La teoría del “derrame” de la copa de la población más rica al cuenco donde abreva el resto, tuvo un accidente fatal con el macrismo en el poder. No solo no derramó, sino que amplió su dique de contención con las facilidades que le procuró el Gobierno de dirigir la riqueza a la especulación improductiva antes que a la economía productiva.
Es tan así que ya lo mensura el INDEC: hoy, la población más pobre de los argentinos percibe apenas el 1,3% de los ingresos, mientras el sector más rico concentra el 30,9%.
La otra demostración del mito, también evidenciada por el Instituto de Estadísticas, es que lo único que se derrama en el país es la pobreza a lo largo y ancho del territorio. En efecto, la pobreza alcanzó al 35,4% de las personas que habitan la Argentina, es decir, más de 16 millones de pobres, de los cuales 3,4 millones están en situación de indigencia.
Pero la pobreza medida por ingresos tiene una dimensión más amplia de lo que los porcentuales sugieren, con impacto directo sobre los individuos, el tejido social y el futuro común.
La privación de alimentos, la falta de cobertura de salud y de acceso a medicamentos, entre otra gama de bienes incluidos el conocimiento y la educación, es otra manera de medir la desigualdad social. Una arista muy delicada que pide a gritos una fuerte inversión en programas sociosanitarios integrales en paralelo a la ampliación de oportunidades de acceso al mercado laboral.
Como bien lo sostenía Ramón Carrillo, que tuvo la capacidad de traducirlo a políticas públicas a mediados del siglo pasado, la salud de las personas contempla una serie de dimensiones que exceden el acto médico. Un punto de encuentro de lo biológico con lo social. El lugar en el que viven, el agua que toman, los alimentos que consumen.
En su "Enfoque de pobreza multidimensional basado en derechos", la UCA reveló que la población argentina con inseguridad alimentaria severa pasó del 6,2% en el tercer trimestre de 2017 a 7,9% en el mismo período de 2018. Y que la población con carencias en materia de atención médica, medicinas y alimentos pasó del 26,6% al 28,2%.
Se explica: en agosto una familia tipo necesitó $ 33.013 pesos para no caer bajo la línea de pobreza. Y sabemos que al menos una tercera parte cruzó esa delgada línea roja. Lo que impacta de lleno en la alimentación y no solo en la cantidad sino, sobre todo, en la calidad de la comida a la que una familia pobre puede acceder.
La obesidad en niños y niñas aumentó junto con la inseguridad alimentaria; las organizaciones sociales que trabajan en los barrios más vulnerables son testigos de lo mal que comen los chicos. No es menester ser médico para saber que las dietas con bajo valor nutricional afectan al desarrollo cognitivo y están vinculadas a distintos trastornos de salud, además de perpetuar la pobreza y frenar el desarrollo económico.
No digo con esto que la inseguridad alimentaria sea un fenómeno exclusivo de la Argentina ni de la gestión neoliberal vernácula. Pero sí afirmo que los niños, junto con los ancianos, son los grupos socialmente más afectados por una forma de concebir y “administrar” los recursos de la sociedad que tiene el macrismo, desprovista de garantías y protecciones. Que, lejos de derramar bienestar y equidad, influye y mucho en la salud de las personas, para mal.
Por eso, la restitución a rango de ministerio de Salud será un paso necesario pero no suficiente. Será necesaria también mucha presencia territorial en los barrios más afectados, con más necesidades de alimentación, de vivienda, y con mayores dificultades para acceder a los centros de salud y los medicamentos.
Y si podemos articular de manera eficaz los servicios de salud, nutrición y educación estaremos logrando un gran factor de igualación social para que todos los argentinos puedan disponer de sus mejores cualidades.
Todo lo demás, es puro cuento.
* Exministro de Salud bonaerense.