El truco inoxidable de Anochecer de un día agitado, el elixir de la juventud que corre por sus venas, la explicación racional de su eterno retorno, es consecuencia del modo en que fue producida, la sensibilidad libertaria con la se encaró su realización. Paradoja: un film pensado y lanzado con las intenciones más crasamente comerciales –la cereza del postre de la mutación de The Beatles, de popular banda británica a fenómeno global de dimensiones nunca vistas– se convirtió, desde el momento de su estreno en 1964, en modelo de experimentación cinematográfica y en la cristalización de la imagen pública de John, Paul, George y Ringo en su primera etapa. Pero A Hard Day’s Night no es un milagro. Es el resultado de una precisa alineación de planetas: productores poco entrometidos del otro lado del océano, un realizador dispuesto a llevar lo más lejos posible sus particulares ideas sobre el cine y la comedia, una “bandita de rocanrol” en el apogeo de su popularidad, pero suficientemente inteligente como para dejarse guiar dejando de lado cualquier clase de vedetismo.

Desde el próximo jueves, y a más de quince años del último reestreno local, los Fab Four vuelven a los cines de la Argentina con su primer largometraje, en una copia restaurada primorosamente: se trabajó a partir de los negativos originales y la banda de sonido fue reconstruida a partir de múltiples fuentes. Nueva ocasión para apreciar el film de Richard Lester –el realizador estadounidense que hizo del Reino Unido su segunda patria– como corresponde: en pantalla grande y con el volumen tocando el cielo. Desde el primer acorde del tema que da título, segundos antes de que Harrison se dé un tremendo tortazo contra el piso y Ringo se le caiga encima –imagen que Lester, inteligentemente, decidió dejar en el montaje final, primer indicio de la intromisión de la realidad en un relato absolutamente ficcional– hasta el recital televisivo que cierra los casi noventa minutos de proyección, con una multitud de chicas y chicos adolescentes (entre ellos, un extra de trece años llamado Philip David Charles Collins) simulando delante de las cámaras una histeria que en las calles, afuera del teatro en el cual se rodaba esa escena, era bien real y contundente.

La decisión de acompañar el lanzamiento de un tercer álbum de The Beatles con una producción cinematográfica fue casi inevitable, una necesidad artística y comercial a fines de 1963, cuando la banda se encontraba a punto de desembarcar definitivamente en el mercado norteamericano y dar inicio a lo que luego se conocería como beatlemanía. Lo particular del caso fue el concepto central que permitiría el encendido de la luz verde definitiva: ningún miembro del cuarteto deseaba participar del típico largometraje “a la Elvis”, mucho menos formar parte de un film convencional al cual se le injertaran tres o cuatro números musicales. Ante una lista de posibles directores, el de Lester parecía el más apropiado: a Lennon le gustaba mucho su corto de 1959 The Running Jumping & Standing Still Film –protagonizado, entre otros, por Peter Sellers– y los cuatro conocían el trabajo televisivo del “americano” en Londres, marcado por una fresca y estimulante insensatez que rozaba el surrealismo.

Según afirma Lester en una extensa entrevista realizada a comienzos de los 70, reproducida en la bellísima edición en bluray del film editada por el sello Criterion, “hay muchas razones por las cuales fui elegido. Los Beatles me habían visto en entrevistas y yo era musical, y eso les gustaba. Pasamos un fin de semana en París y pude tocar el piano con ellos. Pero la razón definitiva fue el hecho de que yo aceptaba que el estilo, el formato, debía crear automáticamente un ambiente similar al cual ellos habitaban realmente, de manera que pudieran mostrar su comportamiento. No en el terreno de la fantasía o narrativamente, sino de una manera en la cual pudieran mostrar su relación con el resto de Inglaterra, con sus fans, con la autoridad, con los lugares establecidos”. El guión de Alun Owen tomó prestados elementos de la realidad cotidiana de la banda y los depuró y estilizó, imprimiendo a los alter egos en pantalla una suerte de carácter particular y específico: los cuatro juntos son dinamita, pero cada uno de ellos tiene la posibilidad de desarrollar su personaje en escenas puntuales.

En el fondo, Anochecer... gira sobre una idea poco glamorosa: ¿hasta qué punto el éxito es una cárcel para sus libertades individuales? La primera mitad del film transcurre, salvo excepciones, en ambientes cerrados, y los miembros de la banda deben –ante todo y antes que nada– cumplir con sus obligaciones. Sólo a partir del escape por la escalera de incendios y la explosión del tercer número musical, “Can’t Buy Me Love”, los espacios abiertos permiten respirar algo parecido a la libertad. Un gran ejemplo de autoconciencia, como esa otra escena en la cual Harrison derriba, con el más impactante de los semblantes cool, los tejes y manejes de un trendsetter, un generador de modas, línea de razonamiento de la cual los propios Beatles, inexorablemente, también formaban parte. La participación en roles secundarios de actores y actrices de raza (el “abuelo de Paul”, el rígido director de TV, los managers y asistentes) aportan el sostén para que los cuatro no-actores atraviesen la ligera trama sin demasiados contratiempos y aporten lo mejor que tenían para aportar: la música, por supuesto, pero esencialmente una frescura imposible de simular.

Lo importante es el estilo. Y la actitud. Continúa Lester: “El propósito del film era presentar lo que, aparentemente, se estaba convirtiendo en un fenómeno social en este país. ‘Anarquía’ es una palabra demasiado fuerte, pero, ¡esa confianza que los muchachos exudan! La confianza en que podían vestirse como quisieran, hablar como quisieran, hablarle a la Reina como quisieran, hablarle en el tren a la gente que ‘peleó la guerra por ellos’ como quisieran. Hay que entender que esta película está basada en una sociedad de clase. Es difícil de entender para alguien que viene de los EE.UU., donde la sociedad está basada en el dinero, darse cuenta de la fuerza que eso tenía en 1963, a pesar de Osborne, de Colin Wilson y todo eso... Quiero decir, una sociedad que todavía estaba basada en el privilegio: privilegio educativo, de nacimiento, del habla. Fueron las primeras personas en atacar eso, no sólo entre la decadente multitud teatral sino en el seno mismo de las raíces proletarias. Ellos decían: ‘Si quieres hacer algo, hazlo. Puedes hacerlo’”.

El resto es historia. Lester, un innovador que continuaría junto a los Beatles en su siguiente proyecto fílmico, Help! y luego desarrollaría una extensa carrera con varios grandes títulos, conjuga en Anochecer de un día agitado las influencias de los aires nuevaoleros que llegaban de Francia con una reinvención lúdica de los angry young men, tirando aquí y allá pasos de slapstick y aprovechando el denso acento liverpulense de sus personajes/actores, jugando con la posibilidad de crear un estilo “documental” a partir de la más estricta puesta en escena y la elaboración posterior en la sala de edición. Sentando las bases, en el camino, de aquello que dos décadas más tarde sería denominado genéricamente como videoclip. El crítico Andrew Sarris escribió, en el estreno de la película, que se trataba de “El ciudadano de los musicales de fonola”, frase que resume la libertad casi absoluta con la cual el film fue creado y, asimismo, la enorme dosis de invención en cada uno de sus planos y cortes de montaje. Es por todo ello que A Hard Day’s Night merece ser llamada un clásico, en el sentido más profundo y menos publicitario que pueda imaginarse.