El sol raja el cráneo. Sudo como una esponja. Salto del automóvil a tierra y de la tierra al auto más de cincuenta veces por día. Estoy buscando imágenes de mi país para un nuevo libro. Entro a un galpón en Gualeguaychú donde un bailarín prueba pasos de ballet frente a una comparsa de chongos sudados que golpean frenéticamente tambores de diferentes tamaños. A la mañana siguiente fotografío a los bañistas en las termas de Federación que sudan dentro de las piletas y, a la tarde, el hospital, donde retrato enfermos y olvidados. Un día después, retrato a los murgueros de Mercedes que bailan envueltos en plumas y purpurina, en medio de una noche hirviente. Ahora llueve como en Macondo. Horas después me encuentro frente al templo del Gauchito Antonio Gil, rodeado de cientos de velas rojas. Al otro día en el Casino de Oberá, rodeado de bajorrelieves que mezcla jesuitas, cataratas y sumerios en la misma pared. Llego a Fracrán y doy mi primera clase de fotografía a unas chiquitas de una comunidad mbiá-guaraní que se deslumbran al mirar por mi cámara y ver cómo cambia de tamaño su casa si la ven a través del gran angular o del teleobjetivo. Me voy contento, sabiendo que pronto allí habrá una fotógrafa. Pero sigo sudando. Dos horas después me subo a un colectivo que transporta yerbateros, después a un camión en un secadero y, enseguida, me arrastro entre los yerbales donde unos tareferos (cosechadores de yerba) almuerzan los ravioles que les acaban de alcanzar sus mujeres en moto. Los fotografío comiendo bajo una planta recién podada. El calor es insoportable. Sudo y sudo. Me da la sensación de que me disuelvo, así que salto al auto buscando aire acondicionado y sosiego. Lo hallo. Pero el gps no anda y me manda para otro lado. Sigo adelante y, de repente, el tráfico se detiene. ¿Será un accidente…? La cola de autos es larga… Me bajo y camino hacia delante. Se trata de un corte de ruta de los yerbateros de Misiones. Converso con ellos y me invitan tereré. La infusión me alivia el sudor. Se los percibe amables y calmos, pero seguros de lo que hacen. Me cuentan que tareferos y chacareros están juntos en esta protesta. Me explican que la yerba que cuesta casi 50 pesos en una góndola se paga allí 1,80 pesos en planta y 2,80 puesta en secadero. Que un tarefero gana 650 pesos por tonelada de yerba cosechada: diez bolsas de cien kilos y dos días de trabajo para conseguirla. Dicen también que los molinos pagan con cheques a 60, 90, 120 y 160 días. Que nadie habla de su problema. Que no dan más y que con Cristina estaban mejor. Empiezo a percibir que no sólo yo me disuelvo sino, también, otros compatriotas. El tereré sigue pasando de mano en mano mientras la gente saca reposeras de los autos, juega a las cartas sobre mesitas improvisadas en medio de la ruta o duerme con la boca abierta y los pies fuera de la ventanilla. La escena me hace acordar a La autopista del sur, de Cortázar.
Una hora después, el corte abre paso. Pero la esperanza de seguir adelante dura poco porque, más adelante, hay otros dos cortes de dos horas cada uno, que obviamente me hacen sudar aún más. Y conspiran con mi plan de fotografiar la Argentina que imaginaba, que ahora se ha vuelto real. Como estos cortes hechos con la misma calma y convicción de que algo debe cambiar pronto en nuestra patria. Para que no siga siendo el país profundo el que sude siempre su olvido a través de los poros de los más humildes.