El dato pasó de largo, devorado por la vorágine informativa diaria del fútbol. Pero vale la pena reponerlo: la profesión de director técnico, acaso la más riesgosa e inestable de la Argentina, junto con la de Ministro de Economía, cumple 90 años de existencia en nuestro país. Según cuenta el periodista Carlos Aira en su libro “Héroes de Tiento” (una imperdible historia del fútbol de los años ’20 publicada en 2015), fue Luis Martín Castellano, un profesor de educación física, el primero que ejerció ese cargo. Lo hizo en Vélez, cuyos dirigentes lo contrataron para que salvara al equipo del descenso en el campeonato de 1928.

La gestión de Castellano resultó exitosa. Tanto que logró siete puntos de los últimos ocho en disputa y cumplió el objetivo: el club por entonces de Villa Luro pudo conservar la categoría al cabo de un torneo que, como era común en aquellos tiempos tumultuosos, terminó en el primer trimestre del ’29, con Huracán como digno campeón.

El éxito de Castellano, que no solo supervisaba los entrenamientos, sino que también formaba el equipo, tuvo un correlato histórico: a partir de ese momento, los dirigentes de la Asociación Amateurs Argentina de Fútbol, la entidad que conducía los destinos del deporte desde 1927, entendieron que la experiencia de Vélez debía replicarse en los seleccionados nacionales. Y que era necesario designar al frente de los mismos a alguien que se hiciera cargo de las convocatorias y de las formaciones, hasta entonces bajo la responsabilidad de los delegados de los clubes y sometidas a todo tipo de tejes y manejes.

Siempre de acuerdo con la descripción de Aira, la idea fue buscar alguien con espalda, con un nombre que le permitiera asumir decisiones difíciles. Y en agosto de 1929 se designó a Francisco Olazar, una vieja gloria del Racing siete veces campeón en la década del ’10, para que arme y conduzca los equipos argentinos que debían participar del Sudamericano de ese año en Buenos Aires, y del Mundial de 1930 en Montevideo. Así se hizo y en los hechos, Olazar fue el primer “seleccionador e instructor” de los equipos nacionales. El verdadero antecesor de Lionel Scaloni en esa tarea.

En 90 años de trayectoria, ha habido de todo sentado en los bancos. Y hasta finales de la década del ’50, los que realmente importaban eran los jugadores. Por eso casi no se reconocen equipos de autor. Guillermo Stábile dirigió 20 años la Selección (1938/1958) en los que se lograron cinco títulos sudamericanos ('41, '45, '46, '47 y '57), José María Minella estuvo diez años al frente de River (1947/1957) en los cuales ganó seis campeonatos ('47, '52, '53, '55, '56 y '57) y el único mérito que se les reconocía radicaba en formar el mejor equipo y administrar de manera razonable los notables recursos futbolísticos disponibles.

 

 

Sus instrucciones eran simples y obvias, alejadas de cualquier rebuscamiento. Y al no haber cambios, su importancia durante el juego era ínfima, a lo sumo reservada a cambiar algún hombre de posición. Muchas veces, los técnicos gravitaban más fuera de la cancha, transmitiendo pautas de comportamiento y convivencia a revoltosos muchachos de barrio, que adentro. En el verde césped, los partidos los ganaban y los perdían los jugadores. Ningún técnico era más fuerte que ellos.

Pero después del desastre de Suecia en 1958, la historia se dio vuelta. Se constató que con el talento individual no alcanzaba, y que era necesario enriquecer los esquemas de juego y la preparación física si se pretendían reducir las abismales diferencias existentes en esos rubros. El primer “equipo de José” fue el San Lorenzo campeón de 1959 con la dirección técnica de José Barreiro y los goles de Sanfilippo. Y en 1960, con el advenimiento del Fútbol espectáculo que impulsaron los presidentes de Boca y River (Alberto J. Armando y Antonio Vespucio Liberti), los técnicos empezaron a convertirse en primeras estrellas del show de los domingos y a cobrar cada vez más dinero. Pero también a recibir mayores presiones. De posibilidad deportiva, ganar se transformó en necesidad industrial.

Boca, por ejemplo, le pagó una fortuna a Vicente Italo Feola, el obeso técnico brasileño campeón mundial de 1958, que se quedaba dormido en los bancos cuando el solcito dominguero le pegaba de frente. Independiente trajo a dirigir otro brasileño, Oswaldo Brandao y Huracán sentó al periodista Pepe Peña, el padre de Fernando, que duró tres partidos y se fue cuando advirtió que dirigir era mucho más complejo y arriesgado que hablar. Porque había que saber en serio.

El periodismo también contribuyó a la creación de los nuevos divos del fútbol. Los presentó como magos, dueños de poderes especiales capaces de ganar partidos y campeonatos con un par de indicaciones a viva voz, y algunos dibujos raros en los pizarrones. Y de enamorar a las masas con un par de frases bien dichas. Los técnicos se dejaron llevar: los habían transformado en más importantes que los jugadores y la pelota. Y se sentaron gustosos en la silla eléctrica. Les pagaban fortunas. Aunque duraran muy poco tiempo en sus cargos.

Las Selecciones campeonas del mundo de Menotti y de Bilardo, el Racing de Pizzuti y de Basile, el Estudiantes de Zubeldía, el River de Labruna, Ramón Díaz y Gallardo, el Boca de Lorenzo y Bianchi, el Independiente de Pastoriza, el San Lorenzo de Veira y Bauza, el Ferro de Griguol y el Newell’s de Bielsa y Martino, por citar algunos ejemplos, son la consecuencia de esa sobreestimación (o equívoco) según el cual los equipos les pertenecen a los técnicos y los jugadores son meras piezas intercambiables por millones de dólares o euros. Cuando hace 90 años, Luis Martín Castellano aceptó darle una mano a Vélez para salvarlo del descenso, nunca supuso que podía ser así. Pero fue. Y nadie se queja. Mas bien, todo lo contrario.