El domingo a la madrugada, mientras volvía del Club Cultural Matienzo , me cagaron a palos para robarme. También para decirme "trolo de mierda esta vez ganaste, pero a los putos hay que matarlos a todos". Seguramente me quisieron robar y pegar porque soy puto y se me nota.
Durante todo el domingo pensé si escribir sobre esto o no: cuando veía publicaciones en redes sociales sobre este tipo de situaciones me ponía incómodo y me preguntaba qué buscaban las personas que difundían esto y qué impacto real podía tener. Pero ahora que soy yo al que le pegaron, el que escuchó cómo un varón violento y heterosexual gritaba una y otra vez "trolo de mierda esta vez ganaste, pero a los putos hay que matarlos a todos" -mientras yo corría con la cara llena de sangre-, me doy cuenta que es importante hacer público este tipo de situaciones: el discurso de odio está a la vuelta de la esquina y la violencia también. Tenemos que estar atentos y atentas. Tenemos que denunciarlo.
Hace siete años que vivo en Buenos Aires, y nunca me pasó nada, esta es la primera vez. Jamás sentí que mi propia identidad podía generar esto, es decir, que ser quién soy sea motivo para que un tercero me agreda, me golpee y me humille. Evidentemente estaba equivocado. El discurso de odio se vuelve cada vez más presente y, muy a mi pesar, todo el tiempo estamos expuestos y expuestas a que nos ataquen.
Vivimos en una sociedad precaria: nuestros trabajos son precarios, nuestro Estado es precario, nuestros vínculos son precarios. La precariedad se ve en la calle, se mete hasta en el living de nuestra casa y genera violencia por todos lados. La violencia crece y lastima, al igual que el individualismo: mientras caminaba lastimado y sangrando nadie quiso ayudarme, ni siquiera un policía al que le hice señas para que me se me acerque (apenas me levantó su brazo con el pulgar para arriba y siguió caminando). Tampoco me ayudaron dos maricas que pasaron de la mano adelante mío, mientras yo me limpiaba la cara con mi buzo. Somos egoístas, es un hecho. El egoísmo y la indiferencia son dos maneras de violentar y agravan estas situaciones. No es necesario pegar una piña para infligir dolor.
Las marcas que tengo en mi cara son las marcas de la desigualdad. Las personas no somos todas iguales, no todas tenemos las mismas oportunidades, no accedemos a los mismos beneficios, ni tampoco estamos expuestas a las mismas violencias. Reconozco mis privilegios: soy blanco, varón, clase media acomodada, profesional con título universitario de grado y periodista en medios de relativo alcance. Pero a pesar de eso, no puedo dejar de preguntarme: ¿Qué hubiese pasado si yo en vez de tener aros de mujer en mis orejas y pantalones apretados hubiese tenido pantalones anchos, dos metros de altura y una actitud de macho? Quizás me hubiesen molido a golpes igual, pero probablemente no.
Decidí escribir esto porque creo que es importante hablar de estos temas, hacer público los riesgos a los que nos enfrentamos las personas que pertenecemos a una minoría y aquellas que históricamente fueron violentadas, como las mujeres. Decidí escribir esto porque cada vez se conocen más casos de violencia de odio: en 2017 se registraron 103 casos y en 2018 aumentaron a 137, según datos del Observatorio Nacional de Crímenes de Odio LGBT -que depende de la Defensoría del Pueblo de la de Buenos Aires, la Defensoría del Pueblo de la Nación y la Federación Argentina LGBT. Una aclaración importante: esos casos son los que trascendieron en los medios o los que fueron denunciados en la Defensoría LGBT. Es decir, el número seguramente sea mayor y tenemos que conocerlo, tenemos que saber qué tan hostil es la calle, cuántas son las personas que son violentadas por vivir su identidad plenamente. Aunque sea engorroso hay que denunciar, hay que buscar a los agresores y hay que hablar de esto. Todos y todas tenemos que tirar para el mismo lado y hacer lo que esté a nuestro alcance para vivir en un lugar más justo y más inclusivo.