Escena 1: En una oficina, llega un hombre cis, heterosexual, gordo, de esos que dos por tres califican el cuerpo de las mujeres. Su compañera de trabajo, feminista, se retuerce en la silla cada vez que lo escucha hablar de “esa gorda” o de “esa vieja” y de vez en cuando –subida a la marea verde que surfea la hija veinteañera del machirulo en cuestión- le hace un mapa explicativo del patriarcado, la cosificación, las jerarquías. Llega, sí, excitado. ¿El motivo? Una foto de otro hombre cis, heterosexual, blanco, (bastante) más hegemónico que él, desnudo. “Me encantó la pija de Luciano Castro”, anuncia sonriente, y empieza a elogiar el miembro masculino que –a sus ojos- es grande “hasta dormido”. La pregunta obligada hacia la feminista ¿a vos no te gustaría una así? Claro, está sobreentendido que “eso” es todo lo que una mujer –desde ya, heterosexual, eso ni se lo preguntan- debería querer. De nada le sirve a ella decir e insistir con que no vio la foto, que no le interesa, que un pene no está en su horizonte de excitabilidad. No le creen, no les importa, los varones sólo quieren seguir hablando de penes. Midiéndolos, evaluando si “pasan vergüenza” (en un sentido distinto al que sienten y consideran muchas de las receptoras) cuando envían la suya en esas fotos tan habituales en los intercambios por redes. Ellos creen que nada ni nadie es más importante que un pene. El suyo, sí, pero el de otro también, lo que importa es sostener esa ilusión, esa supremacía, esa celebración del goce puramente masculino como la vara de todos los goces posibles.
Si algo desató la foto “robada” a Luciano Castro que circuló desde la semana pasada en los medios de comunicación y sobre todo en redes y grupos de whatsapp fue directamente euforia. No sólo fueron varones los que la compartieron, claro. El pene de un hombre que hace culto de su cuerpo, que es galán en las telenovelas del prime time, supone, más que un tabú, un transparente objeto del deseo. Que pocos días después se anunciara el estreno de “Desnudos”, la obra que el actor protagonizará este verano en Mar del Plata, pareció apenas un detalle.
Si la foto es robada o una estrategia promocional no es ningún dato menor, claro. El derecho a la privacidad es una premisa, cuyo incumplimiento sufrimos en mayor medida las mujeres y disidencias. Claro que hay dos vertientes: el moralizante y morboso cuando se trata de fotos de mujeres. Lo primero, es condenar su ejercicio de la sexualidad, su exposición (aún cuando las fotos se difundan sin permiso), sus costumbres. Tan viejo como la historia del patriarcado, sí, pero operativo en el siglo 21. Si ella sufre la violación a la intimidad que supone la difusión de una foto o video íntimo, la imagen circulará, siempre. Y el calificativo “atorranta” –¿una antigüedad?- o sus sucedáneos levantarán las mallas de la hipocresía: sí, les gusta verla, pero tanto como eso disfrutan de cuestionarla, degradarla, poner en cuestión su dignidad.
Cuando Castro lamentó que esa foto las vieran sus hijos –algo que también les pasa a las mujeres como Florencia Peña- lo que flotó en el aire –al menos en ese aire disciplinador que se respira tanto en los medios de comunicación masivos como en las redes, pero con otra espesura- fue que él sí tenía derecho a esa queja, y ellas no tanto.
En la noche del miércoles de la semana pasada los “atributos” del gran macho argentino se hicieron virales. Las infinitas cadenas de sentido que se despliegan alrededor de esa foto tuvieron una expresión espontánea con los memes más ingeniosos, la forma privilegiada de simbolizar de la época. Y en todos, lo que subyace, es que un pene así es digno de mirarse. Que nadie se sustrae –ni debiera hacerlo- a esa “tentación”.
Sabrina Rojas, la pareja de Castro decidió apelar al humor, sin moverse un centímetro de la euforia celebratoria, como si fuera un trofeo: "A todos los que me preguntan si vi las fotos de mi marido mostrando sus dotes, ¿talento? Sí, claro que las vi, hace mucho", escribió en twitter, donde todo esto se amplificó como un tsunami y luego, se celebró. “Y solo tengo para decir 'Gracias Dio (sic) por dejarme comer semejante lomo desde hace diez años'. Alabado sea Castro". “Comer semejante lomo” es especista, es patriarcal, es una expresión amarga para el paladar feminista.
Que los dispositivos reguladores de placer sexual en base a mercancías unificadoras lleven a muchísimas mujeres a pasarla bomba en un bar con strippers varones es algo de lo que nadie puede escapar. No se atacará la regulación del deseo para proponer otras directivas, claro. Pero si algo los feminismos vienen discutiendo desde hace décadas –al menos desde la segunda ola- es la supremacía del placer masculino, ese que el falo se adjudica de manera cabal, sobre otros placeres sexuales. Nadie habla del clítoris de las chicas cuyas fotos desnudas se difundieron con menos celebración, porque cuando las fotos son de ellas circulan se miran con lascivia y sí, pueden ser TT, también, aunque los sentidos que se disparan son otros. Nunca ellas serán festejadas con tanta liviandad, siempre aparece algo del escarnio, de la vergüenza, que con Castro no formó parte del sentido común imperante.
El clítoris es el gran olvidado, siempre. “Basta de falocracia, reivindiquemos el clítoris”, era una consigna que levantaban las feministas autónomas de Unidas, un grupo nacido en la ciudad de Rosario cuando la dictadura comenzaba a deshilacharse tras la guerra de Malvinas. Que el clítoris sea cada vez más bandera de las pibas es una victoria, sí, aunque el sentido imperante acerca de nuestro placer siga ligado a la satisfacción de lo masculino. No es así en nuestras prácticas, ni en los sentidos gozosos y disidentes que vamos tejiendo en nuestro hacer colectivo, ese que se inscribe en nuestros cuerpos y las pancartas, en las calles y en las caras pintadas con glitter, sino en el sentido común que se reproduce cada vez que alguien se babea con la foto de Castro.
Nadie lo cosifica, señorxs, al menos no de la forma que vienen sufriendo las mujeres y disidencias desde hace milenios. Las chicas que lo celebran, también pueden ser feministas porque nadie les pide un certificado de corrección deseante. Pampita le mandó emojis de aplausos a una amiga “que anduvo por ahí” y despertó otro de esos sentidos hegemónicos que los feminismos están horadando: el de la propiedad. Sabrina Rojas se enojó porque ese lomo es suyo. No se trata de un manual sobre cómo gozar o qué mirar, nada que ver, sino de interpelar la circulación de los sentidos en una sociedad donde sigue mandando lo que penetra a toda costa, sin tener en cuenta lo que arrasa en esa penetración.
El tema, al menos en esta columna, no es el pene de Luciano Castro. Eso es (casi) lo único de lo que se habló en los últimos días. No, se trata de esta sociedad donde el deseo tuvo dueños históricamente y ahora, aunque esos mandatos crujan, ese sistema necesita seguir reproduciendo sentidos que ensalzan a lo masculino –situado ahí, en el pene- como el valor supremo.