Tengo pocos años. Estoy sentada en el alféizar, a mi alrededor hay juguetes esparcidos por el suelo, torres de cubos derrumbadas, muñecas de ojos saltones. La casa está a oscuras, en las estancias el aire, poco a poco, se enfría, se debilita. No hay nadie; se han marchado, han desaparecido, cada vez más tenues se pueden oír todavía sus voces, su arrastrar de pies, el eco de sus pasos y alguna risa lejana. Al otro lado de la ventana el patio aparece desierto. La oscuridad se desliza suavemente desde el cielo. Se posa sobre todas las cosas como un negro rocío.
Lo más molesto es la quietud: espesa, visible; el frío crepúsculo y la luz mortecina de las lámparas de vapor de sodio que se sumerge en la penumbra apenas a un metro de su fuente.
No ocurre nada, el avance de la oscuridad se detiene ante la puerta de casa, el vocerío del eclipse se desvanece. Se forma una espesa tela, como la de la leche al enfriarse. Los contornos de las casas, con el cielo como telón de fondo, se alargan hasta el infinito, perdiendo sus ángulos agudos, bordes y aristas. La luz que se apaga se lleva el aire: no hay nada que respirar. La oscuridad penetra en la piel. Los sonidos se han enroscado y han echado para atrás sus ojos de caracol; la orquesta del mundo se ha ido alejando hasta desaparecer en el parque.
Esta tarde es un confín del mundo, lo he tocado por casualidad, mientras jugaba, sin querer. Lo he descubierto porque me han dejado un rato sola en casa, sin vigilar. Sin duda he caído en una trampa. Tengo pocos años, estoy sentada en el alféizar mirando el frío patio. Han apagado las luces de la cocina del colegio, todo el mundo se ha marchado. Las losas de cemento del patio han empapado la oscuridad y desaparecido. Puertas cerradas, celosías y persianas bajadas. Me gustaría salir, pero no tengo adónde ir. Solo mi presencia adopta contornos nítidos que tiemblan, ondean, y eso duele. Enseguida descubro la verdad: ya no hay nada que hacer, existo, aquí estoy.
EL MUNDO EN LA CABEZA
Hice mi primer viaje a través de los campos, a pie. Durante mucho tiempo nadie advirtió mi desaparición, lo que permitió que me alejara bastante. Recorrí todo el parque; después, por caminos de tierra, atravesando maizales y prados cubiertos de caléndulas y surcados por zanjas de drenaje, logré alcanzar el río. El río, de todas formas, era omnipresente en la llanura, empapaba la tierra bajo la hierba, lamía los sembrados.
Al encaramarme al terraplén de contención, pude ver una cinta oscilante, un camino que serpenteaba hasta más allá del encuadre, del mundo. Y, con suerte, se podían ver sobre ella unas barcazas planas desplazándose en ambos sentidos sin reparar en las orillas, ni en los árboles, ni en las personas que se hallaban en el terraplén, al considerarlos, seguramente, puntos de orientación inestables, indignos de atención, meros testigos de su grácil movimiento. Yo soñaba con trabajar en una barca de esas cuando fuera mayor o, mejor todavía, con convertirme en una de ellas.
No era un gran río, tan solo el Odra, pero por entonces también yo era pequeña. Ocupaba su propio lugar en la jerarquía de los ríos –cosa que más tarde comprobaría en un mapa–, segundón, aunque notable, como de vizcondesa de provincias en la corte de la reina Amazonas. A mí, no obstante, me bastaba y me sobraba, me parecía inmenso. Fluía a sus anchas, sin regular desde hacía ya tiempo, amigo de desbordarse, indómito. En ciertos lugares, junto a las márgenes, sus aguas se arremolinaban al topar con algún que otro obstáculo subacuático. Fluía, desfilaba, fiel a sus razones ocultas tras el horizonte, en algún remoto lugar del norte. Imposible posar sobre él la mirada, la arrastraba más allá del horizonte hasta el punto de hacerle perder a una el equilibrio.
Ocupadas en sí mismas, las aguas no reparaban en mí, aguas viajeras, cambiantes, en las que jamás se podría entrar dos veces, como supe más tarde.
Todos los años se cobraba un buen tributo por llevar a lomo las barcas, pues no había uno en que no se ahogara alguien, ya fuera un niño al bañarse durante los tórridos días de verano o un borracho que, a saber por qué, se había tambaleado en el puente y, a pesar de la baranda, había caído al agua. A los ahogados siempre se los buscaba durante largo tiempo y montando bastante alboroto, lo que mantenía en tensión a todo el territorio. Se organizaban equipos de buzos y lanchas motoras del ejército. Según los relatos de los adultos que espié, los cuerpos rescatados aparecían hinchados y pálidos: el agua les había chupado todo rastro de vida, desdibujando hasta tal punto sus rostros que los allegados a duras penas eran capaces de reconocer los cadáveres.
Plantada sobre el terraplén antiinundaciones, la mirada fija en la corriente, descubrí que –pese a todos los peligros– siempre sería mejor lo que se movía que lo estático, que sería más noble el cambio que la quietud, que lo estático estaba condenado a desmoronarse, degenerar y acabar reducido a la nada; lo móvil, en cambio, duraría incluso toda la eternidad. Desde entonces el río se convirtió en una aguja clavada en mi seguro y estable paisaje del parque, de los invernaderos donde germinaban tímidamente las hileras de hortalizas y de las losas de cemento de la acera donde se jugaba a la rayuela. Lo atravesaba por completo, como marcando verticalmente una tercera dimensión; lo agujereaba, y el mundo infantil no resultaba ser más que un juguete de goma del que el aire escapaba emitiendo un silbido.
Mis padres no eran del todo una tribu sedentaria. Se mudaron muchas veces de un lugar a otro hasta que finalmente se asentaron por un tiempo en una escuela de provincias, lejos de cualquier estación de tren y de toda carretera merecedora de tal nombre. El mero hecho de cruzar la linde para ir a la pequeña ciudad comarcal se convertía en todo un viaje. La compra, el papeleo en la oficina municipal, el peluquero de siempre en la plaza del mercado junto al ayuntamiento, ataviado con el mismo delantal lavado y blanqueado una y otra vez, sin éxito, porque los tintes de pelo de las clientas dejaban en él manchas caligráficas, ideogramas chinos. Cuando mamá se teñía el pelo, papá la esperaba en el café Nowa, en una de las dos mesas que instalaban fuera. Leía el periódico local, cuya sección más interesante siempre era la de sucesos, con sus crónicas de robos de mermeladas y pepinillos de los sótanos donde se guardaban.
Esos viajes vacacionales suyos, un poco acobardados, en un Škoda cargado hasta los topes. Largamente preparados, planeados durante las tardes preprimaverales, apenas se fundía la nieve, pero la tierra aún no volvía en sí; había que esperar a que por fin entregara su cuerpo a arados y azadas, a que se dejara inseminar, entonces los tendría ocupados desde la mañana hasta la noche.
Así comienza Los errantes, la novela de la ganadora del Premio Nobel de Literatura que ganó el premio británico Man Booker Internacional el año pasado, y Anagrama edita en castellano el mes próximo.