De aquella figura del editor “que cobraba fuerza en su invisibilidad, que era mediador entre la alta cultura y el dinero”, ya casi nada queda. La fuerte concentración en el mercado editorial dejó en el recuerdo aquellos destacados proyectos surgidos desde fines de la década de 1930 y que acogieron a exiliados españoles, gestaron el boom de la narrativa latinoamericana y alimentaron las inquietudes de generaciones ansiosas de leer los libros que marcaban el potente siglo XX.
Doctor en Letras y profesor de Introducción a la Literatura y Teoría Literaria II en la Universidad Nacional de La Plata, y decano de la Facultad de Humanidades de la UNLP en los períodos 1992-1998 y 2001-2004, José Luis de Diego reivindica el aporte que sellos como Losada, Sudamericana, Emecé, Eudeba, Fondo de Cultura Económica y Santiago Rueda, entre otros, tuvieron para la historia de la narrativa de lengua española. En Los autores no escriben libros, publicado recientemente por Ampersand, advierte sobre los cambios que imprimen los grandes conglomerados y los resquicios de luz que abren las editoriales alternativas.
-¿Cómo pude caracterizarse al editor en el contexto del mercado editorial actual?
-En los últimos años, para caracterizar la fisonomía de los editores de los grandes grupos, a menudo se ha utilizado la figura del “editor activo”, que imagina un libro vendible y sale a buscarlo; no solo se trata de desarrollar habilidades para “cazar” al bestseller, ahora hay que fabricarlo, sopesar el interés público por algún tema que ocupa un lugar contencioso en los medios y producir libros en esa dirección. Los nuevos gerentes de los consorcios editoriales meten presión para lograr esos libros, para comercializarlos rápidamente y para lanzar campañas de promoción que empujen el título hacia el público lector. Estos nuevos gerentes, verdaderos parvenus en el campo editorial, suelen exhibir trayectorias de formación muy diferentes a las de los editores tradicionales: provienen con frecuencia de las ciencias de la comunicación, del periodismo, de los medios en general.
-¿Sigue habiendo una mirada latinoamericana en las políticas editoriales?
-El mítico editor de Santillana Jesús Polanco solía decir que América Latina no es un continente sino un “archipiélago”. Otros han preferido la figura de la “balcanización” para referirse a un continente cuyos mercados se encuentran aislados a pesar de hablar la misma lengua. Sería arduo explicar en poco espacio cómo fue convirtiéndose en un “archipiélago”; lo que sí sabemos es que el “archipiélago” no es una naturaleza, sino más bien una construcción de los españoles para quienes ha sido conveniente negociar sus productos en relaciones bilaterales con cada país, y no tener que competir con un “continente” más articulado y mejor organizado. Hoy podemos leer a escritores chilenos, mexicanos, colombianos, solo si los editan los españoles. En este sentido, los proyectos más fuertes y duraderos han sido Alfaguara Global, la colección Biblioteca Breve de Seix Barral (hoy integrada a Planeta) y la colección Narrativas Hispánicas de Anagrama. No obstante, se advierte una creciente integración entre editoriales independientes latinoamericanas en un circuito menos ligado al éxito comercial y consagrado al descubrimiento de autores y títulos identificados con un proyecto cultural.
-En sus comienzos, Eudeba tuvo una importancia destacada para una clase media en ascenso y con un gran interés cultural. ¿Cuál es el aporte de las editoriales universitarias en la actualidad?
-Los años dorados de la Eudeba de Boris Spivacow (1958-1966) no volvieron a repetirse y probablemente no se repetirán. Allí se conjugaron un proyecto editorial de una inusual presencia en el mercado y la emergencia de un nuevo público ávido de las lecturas que se identificaban con la modernización intelectual y artística. Durante muchos años, la mayoría de las editoriales universitarias argentinas naufragaron en políticas erráticas y en muchos casos endogámicas: cómo publicar y dar a conocer los trabajos científicos de sus profesores sin preocuparse por el editing, la distribución y venta, la difusión de sus títulos, como si respondieran únicamente a la necesidad de los investigadores de acreditar su producción y no a intervenir en el mercado a través de proyectos sustentables. A mediados de la primera década del siglo comenzaron algunas experiencias de profesionalización en editoriales universitarias, como Eduvim y UNSAM Edita, que tuvieron efectos muy positivos en los catálogos, y además han logrado fructíferas políticas de integración, a través de la REUN. Sin embargo, las dificultades son enormes si tenemos en cuenta las limitaciones presupuestarias de las instituciones universitarias y la brutal caída de la demanda.
-¿Qué rol pueden jugar las editoriales independientes en el futuro del mercado editorial frente a la gran concentración actual?
-El proceso de concentración ha generado, como en otros países, una creciente polarización: por un lado, los grandes grupos concentrados (en nuestra lengua, Penguin Random House y Planeta); por otro, la proliferación de numerosos emprendimientos pequeños que han desarrollado políticas de edición que apuntan a aquellos “nichos” de la cultura que los grandes grupos han omitido o descartado. Sin embargo, la sustentabilidad de esos proyectos encuentra un límite: la que arriesga en nuevos valores es la editorial pequeña y si en algún caso tiene éxito y encuentra un autor de 5.000 ejemplares, rápidamente lo contrata Planeta o Alfaguara, las que, de esta manera, trabajan con riesgo mínimo. De cualquier forma, la existencia de sellos independientes da un renovado empuje a la edición cultural y se ha transformado en garante de lo que ha dado en llamarse la bibliodiversidad.