«Vivimos (todos los seres sobre Terra) en tiempos perturbadores, tiempos confusos, tiempos turbios y problemáticos. Nuestra tarea es generar problemas, suscitar respuestas potentes a acontecimientos devastadores, aquietar aguas turbulentas y reconstruir lugares tranquilos». Así empieza Seguir con el problema, el último libro de la bióloga y filósofa de la ciencia Donna Haraway, que la editorial bilbaína consonni acaba de publicar en Argentina.

Donna Haraway, profesora emérita de estudios de la conciencia de la Universidad de Santa Cruz, fue la primera mujer en dirigir una cátedra de teoría feminista en Estados Unidos y la autora del Manifiesto para ciborgs”, escrito a mediados de los ochenta, con el que revolucionó el pensamiento occidental afirmando que ya no podíamos separar al humano de la máquina, a la naturaleza de la cultura, a lo semiótico de lo material. En un mundo de semillas transgénicas, primates astronautas y ratones de laboratorio patentados, Haraway decía a las feministas que dejaran de pensar en un retorno a la naturaleza como el paraíso perdido y nos hablaba de naturoculturas y entidades ciborg. «La biología no es el cuerpo», dijo años más tarde, «sino un discurso sobre el cuerpo».

Haraway es una pensadora que ha dedicado su vida a remover los cimientos del pensamiento occidental. Afortunadamente, nunca se ha quedado solo en la crítica, sino que desde hace cuarenta años nos viene sorprendiendo con argumentos que teje con los hilos de la ciencia ficción, los estudios culturales, la antropología y la filosofía de la ciencia. En Seguir con el problema, profundiza en la metáfora del pensamiento como un tejido con el acrónimo SF, las siglas en inglés de ciencia ficción, feminismo especulativo, fabulación especulativa, hechos científicos, figuras de cuerdas y hasta aquí/hasta ahora. SF es la acción de tejer, y también la madeja y la trama. Usa la ciencia ficción, la fabulación y el feminismo especulativos como herramientas y terrenos fértiles para pensar fuera de los cánones del progreso, la racionalidad y la universalidad y para imaginar otros presentes posibles; a los hechos científicos como parte del compost de un pensamiento situado, específico, nunca general ni universal; y a las figuras de cuerdas como metáforas de la vida y el pensar: diseños inesperados que van pasando de mano en mano, un juego basado en la confianza de las manos que ofrecen y reciben, que no se puede jugar en soledad, que es específico pero que circula, que arriesga pero no gana.

Así piensa y escribe esta bióloga afincada en los bosques de California, condimentando su pensamiento con humor e ironía porque, para ella, aprender a jugar es aprender a imaginar lo que todavía es posible. No hay ningún truco divino que nos diga cuál es la teoría correcta, nos dice, pero el trabajo de quienes se dedican a la ciencia y la filosofía es generar grietas y escucharse mutuamente para reconstituir una noción vasta de realismo que proponga formas mejores y más divertidas de hacer las cosas.

Quizás por eso, a pesar de ser bióloga, su laboratorio es el lenguaje. Insiste en que todo lenguaje está hecho de figuraciones, metáforas, por eso tenemos que prestar mucha atención a nuestros modos de abstracción. «Importa qué historias contamos para contar otras historias, qué pensamientos piensan pensamientos, qué historias crean mundos, qué mundos crean historias». ¿Qué necesita un nombre? ¿Qué consecuencias tienen los nombres? ¿Qué responsabilidades implican? ¿Quién gana, quién pierde, a qué precio? Todas estas preguntas resuenan en Seguir con el problema, en donde desarrolla una crítica feroz al Antropoceno: a la cosa y al nombre de la cosa.

«Antropoceno es un término que adquiere más significado y utilidad para intelectuales de regiones y clases adineradas, no es una expresión idiomática para el clima, la meteorología, la tierra o el cuidado del campo en vastos sectores del mundo, especialmente –pero no solo– entre los pueblos indígenas».

Si tan solo pudiéramos tener una palabra para estos tiempos, dice, esa palabra debería ser, sin duda alguna, Capitaloceno. No es el humano como especie el responsable del cambio climático, los exterminios y el extractivismo, sino un sistema basado en el crecimiento que ve a la Tierra como un recurso a explotar, conquistar y agotar, en busca de beneficios distribuidos de manera desigual. Todos somos responsables, pero no de la misma manera. Por eso, nos propone otro término para dar nombre a un espacio tiempo al que llama «Chthuluceno», una palabra compuesta por dos raíces griegas: -ceno, el ahora, la temporalidad de la continuidad, la frescura de un presente denso; y chthulu, por las divinidades ctónicas o telúricas, las entidades abisales que habitan las profundidades, como Gaia o Medusa, a diferencia de los dioses del Olimpo y de los humanos que miran al cielo (antropos significa «el que mira hacia arriba»). Describe a estos seres chthónicos como monstruos repletos de tentáculos y nos advierte que su surgimiento puede ser terrible, ya que demuestran y llevan a cabo consecuencias, no pertenecen a nadie y no tienen nada que ver con las ideologías. Con este nuevo imaginario nos invita a pensar en un tiempo de comienzos, pero no para eliminar lo que ha venido antes, ni, ciertamente, lo que viene después, sino para aprender a vivir y morir con responsabilidad en un planeta herido.

Las páginas de Seguir con el problema están protagonizadas por palomas mensajeras, juegos mundiales de ordenador, semillas de acacia, hormigas escribas, mariposas monarca, arrecifes coralinos, y más. Son conversaciones tejidas como figuras de cuerdas con su perra Cayenne, las filósofas belga Isabelle Stegners y Vincianne Despret, la escritora de ciencia ficción Úrsula K. Le Guin, los pueblos navajo y hopi, el juego de ordenador mundial inuit Never Alone, y más… Al recorrerlas, vamos adquiriendo la certeza de que no somos tan humanos como pretendemos, que somos más bien humus, compost, líquenes, seres en simbiosis con otros bichos. «Ninguna especie actúa sola», nos dice, «ni siquiera nuestra arrogante especie, que pretende estar constituida por buenos individuos según los guiones occidentales llamados modernos». Por eso, nos urge a generar alianzas con otras especies, «a generar parientes en líneas de conexión ingeniosas como una práctica de aprender a vivir y morir bien de manera recíproca en un presente denso».

Leer a Haraway es un viaje arriesgado, quizás porque hemos perdido la costumbre de pensar fuera de la metáfora de la guerra. Pero ya es hora. Think we must!, clamaba Virginia Woolf. ¡No dejemos de pensar!

 

*socióloga, educadora y traductora desde perspectivas feministas.