que vi todo eso, pero lo único que alcanzo a evocar con mayor claridad son los colores plenos (¿rojo, amarillo, azul, verde?) de sus enteritos. ¡Y a Tino, claro!
Y sí, recordar es siempre inventar un poco. Pero en el mismo instante en que atrapo la ficción de Tino y su película, la desecho porque no siento que merezca ocupar un lugar en esa tensión entre quien creo haber sido y quien creo ser hoy. Entonces cambio pretérito-remoto por casi-presente y arremeto en el intento por nombrar esa película que ayer nomás me marcó en eso que hoy soy, como unidad imaginada, claro. Un fragmento de Estrellas, la película de Federico León y Marcos Martínez, me aparece: una cámara fija en un terreno baldío toma a tres hombres cargando chapas y postes de madera para construir en tiempo record una “típica” casilla de villa. Un cronómetro en pantalla registra el tiempo, menos de cinco minutos les lleva. Los hombres martillean y salen de cuadro. Vuelan cajones y una rueda de auto en dirección al techo, para impedir que se levante. Después aparecen una mujer, un hombre y un niño con sillas a cuestas, una mesa y algunos bártulos. Desde el hueco de la puerta que no está puede verse que se sientan a tomar mate. Fin de la escena. Imágenes que reenvían a otra imágen: un mediodía de invierno con el sol entrando por la ventana de La Continental (¿de Corrientes y Scalabrini Ortiz?), mientras un grupo de sociólogos -yo incluida- come y conversa. Aunque el almuerzo no termina de ser forma en mi memoria emocional frágil -porque las sensaciones son escurridizas y escapan al lenguaje- recuerdo los mordiscos secos y apurados a la pizza de muzzarella, las manos un poco sudorosas, la boca siempre llena para no hablar. Una sensación de incomodidad repentina y brutal, digo para simplificar, por no poder compartir el entusiasmo con el que los presentes (menos yo, claro) hablaban de nuestro trabajo. Esa comida fue para mí una señal poderosa y desestabilizadora, que mas tarde bauticé como el mito fundacional de una otra yo, que abandonaba el Conicet, las clases en la facultad, la sociología, para dedicarse al teatro y a la actuación. Vi la peli de León y Martínez más o menos por esa época, o un poco antes o, quizás, un poco después. Se recuerda lo que se puede y como se puede; además, las secuencialidades son siempre falsas.
La película me impactó en muchos sentidos. Pone el ojo en Arrieta y en la productora que monta en su casa, en la Villa 21 Barracas, para ofrecer locaciones villeras y representar a no-actores villeros portadores de cara de villeros y sus derivados (rati, drogón, poli corrupto, guardia cárcel, borracho, violador, etc.). La escena que describí sucede después de que Arrieta relatara la visita de Alan Parker a la villa buscando locaciones para Evita. Como la locación no servía porque tenía muchas antenas de TV, Arrieta ofrece armar una villa en pocas horas. Lo de Parker se frustró, pero León y Martínez ponen a prueba las palabras de aquel y montan la escenografía express de la pobreza con ironía y precisión coreográfica.
Lo primero que pensé al ver Estrellas fue que hacía una sociología mucho más punzante, irreverente e inteligente que la de los papers académicos, aun cuando no fuera esa su intención. Me hablaba (a mí, por supuesto) sobre la estetización de la pobreza y la moda de la marginalidad en las producciones ficcionales, sobre el hacer de la debilidad fortaleza -o dinero- a partir de la autogestión y, también, sobre el estatuto de la actuación. Celebré su navegar sin prejuicio entre el documental y la ficción y, por sobre todas las cosas, su humor.
Hoy, que ocupo mucho de mi tiempo en los procesos creativos, Estrellas me sigue apuntando para que crear sea ese recorte singular, esa afirmación de un punto de vista mas acá y mas allá de la red infinita de referencias-herencias, esa pulsión que se hace forma, esa práctica capaz de elaborar nuevas combinaciones para generar otras miradas posibles.
Para finalizar, quiero pedir perdón a Tino por haberlo traído y después exiliado de mi relato. Escribo nomas para inventar un orden de acontecimientos en mi biografía. Prometo restituir su estrella en el entramado de mis recuerdos. Es más, esa que fui ayer, le ofrece una disculpa. Esa que de chiquita era flaquita, de piel transparente medio blanquita, la cara larguita, los ojos celestes y con ojeritas, que usaba trencitas, con el pelito babita como pelusita. Esa que soñaba con la mata de cabello lustroso de Tino, con sus ojos rasgados, con su boca sutil, con su nariz pequeña y su piel morena. Sé que perdió un brazo ¡Qué infortunio! Yo conservo mis cuatro miembros pero nunca pude atreverme a entonar como él. Lo bueno es que hace un tiempo me hice de un grupo de amigos con quienes practico una suerte de improbable alquimia creativa que se parece bastante a cantar y bailar. ¿Qué decir? Las incertezas persisten; la ventaja es que aunque no sepamos quienes somos (esto es algo irremediable) podemos darnos alguna idea de dónde estamos. Y sí, por fortuna, estamos condenados a la fragilidad.
Cecilia Blanco es socióloga, actriz, directora y docente de teatro. Fue becaria y docente UBA-CONICET. Publicó artículos en revistas y libros especializados. Desde hace más de diez años se dedica enteramente a las artes escénicas. Ha trabajado con directores y coreógrafos como Alejandro Catalán (Dos Minas) , Emilio García Wehbi (Rey Lear), Matías Feldman (Breve relato dominical), Marina Sarmiento (Los viajes de Sarmiento), Damiana Poggi (Fuerza de Gravedad), entre otros. Junto a Javier Drolas, Agustín Repetto y Fernando Tur, crearon la Compañía 12 4, movidos por la inquietud de generar un espacio de experimentación donde pudieran dialogar recursos y elementos de diferentes lenguajes y dispositivos. Resultado de este proceso fueron las obras 12 4 y ENTRE donde el grupo compartió la creación, la interpretación y la dirección de los espectáculos. HACER HACER es la tercera obra de la Compañía (ahora conformada por Cecilia Blanco, Javier Drolas y Agustín Repetto) y cuenta con varios artistas invitados. HACER HACER se presenta en el Teatro Bravard, los sábados a las 20.