El descubrimiento
Escribí mi primer cuento por amor propio. Tenía decisiete años, asistía religiosamente cada viernes a la noche de las reuniones de la revista El Grillo de Papel en el Café de los Angelitos (que no era el engendro turístico que es hoy sino un enorme y viejo café de barrio), atendía, fascinada y muda, a ardientes discusiones sobre socialismo, ortodoxia, existencialismo y literatura y, sobre todo, tuve el privilegio de escuchar, leídos en primera lectura por sus autores, cuentos de Abelardo Castillo y de Humberto Costantini, lo que me provocó una revolución estética y emocional. Pero yo cuentos no había escrito en mi vida, solo textos que no habría podido acomodar dentro de ningún género, con excepción de uno –“¿Te gustan las aceitunas?” – perteneciente a una especie no catalogada que había inventado y a la que denominé “túnguele”.
El viernes al que me voy a referir había llevado a la reunión varios de esos textos; Castillo y Liberman me los habían pedido porque pensaban elegir uno para publicarlo en el número cuatro de la revista. Lo cierto es que, entre los muchos desconocidos –al menos para mí-- que solían asistir a las reuniones, cayó un poeta al que le decían el Gorrión. Tenía la actitud exacta de varón que se las sabe todas; sin pedirme autorización, agarró mis papeles, que estaban sobre la mesa, y se puso a leer. Al rato, me dijo torciendo un poco la boca: “Sí, está bien, pero eso no es un cuento: en los cuentos la gente fuma, tiene tos, usa sombrero”. Quedé fulminada por el odio: yo no le había pedido su opinión, y tampoco había pretendido escribir un cuento. Sin contar con que, de una sola frase, ese gorrión había desbaratado el aura de invulnerabilidad que mi condición de adolescente mujer me venía otorgando en las reuniones. Como no podía hacer lo que realmente quería --darle una buena patada--, el único camino que se me ocurrió para no quedar maltrecha fue demostrarme a mí misma que, si quería, podía escribir un cuento. De lo que se desprendería que el gorrión ese era un perfecto idiota.
Fue así que al día siguiente, sin otro recurso que mi determinación, me senté ante la Royal prestada por el novio de mi hermana y, sin preocuparme por lo que vendría después, anoté “A veces me da una risa”. Siempre me intrigó la razón por la cual, ante el aun inexplorado acto de narrar, fue esa la primera frase que acudió a mí; me gusta creer que, en cierto modo, pudo haber sido una anticipación. ¿O no es una especie de risa --no exenta de horror ni de piedad ni de maravilla-- lo que a veces me provocan ciertos actos de la gente (incluida yo misma) y me mueve a narrarlos?
Aun ignoraba que no hay tos ni sombrero que valgan si de desconoce la cualidad de ciertos sucesos de hablar por sí mismos, y que el secreto de un buen cuento reside menos en encontrar esos sucesos que en dar con el modo de volverlos elocuentes. Tampoco sabía que la ficción no es una continuidad en el camino de la escritura: es un salto. Salto que, gracias a aquel poeta-gorrión, yo estaba dando. Arrastrada por el misterio de la frase inicial, iba descubriendo la libertad de hablar con una voz y desde una situación que no eran las mías, el poder de instalar en el mundo una historia que antes no existía. Como si aquellas historias que inventaba dando vueltas en el patio de mis abuelos, o las aventuras que urdía de noche cuando no podía dormirme de tanto imaginar, hubiesen, por fin, encontrado su cauce.
Por supuesto, mientras tecleaba como había soñado teclean los escritores, no pensaba en esto último que acabo de conjeturar (a diferencia de lo que me pasa con mis otros cuentos, en los que puedo indagar en el proceso de construcción, en este caso solo puedo hacer conjeturas). Simplemente escribía. En algún momento me detuve, un poco sobresaltada. ¿Y ahora cómo sigo?, me acuerdo que pensé. Leí lo último que había escrito. Y ahí ocurrió algo en lo que hoy puedo vislumbrar cierta disposición para la narrativa: me di cuenta que ese era el final. Un buen final, por otra parte, ya que la protagonista, que ha empezado aludiendo a la risa, termina llorando en la cama.
El cuento se publicó en el número cuatro de El Grillo de Papel y -- supongo que porque figuraba mi edad-- tuvo una recepción bastante afortunada.
A propósito de esto, voy a contar un episodio que, por varias razones, fue imborrable para mí. Había una fiesta en la casa de Ernesto Sabato. Los dos directores de El Grillo de Papel con sus novias habían sido invitados, y me llevaron también a mí. Cuando Sabato me conoció, dijo: “Leí su cuento; me pareció muy bueno”. Lo que no le impidió un rato después, luego de que Castillo le preguntara por su hijo Marito, contestarle, mientras me miraba con fijeza: “No me gusta que los chicos vengan a las reuniones de grandes”.
En esa fiesta estaban Rafael Alberti, María Teresa León, Astor Piazzolla, y otras celebridades. Yo me enteré después; in situ no reconocí a nadie. Pero de pronto se me acercó un hombre y me dijo que él era editor, que si yo tenía diez cuentos como el que acababa de publicar en la revista, él me editaba un libro. Me dio vergüenza confesarle que ese era el primer y único cuento que había escrito en mi vida. Le dije: “Diez no; tengo cuatro o cinco”. Y, puesto que había rendido Química General como voluntaria --apenas terminó el cuatrimestre--, Análisis Matemático I en primera fecha, y tenía por delante un mes completo de vacaciones de invierno, pensé: “En diez días escribo diez cuentos; en los diez siguientes los corrijo; y me queda diez días para disfrutar de las vacaciones”.
En todo ese mes no pude ir más allá de la primera página de un borrador que, con el tiempo, fue mi cuento “Las amigas”. Empezaba a entender que quería seguir con la escritura y no me quedaría más opción que trabajar. En efecto, no volví a escribir una ficción con ese grado de inocencia o ignorancia, ni a toparme, de manera impremeditada, con un final. Y no sé si le puse la tapa al Gorrión. Tal vez, laboriosamente, todavía lo sigo intentando.
Mi credo
1) Las ganas de escribir vienen escribiendo. Es inútil esperar el instante perfecto, aquel en que todos los problemas del mundo exterior han desaparecido y solo existe el deseo compulsivo de sentarse y escribir: ese instante de perfección es altamente improbable. En general, una se sienta a escribir venciendo cierta resistencia –salir del estado de ocio no es natural-, una oficia ciertos ritos dilatorios y por fin, con cierta cautela, escribe. Y en algún momento descubre que está sumergida hasta los pelos, que los problemas del mundo exterior han desaparecido, que no existe otra cosa que el deseo compulsivo de escribir.
2) La primera versión de un texto es solo un mal necesario. Suele estar bien lejos de aquello completo e intenso que una difusamente ha concebido. Corregir no es otra cosa que ir encontrando a Moisés dentro del bloque de mármol.
3) En literatura no existen sinónimos ni equivalencias: no es lo mismo un rostro, que una cara o una jeta. “Dijo que estaba harto” no equivale a “--Estoy harto –dijo”. Aferrarse a una frase o palabra simplemente porque “ha salido del alma”, es por lo menos un riesgo: el alma, a veces, dicta obviedades. En Filosofía de la composición, Poe cuenta que, durante la escritura de su poema El cuervo, decidió que necesitaba un animal para que repitiera un leimotiv al final de cada estrofa. Y naturalmente el primer animal que se le cruzó fue el loro. A veces conviene sacrificar al loro.
4) Ni la espontaneidad ni la velocidad son valores en la literatura. Tantear, tachar, descubrir nuevas posibilidades, equivocarse tantas veces como haga falta, ir acercándose paso a paso al texto buscado: ese es el verdadero acto creador. Lo otro es como estornudar.
5) Cuando se escribe, no hay que tenerle miedo a los sentimentos, pero tampoco hay que tenerle miedo a la lucidez. Una tiene tan pocas cualidades que no veo razón para que se despoje de alguna de ellas para hacer literatura.
6) La realidad proporciona buenas situaciones pero no construye obras artísticas. Distorsionar un hecho, tajearlo, cambiarle o anularle alguna pieza son atribuciones que un autor de ficciones puede tomarse sin ninguna culpa. No es el acontecimiento real al que debe serle fiel sino a la luz secreta que él descubrió en ese acontecimiento y que lo tentó a escribir.
7) No hay que empezar un cuento si no se sabe cómo va a terminar. Puede encontrarse una en el trance de ir de acá para allá, sin ton ni son, esperando que el final le caiga del cielo. Los buenos finales no suelen tener origen celestial: aunque no se lo note, vienen mandados desde la primera fase.
8) Una novela requiere una escritura y una estructura rigurosas como la de un cuento. Si tiene páginas grises, esos grises deben estar tan cargados de tensión como lo están en el Guernica de Picasso. Si no, son meramente un plomo.
9) La inspiración no existe; en eso se parece a las brujas. Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a una en la oreja, y una siente que todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión precisa que debe tener, podrá llamar a ese estado de privilegio como más le guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura. Es hermoso, solo que no hay que creer que es el único estado en que se hace literatura. Porque se corre el riesgo de no escribir más que una página en toda la vida.
10) Hay que nutrirse de los credos y hay que aprender a dudar de ellos. No existen reglas universales para el oficio de escribir. Es uno mismo quien a la larga, con verdades y mentiras propias y ajenas, va estableciendo sus propios ritos, va permitiéndose sus propias manías, va construyendo su propio credo.