El nombre de la nueva muestra solista de Lucía Delfino, la artista de La Plata nacida en 1992, se puede leer como un sustantivo o como un adverbio. “Tarde” puede aludir a esa parte del día, previa al anochecer, cuando la luz se espesa y el aire empieza a perder su carácter etéreo: la tarde. Pero la misma palabra también advierte que el momento oportuno de hacer algo quedó atrás. En ese caso, nos decimos que ya es tarde. La tensión entre ambas esferas de sentido y de temporalidades atraviesa la muestra que se exhibe en la galería del barrio La Boca por pocos días más.
La gran protagonista de "Tarde" es la luz. En los cuadros de Delfino, que en general muestran escenas y objetos de interiores investidos de una sustancia simbólica que siempre se escurre, la luz es una materia que se ausenta de manera progresiva, como si la pintura hiciera un striptease para dar a ver la desnudez de los espacios que habitamos. En su nueva exposición, en cambio, la luz irradia desde la única pintura al óleo, un óleo enloquecido que gira del blanco al gris plateado, del celeste al rosado, hacia un gran conjunto de pinturas presentadas como fragmentos. Casi como despojos, o en verdad testimonios, se ven imágenes de la mesa de trabajo de la artista, con materiales y flores (que también son materiales de la muestra); plantas de interior de un verde suntuoso y opaco, muebles de madera, baldosas, tazas en la mesada, un ventilador de techo, una bolsa de ropa sin lavar y, por primera vez en su obra, la figura humana, insinuada en brazos y manos de mujeres. Con esos restos visuales se compone el relato de un sueño (o de una pesadilla).
Delfino, que contó para la organización de la muestra con el apoyo de la artista Verónica Gómez, colgó las obras de modo tal que la pintura del círculo blanco funciona, efectivamente, como una fuente de luz. ¿Una imagen puede iluminar a otras? En cierto sentido, tanto las pinturas más cercanas como las más alejadas de “la obra luminosa” echan luz sobre sus propios antecedentes dentro del panorama del arte argentino: las habitaciones con vistas de Fortunato Lacámera, los interiores de cuartos barriales capturados por Pablo Suárez en su “exilio” en Mataderos, las lujuriosas especies de plantas ribereñas imaginadas por Marcia Schvartz, la utilería trivial y a la vez mágica de la obra de Liliana Porter. Nunca es tarde para crear genealogías pictóricas.
“Me contás que la idea es ir aclarando, que el conjunto que forman las pinturas chicas y medianas estaría yendo hacia la luz –escribe y narra Gómez en una cálida segunda persona-. Y reviso los ángulos de ese trayecto, los puntos de vista que te retienen como si el espacio en su versión más ascética reclamara su reinado (Bachelard decía que todo rincón de una casa, todo rincón de un cuarto, todo espacio reducido donde nos gusta acurrucarnos, agazaparnos sobre nosotros mismos, es para la imaginación una soledad)”. A solas, es decir, gracias a la presencia de la mirada, las imágenes de Delfino reviven e imaginan una clase de intimidad impersonal y a la vez intransferible.
Por otro lado, en la galería se exhibe una de las típicas pinturas de gran escala de la artista, que presenta un patio colmado de plantas, donde se advierte el reflejo de una ventana en el centro de la imagen. En este caso, el recorrido de la luz, que rebota del vidrio que está fuera de campo en la alisada superficie de las hojas (que es la de la tela), cuenta una historia de umbrales y puntos de vista. Y en un cuarto oscuro de la galería, Delfino creó una instalación hecha con un ramo de flores intervenidas con arcilla que funciona, según ella, como núcleo y reverso de la muestra. La oscuridad, había sentenciado la poeta Olga Orozco décadas atrás, es otro sol. Un sol todavía tenue, como el de las tardes de primavera, se enciende en las pinturas de la joven artista platense.
En Quadro (Caffarena 199, CABA).