Han transcurrido seis años y cuatro largometrajes desde que Steven Soderbergh decidió retirarse del cine al grito de “las películas ya no importan más”. Así haya sido una decisión radical seguida de arrepentimiento, un capricho temporal o un golpe de efecto publicitario, lo bien que ha hecho en desoír su propia imprecación: las películas siguen importando. A él, al menos, le importan. Además de ponerse detrás de las cámaras para un puñado de episodios de las series The Knick y Mosaic, el director de Sexo, mentiras y video entregó en los últimos tiempos tres títulos diversos, llenos de energía e ideas: la divertidísima y subestimada La estafa de los Logan –que recuperó los placeres de los capers, aderezándolos con un componente de lucha de clases nada desdeñable–, el intenso thriller Perturbada, rodado en apenas diez días, y un estimulante relato centrado en los tejes y manejes políticos y económicos en el negocio del básquet profesional, High Flying Bird, producido para Netflix. El romance con la plataforma de la N roja continúa con el lanzamiento global, el próximo jueves 18 de octubre, de The Laundromat (La lavandería), una sátira admonitoria sobre los alcances destructores de la economía capitalista llevada a sus extremos, a partir del famoso caso real de los Panama Papers. Con un reparto de figuras encabezado por Meryl Streep y un sentido del humor que va oscureciéndose a partir de un hecho trágico –disparador a su vez de una serie de tramas entrelazadas–, el último Soderbergh podrá no estar entre las mejores obras de su filmografía, pero se transforma, por vía de la comicidad desembozada y no pocos elementos dramáticos, en un toque de atención para la solución de los problemas globales. Sobre el final, es la misma Streep –quien interpreta en la película no uno sino dos papeles– quien se quita la peluca y acomoda el cabello para interpelar al espectador directamente, mirándolo de frente, a la manera de Chaplin en El gran dictador, siguiendo el texto de los guionistas Scott Z. Burns y Jake Bernstein (este último es un periodista especializado en el análisis de mercados de futuros). Es la economía, estúpido, pero deberíamos hacer algo al respecto.
Basada muy libremente en el libro de investigación de Bernstein Secrecy World, que analiza los complejos esquemas de lavado de dinero en paraísos fiscales para evitar el pago de impuestos, The Laundromat arranca con una escena que bien podría formar parte de un sketch de los Monty Python. Gary Oldman y Antonio Banderas, perfectamente trajeados y con un sofisticado trago en sus manos, definitivamente “grasas” en su calidad de viejos nuevos ricos, recorren un diorama digital prehistórico y caminan delante de una tribu de homo sapiens, describiendo sucintamente los cambios en el concepto del intercambio monetario: del trueque a la aparición del patrón oro y de allí al nacimiento del capitalismo primitivo. El espectador aún no lo sabe, pero ellos son –nada más y nada menos– Jürgen Mossack y Ramón Fonseca, los responsables del estudio Mossack-Fonseca, el bufete de abogados panameño acusado de lavar dinero de individuos y compañías a lo largo y ancho del mundo, de Alemania a Siria, de Brasil a Libia y de España a la Argentina. Personajes de ficción, desde luego, caricaturas de aquellos hombres poderosos de la vida real y metáforas de cuanto creador de empresas fantasma existen en el mundo. “Es demasiado fácil transformarlos en villanos”, declaró Soderbergh en ocasión del estreno mundial de la película en el reciente Festival de Venecia, agregando con humor que “quería que tuvieran todas las oportunidades posibles para convencer a la audiencia de que ellos no son los malos de la película. En ese sentido, The Laundromat podría describirse como el súmmum del mansplaining cinematográfico. Claro que ese abordaje necesitaba de dos intérpretes naturalmente encantadores. Oldman y Banderas conectaron instantáneamente”. Luego de ese prólogo, que culmina en una suerte de discoteca con algo de subsuelo mítico (e infernal), la realidad comienza a ocupar la pantalla en el primero de una serie de capítulos claramente identificados con separadores ad hoc. Un matrimonio de jubilados (Streep y el gran James Cromwell) se suben a una pequeña embarcación para pasar un día de descanso y esparcimiento. La tragedia golpea fuerte y Soderbergh filma la escena como si se tratara de una película catástrofe en miniatura. Lo que sigue para la viuda, de nombre Ellen Martin, es el comienzo de una lucha encarnizada y dificultosa por obtener una respuesta de la compañía de seguros. Respuesta que, desde luego, nunca llegará de la manera esperada: en un giro verbal digno de los hermanos Marx, la aseguradora ha sido reasegurada por otra aseguradora. La punta de un grueso ovillo, el primer atisbo del agujero negro, el botón de activación de la caja de Pandora de corporaciones fantasmagóricas, empresas off-shore y todo ese dinero depositado en países que muy pocos visitan para hacer turismo.
Las maquinarias secretas
Jake Bernstein, ganador de dos premios Pulitzer y autor de libros como Vice y The Wall Street Money Machine, afirma en el prólogo de Secrecy World que “el dinero secuestrado por ese ‘mundo secreto’ ya no está disponible para pagar costos de infraestructura, construir escuelas o comunidades policiales. Ha llevado a un aumento espiralado de los bienes raíces en grandes ciudades como Nueva York, Los Ángeles, Miami y Londres. Los más ricos, ansiosos por depositar su dinero en activos seguros, están logrando que los precios suban aún más al hacerse de propiedades en esos lugares. (...) Los mayores abusadores del mundo secreto son las corporaciones multinacionales que basan sus operaciones en sitios que ofrecen impuestos mínimos y el máximo secreto; lugares como Delaware, las Islas Caimán y Luxemburgo. Después de ser expuestos, los gerentes de Mossack-Fonseca insistieron en que ellos no eran diferentes a estas corporaciones. Simplemente, se comportaban de la misma manera en la que los contadores, banqueros, abogados y compañías fiduciarias operan todos los días. Tenían razón”. Lo interesante de la adaptación al cine de esas ideas, cuyo resultado final no es otro que The Laundromat, es la decisión de haber relegado a los grandes mecanismos y poderes en un plano contextual y optar por un núcleo dramático concentrado en las consecuencias particulares e indirectas sobre determinados individuos, en su mayoría víctimas. Es la misma estrategia que Soderbergh ya había puesto en práctica en películas como Erin Brockovich o Traffic –la tela de araña como marco y un detalle de alguien atrapado en ella como eje– aunque aquí el tono está más cerca de El desinformante que del drama aceitado de esos títulos célebres y celebrados. De esos individuos (La lavandería es, en esencia, un film coral), destaca desde el primer momento Ellen Martin, quien luego de aceptar un acuerdo con la aseguradora mucho menor a lo deseado intenta adquirir un departamento en la ciudad de Las Vegas, por razones estrictamente emocionales. Allí aparece la vendedora de inmuebles interpretada por Sharon Stone, con novedades no demasiado alentadoras para la compradora: el efectivo manda, en particular cuando llega todo junto y en paquetes prolijamente prensados. Para el personaje de Streep, los guionistas decidieron aplicar los mil y un golpes, y la empatía está garantizada desde el minuto uno. Cuando la inesperada heroína decide tomar al toro por las astas y hacerse un viaje a uno de esos paraísos fiscales, con la misión nada secreta de encontrar a los responsables de sus males, la película vuelve a entrar en el terreno del absurdo catártico.
En la conferencia de prensa de la película en el Festival de Venecia, Meryl Streep aclaró que la historia “es una forma entretenida, veloz y divertida de contar un chiste muy negro. Una broma que nos han estado gastando a todos. Es un crimen que tiene víctimas y muchas de esas víctimas son periodistas. Los Panama Papers fueron el resultado del trabajo de cerca de trescientos periodistas de investigación. Algunos de ellos murieron por ello. Como Daphne Caruana Galizia, una periodista de Malta que estaba investigando a personas del gobierno de su país y su conexión con los paraísos fiscales: su auto explotó, con ella dentro, delante de su propia casa. Y la gente sigue muriendo. Esta película es divertida pero, al mismo tiempo, es muy, muy importante”. A los 56 años, Soderbergh no parece deberle nada a nadie y las formas extremas, bien chillonas, de su última producción parecen ser la respuesta a una imaginaria The Laundromat paralela, seria, con ansias de prestigio y nominaciones a los principales premios de la industria. De hecho, cuando la historia parece centrarse finalmente en un carril central, el montaje y la división en capítulos –con apariciones esporádicas de Banderas & Oldman, siempre trago en mano, en paraísos digitales generados por chroma– derivan hacia caminos secundarios, sub relatos que, en su brevedad e intensidad, recuerdan a los films ómnibus de moda en los años 60. Un empresario interpretado por el belga Matthias Schoenaerts viaja a China para intentar sobornar a una poderosa familia ligada al poder político, y el resultado es una pieza de cámara que transforma momentáneamente al film en un relato de suspenso, un juego de gatos y ratones donde la cualidad felina o roedora cambia constantemente de posición. El día en que su hija festeja a todo trapo el título universitario, un hombre de negocios, otro ostentoso nuevo rico (Nonso Anozie), ve cómo un hecho de infidelidad hace peligrar el equilibrio familiar y empresarial, utilizando nuevamente el poder del dinero para silenciar y ocultar (suena serio, pero este segmento es tan disparatado que roza el grotesco). En una pequeña isla, el bróker encarnado con habitual gracia por Jeffrey Wright recibe la visita inesperada de una mujer, ansiosa por descubrir qué hay detrás de la pantalla de su compañía. Es entonces que los hilos comienzan a darle forma a la cuerda.
La gran broma final
En Venecia, el director de La gran estafa afirmó que “el humor nos dio la posibilidad de usar la enorme complejidad de esta clase de actividades financieras como si se tratara de un gran chiste. Hay precedentes en el cine que seguramente nos influenciaron. El más obvio tal vez sea el de Doctor Insólito, la película de Kubrick que tomó un tema muy serio y lo transformó en una comedia negrísima. De haberlo hecho de otra manera, creo que los espectadores hubieran terminado creyendo que los estábamos educando en lugar de entreteniendo”. A pesar de esas declaraciones, hay mucho de educativo en The Laundromat, diseñada en gran medida para generar en la audiencia un sentido de enojo, casi de ofensa, ante las consecuencias grupales e individuales del funcionamiento real de la economía capitalista a gran escala, de las brechas y buracos legales de un sistema que permite que cierto tipo de operaciones sean practicables e incluso bienvenidas (en algún momento aparece en pantalla Barack Obama diciendo algo similar). El resto es un juego narrativo con grandes estrellas y muchos cameos inesperados, un proyecto que Soderbergh parece sacar de taquito pero que, a juzgar por la diatriba final, le importa y mucho, tal vez más a nivel ideológico que artístico. Mientras tanto, la rueda de la economía sigue girando y las Ellen Martin de este mundo –parece decir la película– continuarán existiendo a menos que todos hagamos algo para evitarlo. Mientras tanto, la fuga de información confidencial permite que los grandes y pequeños lobos ficcionales reciban algo parecido a su merecido, pequeña catarsis ficcional para un mundo mucho más salvaje que el representado en pantalla.